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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Cetaganda (36 page)

BOOK: Cetaganda
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Pero al parecer, Vorreedi se había convencido de que Miles no era un agente encubierto al mando de Simon Illyan, después de todo.

Eso es lo que tú quieres que crean, ¿recuerdas? Miles miró la cara del ghemcoronel Benin, que escuchaba, fascinado, un poco separado del grupo.

—Usted me habría sacado de la investigación, señor. Es así y usted lo sabe. En el agujero de gusano, todos creen que soy un inválido con un cómodo puesto de correo al que he llegado por enchufe. La idea de que tal vez sirva para tareas más importantes es algo que el teniente lord Vorkosigan no hubiera tenido la oportunidad de probar en circunstancias normales.

Frente al mundo en general, cierto. Pero Illyan sabía el papel que había desempeñado Miles en el Centro Hegen y en otros lugares, y el primer ministro, lord Vorkosigan, padre de Miles, también lo sabía y el emperador Gregor, y todos los que tenían importancia en el gobierno de Barrayar. Hasta Iván conocía su extraordinario éxito como agente secreto. En realidad, los únicos que seguían ignorándolo eran… los que él acababa de vencer. Los cetagandanos.

¿Entonces para qué has hecho todo esto? ¿Para brillar a los ojos de la haut Rian? ¿Sólo para eso? ¿O estabas pensando en otro público?

El ghemcoronel Benin descifró lentamente el parlamento de Miles.

—Usted quería ser un héroe, ¿no es eso?

—¿Tanto que no le importaba de qué imperio? ¿Le daba lo mismo ser héroe de Cetaganda que de Barrayar? —agregó lord Vorreedi en voz baja.

—Acabo de servir al imperio de Cetaganda, eso es cierto. —Miles ensayó una reverencia temblorosa en dirección a Benin—. Pero mi principal objetivo era Barrayar. El hautgobernador Kety tenía planes muy desagradables para Barrayar. Y yo los desbaraté.

—¿Ah, sí? —dijo Iván—. ¿Y dónde habríais acabado tú y esos planes si no hubiera aparecido yo?

—Ah. —Miles sonrió—. Pero yo ya había ganado. Kety no lo sabía, eso es todo. Lo único que seguía siendo dudoso era mi supervivencia personal.

—Entonces —dijo Iván, exasperado—, ¿por qué no entras en Seguridad de Cetaganda, eh, primito? Tal vez el ghemcoronel Benin te dé algún puesto en una nave.

Mierda, Iván lo conocía demasiado.

—Poco probable —dijo Miles, con amargura—. Soy demasiado bajo.

Las cejas del ghemcoronel Benin se torcieron un poco sobre su frente ancha.

—En realidad —siguió diciendo Miles—, la única institución que me aceptó como agente, si es que fui agente de alguien, es el Criadero Estrella, no el imperio. No serví al imperio de Cetaganda, serví a las haut. Pregúnteles a ellas. —Hizo un gesto hacia Pel y Nadina, que estaban a punto de salir de la habitación mientras las asistentes giraban a su alrededor tratando de hacerlas sentir más cómodas.

—Mmmm. —El ghemcoronel Benin pareció desinflarse un poco.

Palabras mágicas. Las faldas de una hautconsorte eran una fortificación más fuerte de lo que Miles hubiera pensado hacía tres semanas.

Maniobrada por hombres con rayos tractores de mano, la burbuja de la haut Nadina se levantó en el aire y salió de la habitación. Benin le dirigió una mirada, se volvió hacia Miles y abrió la mano frente a su pecho en un principio de reverencia.

—De todos modos, teniente lord Vorkosigan, mi Señor Celestial, el emperador haut Fletchir Giaja, me ha pedido que lo lleve a su presencia. Ahora.

Miles era muy capaz de reconocer una orden imperial cuando la oía. Suspiró e hizo una reverencia en honor de la orden de Benin.

—Por supuesto… Ah… —Dirigió una mirada a Iván y a un Vorreedi súbitamente inquieto. No estaba del todo seguro de que quisiera testigos de la entrevista. Tampoco estaba seguro de que prefiriese estar solo.

—Sus… amigos pueden acompañarlo —aceptó Benin—. Con la salvedad de que no tienen permiso para hablar a menos que se les invite a hacerlo.

Invitación que, si se hacía, sólo podía provenir de labios del Señor Celestial. Vorreedi asintió, satisfecho en parte. Iván empezó a practicar su truco de la invisibilidad.

Los soldados de Benin condujeron y escoltaron al grupo barrayarés sin arrestarlos, por supuesto: un arresto de enviados galácticos habría violado el protocolo diplomático. Sostenido por Iván, Miles se encontró junto a la haut Nadina en el umbral.

—Qué joven tan agradable —comentó Nadina en tono bajo y bien modulado mientras hacía un gesto hacia Benin, que caminaba por el corredor dirigiendo a sus tropas—. Tan bien vestido… ese hombre entiende la forma correcta de hacer las cosas… Tenemos que hacer algo por él, ¿no te parece, Pel?

—Claro, claro —dijo Pel y salió por la puerta.

