Desde una perspectiva meteorológica, ésa era una correlación muy difícil. Las tormentas podían aparecer en cualquier momento según las condiciones locales, y aunque, en ocasiones, pudiesen dar la sensación de seguir un patrón, actuaban completamente al azar. Pero desde una perspectiva lógica, parecía evidente que se podía ayudar a triangular la ubicación de quien lo estaba llevando a cabo. El horario correspondía al comienzo de la noche en Oriente Próximo, al inicio de la tarde en África, a finales de la mañana en Inglaterra y a antes del amanecer en los Estados Unidos continentales.
Le habían dicho que asumiera que las operaciones tenían su base dentro de las fronteras de los Estados Unidos.
Tomó su taza de café, se dio cuenta que habían pasado horas desde la última vez que lo había llenado y la dejó.
«Podría ser que nuestros amigos se levantaran temprano.
»Podría ser que prefieren que haya poco tráfico en sus canales de comunicación.
»O quieren permanecer al abrigo de la naturaleza mientras actúan dentro de nuestras fronteras».
Si no hubiera sido por el genio de Wayne para detectar discrepancias apenas observables, la mayoría de estas tormentas habrían pasado desapercibidas por cualquiera que no fuera un experto en el clima local, y nadie sin una razón para hacerlo podría haberlas agrupado como él lo había hecho. Y, en grupo, sus similitudes impresionaban, lo cual, si se pensaba que podría tratarse de un esfuerzo coordinado, producía escalofríos.
Jake volvió a revisar la lista de lugares, aunque ya se la sabía de memoria. Ninguna de las localizaciones era urbana; se trataba, en su mayoría, de zonas rurales o deshabitadas, convirtiéndolas en perfectas áreas de experimentación. Las tormentas que habían tenido lugar dentro de Estados Unidos habían empezado antes del amanecer, por lo que su comienzo había resultado invisible para los habitantes locales. Los ciclos naturales de convección de la mañana habían ayudado a disimular aún más la brusca intensificación de las tormentas.
Excepto la reciente tormenta del Valle de la Muerte, las tormentas con base en Estados Unidos no habían causado víctimas y sólo moderados daños materiales. Eso las convertía en noticia de escasa relevancia para los medios. Y si los medios no les prestaban atención, tampoco lo hacía el resto del mundo.
Maldita sea. Fuesen quienes fuesen estos terroristas, no eran académicos en una torre de marfil. Jugaban para ganar.
Volvió a examinar las imágenes de satélite de la más reciente tormenta en Estados Unidos, en el Valle de la Muerte. Pasando las imágenes de radar e infrarrojas de forma simultánea en dos monitores junto a las mediciones tomadas a nivel del suelo en un tercer monitor, las fue revisando lentamente, casi foto por foto. Observó la cubierta de nubes y la banda de lluvia desde las lecturas de radares, comparándolas con la velocidad y dirección del viento, la humedad relativa y luego con la temperatura central y los relámpagos. No sabía qué era lo que esperaba encontrar, pero, como había dicho el juez Potter Stewart sobre la pornografía, Jake tenía la impresión de que sabría lo que estaba buscando en cuanto lo viera.
Una hora después, con los ojos ardiéndole por el reflejo de las pantallas, lo vio al ampliar la imagen y revisarla cuatro veces hasta asegurarse de que no estaba alucinando.
No lo estaba. La adrenalina surcó sus venas y su cerebro entró en alerta roja. Allí, en los segundos previos a la intensificación, aparecía un punto de luz, diferente al resto de los relámpagos. Analizándolo con mayor resolución fotográfica, el fino rayo mostraba poseer más calor que cualquiera de los rayos observados durante la tormenta, duraba un segundo menos que un rayo normal y parecía dirigirse al centro de la célula de convección. Y el vector calórico era en línea recta.
Los rayos nunca viajaban en líneas perfectamente rectas.
Dejando la imagen congelada en el monitor, Jake pasó a otro monitor y tecleó una rápida orden para revisar los datos compilados sobre todos los relámpagos. Revisando cientos de líneas de datos, fue disminuyendo la velocidad hasta que llegó a la franja horaria significativa y escaneó los números con cuidado, aumentando su tamaño en pantalla, para asegurarse de verlos correctamente.
«Nada».
Se reclinó en la silla durante un instante, respirando como si acabara de subir corriendo unas escaleras.
«Sólo un tipo de maquinaria puede producir ese tipo de impulso calórico con ese tipo de trayectoria.
Los muy hijos de puta estaban usando una especie de láser».
Apoyó las manos otra vez sobre el teclado y comenzó a revisar los datos disponibles para cada una de las tormentas. Una hora y media más tarde, había corroborado su hallazgo en todas las tormentas locales y en todas las tormentas en el exterior que le fue posible. Los parámetros eran lo suficientemente similares a los experimentos de los años setenta como para pensar que fueran más tardíos.