Después de un largo trayecto por la gran nave, llegaron al transbordador de Seguridad cetagandana. Benin no había perdido de vista a Miles en ningún momento. Parecía tan frío y alerta como siempre, pero había cierto tono secreto… cierta complacencia que atravesaba el maquillaje facial.

Seguramente, el arresto de su comandante por alta traición había dado una satisfacción suprema a Benin. El único punto alto de una carrera no muy destacada. Miles hubiera apostado dólares betaneses contra arena a que Naru era el hombre que había asignado al decoroso y aseado Benin la tarea de cerrar el caso de la muerte de Ba Lura, es decir, le había asignado un fracaso.

—A propósito, general Benin —se atrevió a decir Miles—, le felicito por haber resuelto un asesinato tan complicado.

Benin parpadeó.

—Coronel Benin —corrigió.

—Eso es lo que usted cree. —Miles flotó hacia adelante y se acomodó en el asiento más agradable que encontró, junto a una ventana.

—No creo que haya visto esta cámara de audiencias en toda mi vida —le susurró el coronel Vorreedi a Miles mientras miraba todo a su alrededor—. No se usa para ceremonias diplomáticas ni públicas.

No habían ido a parar a un pabellón sino a un edificio bajo y cerrado en el cuadrante norte del Jardín Celestial. Los tres barrayareses habían pasado una hora en una antecámara tratando de descansar el cuerpo mientras por dentro crecía la tensión. Los atendía una docena de ghemguardias amables y solícitos, que se ocupaban de todas sus necesidades físicas, pero se negaban a atender cualquier pedido de comunicación con el exterior. Benin se había marchado con las haut Pel y Nadina. En vista de la compañía cetagandana que los rodeaba, Miles no había informado a Vorreedi. Se había limitado a intercambiar algunas frases en voz baja con su superior.

La habitación le recordaba a Miles la Cámara Estrella: sencilla, adornos superfluos, deliberadamente serena, de sonidos bajos, pintada en tonos frescos de azul. Las voces tenían una cualidad sorda que sugería que la habitación estaba encerrada en un cono de silencio. Los dibujos del suelo traicionaban la presencia de una gran mesa para comuconsola y asientos que se elevaban en caso de reuniones importantes. Por ahora, sin embargo, todos estaban de pie.

Había otro huésped esperando y Miles levantó las cejas, sorprendido. Ahí estaba lord Yenaro, de pie junto a un ghemguardia de uniforme rojo terracota. Yenaro parecía pálido; unas ojeras violáceas y oscuras le rodeaban los ojos, como si no hubiera dormido en tres días. Llevaba la misma ropa negra que le había visto Miles. en la exposición de bioestética, pero ahora aparecía toda arrugada y ajada. El ghemlord abrió mucho los ojos cuando vio a Miles y a Iván. Volvió la cabeza y trató de no mirarles. Miles le hizo un gesto alegre con el brazo y consiguió que Yenaro le devolviera el saludo de mala gana. El gesto le provocó un terrible dolor de cabeza entre las cejas.

Pero entonces, empezaron a pasar cosas, mejor dicho a llegar personas, y Miles se olvidó al instante del dolor.

Primero entró el ghemcoronel Benin, que se instaló y despidió a los guardias. Lo seguían las haut Pel, Nadina y Rian en sus sillas flotantes, con las pantallas desconectadas. Las tres se acomodaron a un costado de la habitación. Nadina había escondido el extremo cortado del cabello entre el vestido. Era la ropa que Pel le había entregado: no se había cambiado. Todas habían estado encerradas informando a los hombres y seguramente la reunión había transcurrido en el nivel más alto posible, porque poco después entró una figura conocida y los guardias se apostaron en el corredor exterior.

De cerca, el emperador haut Fletchir Giaja parecía más alto y más delgado que cuando Miles lo había visto de lejos en las ceremonias fúnebres. También parecía más viejo, a pesar del cabello negro. Por el momento, llevaba ropa informal, siempre dentro de los estándares imperiales: apenas una media docena de capas de tela blanca sobre la malla masculina holgada, pero el blanco era cegador, como correspondía a su papel como primer afectado por la tragedia de la muerte de la emperatriz.

A Miles no le asustaban los emperadores, pero Yenaro casi se tambaleó como si fuera a desmayarse y hasta Benin se movía con extrema formalidad frente a Fletchir. Miles se había criado como hermano adoptivo del emperador Gregor y en algún lugar de su mente el término emperador estaba relacionado con una definición como alguien con quien jugar al escondite. En el contexto de Cetaganda, esas suposiciones podían ser algo así como un campo psicológico minado. Ocho planetas y mayor que papá, se recordó Miles, tratando de inculcarse una deferencia apropiada frente a la ilusión de poder que pretendía suscitar la parafernalia imperial. En un extremo de la habitación, una silla se elevó del suelo para recibir lo que Gregor hubiera llamado sardónicamente El Culo Imperial. Miles se mordió los labios.