«Señor Taylor, tenemos una respuesta».
Simone
continuó su mortal y destructiva marcha hacia el norte, junto a la costa estadounidense, aplastando casas, negocios y vidas sin dar explicaciones o pedir disculpas. Sacudiéndose cualquier reticencia, cambió repentinamente de rumbo cuando llegó a la ciudad sureña de Charleston, en Carolina del Sur, y dejó que sus vientos se adentraran en ella. El ojo de la tormenta, ese centro tranquilo, no llegó a tocar tierra, prefiriendo enviar su tarjeta de presentación, un devastador frente de tormenta, como adelanto. La ciudad, habituada a enfrentarse a los imponentes efectos de la furia marina y fortificada contra ellos, se mantuvo firme. Sus habitantes, los pocos que todavía quedaban, trataron de guarecerse contra las fuerzas combinadas de viento y agua.
La pequeña constelación de islas costeras con lujosas mansiones recibió el peso de la fortalecida tormenta; las fachadas de las casas con balconadas y cristaleras sufrieron el impacto. Los costosos escombros fueron esparcidos con abandono a lo largo de las playas erosionadas y luego lanzados a tierra firme para bloquear caminos y jardines inundados bajo la ira de un mar sin luna y embravecido. Árboles que habían resistido más de un siglo de tormentas se partieron, y sus copas volaron por el aire como si fueran de paja, sus troncos se estrellaron contra el suelo, derrumbando casas, aplastando coches, cortando cables. El agua entró en hogares que durante décadas habían quedado intactos, atrapando a sus aterrados habitantes, que subieron corriendo por refinadas escaleras curvas, diseñadas para descensos elegantes. El hierro forjado perdió todo su encanto cuando barrotes y chimeneas fueron arrancados de sus anclajes de ladrillo y lanzados como misiles contra paredes y persianas, enterrándose en todo aquello que no se rompiera a causa del impacto.
Los vientos llegaron a los suburbios en tierra firme, atrapándolos en un abrazo mortal. Fila tras fila de casas nuevas fueron arrancadas de sus cimientos, explotando y desmoronándose como casas de muñecas destruidas por niños indisciplinados, dispersando obscenamente su contenido a lo largo de varios kilómetros. Oleadas de fangosas aguas se elevaron más allá de las peores predicciones de los burócratas, imponiendo su hedor y su violencia en las escuelas donde miles de personas se apretujaban, aferrados a las falsas promesas de seguridad. Los tejados fueron arrancados como papel de aluminio, dejando libre la entrada de torrentes de agua y escombros. Los padres aterrados abrazaban a sus hijos aterrorizados, y los ancianos eran abandonados a su suerte cuando las aguas los ahogaban por debajo y los castigaban desde arriba. La sucia corriente bloqueó su huida, manteniendo cerradas puertas que debían abrirse, trasformando anchos pasillos en riadas y convirtiendo las escaleras en furiosas y mortales cataratas.
Revolviéndose en las demasiado cálidas aguas continentales de escasa profundidad,
Simone
aumentó su velocidad y se estrelló contra los bancos arenosos de Carolina del Norte con una furia más allá del alcance de las palabras antes de volver hacia el mar y reanudar su marcha paralela a la costa. Los habitantes de las costas más septentrionales, en Norfolk y Richmond, se desplazaban hacia tierras más altas, con la débil esperanza de librarse de la furia de la tormenta.
En la capital del país, la recomendación de evacuación había sido reemplazada por la obligatoriedad, y las rutas hacia el norte y hacia el oeste estaban inundadas y repletas de ansiosos habitantes y aterrados visitantes. La lluvia caía sobre la ciudad empapada, inundando incluso los tranquilos y exclusivos barrios altos, convirtiendo las calles de las colinas en torrentes y cascadas de agua sucia. Las olas se estrellaban contra los escalones más altos del Jefferson Memorial habiendo ya anegado la elegante Elipse. El monumento a Washington se erguía orgulloso, un pálido y estrecho obelisco a oscuras en la cima de una pequeña colina verde que continuaba reduciéndose a medida que crecía el diluvio sin precedentes.
Los yates flotaban sobre los puertos deportivos que salpicaban las orillas del Potomac. Inclinados en ángulos precarios cuando sus amarras los empujaban hacia abajo en un simulacro de seguridad, se balanceaban contra los pilares, golpeándolos varios metros por encima de sus protecciones metálicas. El aeropuerto nacional había cerrado, al quedar sus pistas principales sumergidas bajo agua semisalada y enormes cantidades de despojos escupidos por la agitación y la marea del Potomac.
La ciudad de Nueva York, que no era ajena ni a la devastación ni a las amenazas, ni miedosa a la hora de defenderse, recomendó a sus ciudadanos que consideraran la posibilidad de refugiarse en zonas apartadas de la costa, teniendo en cuenta el creciente alcance de
Simone
. Y los neoyorquinos, gente dura e incapaz de abandonar su ciudad, ignoraron la recomendación.