Por lo visto, iba a ser una audiencia muy privada, porque Giaja dirigió una indicación a Benin para que se acercara y le habló en voz baja. Benin despidió al guardia de Yenaro. Sin él, quedaron sólo los tres barrayareses, las dos consortes planetarias, además de Rian, Benin, el emperador y Yenaro. Nueve, el quórum tradicional para un juicio.

Bueno, siempre era mejor que enfrentarse a Illyan. Tal vez el haut Fletchir Giaja no solía utilizar el sarcasmo como arma dialéctica. Pero cualquier pariente de esas mujeres haut tenía que ser peligroso e inteligente. Miles tragó saliva para ahogar un estallido de explicaciones y balbuceos. Espera que te hablen primero, muchacho.

Rian parecía pálida y grave, pero eso no significaba nada: Rian siempre parecía pálida y grave. Una última punzada de deseo se convirtió en una brasa furtiva y pequeña en el corazón de Miles, una brasa secreta y enquistada como un tumor. Pero todavía temía por ella. Ese miedo le enfriaba el pecho.

—Lord Vorkosigan —rompió el silencio la voz de barítono de Fletchir Giaja, una voz exquisita.

Miles reprimió la tentación de mirar a su alrededor: después de todo no había ningún otro lord Vorkosigan presente; dio un paso adelante y se puso en posición de descanso, como en un desfile.

—Señor.

—Todavía no… no entiendo cuál ha sido su papel en los hechos de los últimos días. Y cómo llegó a desempeñar ese papel.

—Mi papel era el de chivo expiatorio, señor; el gobernador Kety me lo concedió. Pero yo no cumplí con el papel que me asignaron.

El emperador frunció el ceño frente a esa respuesta no del todo directa.

—Explíquese.

Miles miró a Rian.

—¿Todo?

Ella inclinó la cabeza en un gesto casi imperceptible.

Miles cerró los ojos en una plegaria breve y confusa a cualquier dios que estuviera escuchándole, los abrió de nuevo y se lanzó una vez más a la descripción de su primer encuentro con Ba Lura en el vehivaina personal; esta vez, el relato incluía a la Gran Llave. Por lo menos, la escena tenía la ventaja de ser la confesión que le debía a Vorreedi, confesión extraña en un lugar donde el jefe de Seguridad tenía totalmente prohibido reaccionar o hacer comentarios.

Vorreedi, un hombre sorprendente, no dejó traslucir emoción alguna, excepto por un músculo rebelde que le saltaba por encima de la mandíbula.

—En cuanto descubrí a Ba Lura en la rotonda del funeral, degollado —siguió diciendo Miles—, me di cuenta de que mi desconocido oponente me había puesto en la posición lógicamente imposible de tener que negar una negación. Ahora que me habían obligado a meter las manos en la llave falsa mediante el truco de Ba Lura, no había forma de probar que Barrayar no había efectuado el cambio, excepto con el testimonio real del único testigo ocular que ahora estaba frente a mí, en el suelo, muerto. O localizando la Gran Llave verdadera. Y eso fue lo que me propuse. Y si la muerte de Ba Lura no era un suicidio sino un asesinato sumamente complejo que se quería hacer pasar por suicidio, era evidente que alguien de nivel muy alto en la Seguridad del Jardín Celestial estaba cooperando con los asesinos. Eso significaba que no me convenía acercarme a Seguridad Cetagandana y pedir ayuda. Pero después alguien asignó el caso al ghemcoronel Benin, y seguramente le dijo que su carrera se vería muy beneficiada si se conseguía un rápido veredicto de suicidio. Alguien que subestimó completamente las habilidades de Benin como oficial de Seguridad —y sus ambiciones—. A propósito, ¿no fue el ghemgeneral Naru?

Benin asintió; había un leve brillo en su mirada.

—Por la razón que fuera, Naru decidió que el ghemcoronel Benin oficiaría bien de chivo expiatorio. Recurrir a chivos expiatorios se estaba convirtiendo ya en un modus operandi de las operaciones del grupo, como usted sabrá si ya ha interrogado a lord Yenaro… —Miles levantó una ceja y miró a Benin—. Veo que ha dado con lord Yenaro antes que los agentes de Kety. Creo que a pesar de todo, me alegro.

—Tiene toda la razón del mundo —le contestó Benin con tranquilidad—. Lo encontramos anoche… a él y a su alfombra, un objeto muy interesante, por cierto. Su relato fue crucial para que yo respondiera como lo hice cuando llegó la… la súbita explosión de información y demandas de ayuda por parte de su primo…

—Ya veo. —Miles cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra: su posición de descanso se estaba torciendo un tanto. Se frotó la cara porque no parecía el lugar ni el momento más adecuado para rascarse entre las piernas.

—¿Su situación física le exige tomar asiento? —preguntó Benin, repentinamente solícito.

—No se preocupe. —Miles respiró hondo—. La primera vez que el ghemcoronel Benin me interrogó, traté de dirigir su atención hacia las sutilezas de la situación. Por suerte, el ghemcoronel es un hombre sagaz y su lealtad a usted —y a la verdad— tuvo más peso que las veladas amenazas de Naru.

Benin y Miles intercambiaron miradas francas y llenas de agradecimiento.

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