Y entonces
Simone
, furiosa, la cambiante
Simone
, se lanzó hacia el océano y hacia ese río nutricio y tibio que lo atravesaba, la Corriente del Golfo. Doce horas más tarde, robustecida y confiada, la tormenta que una vez había sido perezosa se había convertido en un monarca descontrolado y los meteorólogos reconocieron con reticencia que ahora había alcanzado la categoría 5.
Domingo, 22 de julio, 5:20 h, Midtown, Nueva York.
Carter estaba sentado en su apartamento de Midtown, mirando por el gran ventanal a la irregular hilera de rascacielos y carteles de neón que nunca dejaban de brillar. El cielo de la mañana estaba cubierto y de un color gris oscuro, con gruesas nubes. Las primeras lluvias auténticas desde que
Simone
emprendiera la marcha y la evacuación obligatoria de la ciudad fuera discutida con intensidad creciente en los medios, mientras los comentaristas hablaban sin descanso con una orgàsmica necesidad de ser los primeros en anunciar la posible orden.
No había dormido mucho durante la noche. Había estado demasiado ocupado examinando las discusiones sobre la tormenta en los blogs sobre el clima y en los de conspiraciones, y si había algún indicio en el trabajo de Kate que pudiera apuntar en su dirección. Hasta el momento, nada. De hecho, todo parecía indicar hacia experimentos gubernamentales.
El irreal buen tiempo que el país había disfrutado a principios del verano no había pasado desapercibido para los teóricos de la conspiración, los grupos ecologistas y los meteorólogos renegados, y sólo habían fortalecido los argumentos y las acusaciones lanzadas contra el gobierno durante más de una década, que el HAARP, la serie de antenas del gobierno en la lejana Gakona, Alaska, estaba siendo utilizada para alterar el clima. La diferencia era que ahora, incluso la comunidad científica seria estaba preocupada por el prolongado y artificial flujo hacia el norte de la corriente en chorro. Su repentino y relativamente reciente retorno a la normalidad había sido seguido muy de cerca por un dramático aumento del mal tiempo. No debería haber sorprendido a nadie; las tormentas localizadas solían formarse en el Caribe y en el Golfo, naciendo de las aguas cálidas y sobre la tierra para después estrellarse contra los frentes fríos que descendían desde las Rocosas.
Pero eso no había sucedido ese verano. Las aguas del Golfo, que habían alcanzado temperaturas récord, deberían haber liberado ese calor gracias a las típicas tormentas de verano, pero lo habían hecho hacía poco. Y ahora estas tormentas tardías eran más grandes y aunaban fuerzas con el caos atmosférico creado por
Simone
. Y el hilo conductor que circulaba en todas las discusiones era la causa de todo eso. La única explicación que aparecía en forma recurrente era el HAARP.
Durante siglos, la corriente en chorro, un flujo constante de aire relativamente estable, se había dirigido hacia el Este desde Canadá y Estados Unidos, variando de forma estacional como la ropa mojada en un tendal, arqueándose y descendiendo de acuerdo a las múltiples combinaciones de millones de variables en constante transformación. Lo único que nunca había cambiado de forma significativa era el movimiento general. Décadas de control lo mostraban, y lo demostraban. Nunca en la historia escrita había disminuido de forma tan dramática y permanecido virtualmente inmóvil durante tanto tiempo, manteniendo patrones climáticos benignos para todo un continente.
Como les gustaba señalar a los pensadores liberales y a los usuarios de los blogs, nunca había habido gobierno alguno que contase con los medios para hacer que esto fuera posible.
También había que decir que el ciudadano medio, tanto urbano como rural, no se había quejado antes de que
Simone
entrara en escena. ¿Por qué habría de hacerlo, cuando el país llevaba dos meses disfrutando de perfecto clima veraniego? Las cosechas habían crecido con rapidez y en abundancia. El sector turístico había florecido. Los trabajadores que habían encontrado empleo habían aumentado y la criminalidad se había reducido, y los políticos se habían acostumbrado a recibir alabanzas de los felices votantes.
Los críticos conservadores de la televisión dejaron de lado calentamiento global como si fuera una estrategia atemorizante, mientras que los tele evangelistas intentaban aumentar sus ganancias declarando que era la calma que precede a la apocalíptica tormenta. Mientras tanto, Europa temblaba a causa de uno de los veranos más fríos de la historia al tiempo que México se marchitaba bajo una sequía interminable.
A Carter no le importaba nada de eso. Él tenía asuntos más importantes en mente. Como la arrogancia del presidente, jugando con el clima del planeta para aumentar su popularidad. Como el modo en el que
Simone
iba a darle a aquel hombre una lección que nunca olvidaría. Si es que sobrevivía.