Authors: Noah Gordon
—Es la pobre Sarah —respondió.
El indio grande
Las noches empezaron a ser frías y cristalinas, con estrellas enormes, y luego el cielo estuvo encapotado durante varias semanas seguidas. Antes de que noviembre tocara a su fin llegó la nieve, encantadora y terrible; luego empezó a soplar el viento, esculpiendo el grueso manto blanco, amontonándolo en ventisqueros que desafiaban pero nunca detenían a la yegua. Fue al ver con cuánto coraje reaccionaba ante la nieve cuando Rob J. empezó a quererla realmente.
El frío glacial en la llanura permaneció inalterable durante todo el mes de diciembre y gran parte de enero. Un amanecer, mientras regresaba a su casa después de pasar toda la noche levantado en una vivienda humeante con cinco niños, tres de los cuales tenían crup, tropezó con dos indios que se encontraban en un grave apuro. Reconoció enseguida a los hombres que lo habían escuchado interpretar la viola junto a la cabaña de Nick Holden. Los cuerpos de tres liebres muertas daban testimonio de que habían estado cazando. Uno de los ponis se había caído, rompiéndose una pata delantera a la altura del menudillo, y aprisionando a su jinete, el sauk de la nariz ganchuda y grande. Su compañero, el indio voluminoso, había matado inmediatamente al caballo y le había abierto la panza; luego había logrado arrastrar al hombre herido liberándolo del animal muerto y lo había colocado en la humeante cavidad del caballo para evitar que se congelara.
—Soy médico, tal vez pueda ayudarlo.
No entendía el inglés, pero el indio grande no hizo ningún intento de impedirle examinar al hombre herido. En cuanto buscó a tientas debajo de la andrajosa ropa de piel, resultó evidente que el cazador había sufrido una dislocación posterior de la cadera derecha y que estaba terriblemente dolorido. El nervio ciático estaba dañado porque el hombre tenía el pie colgando, y cuando Rob le quitó el zapato de cuero y lo pinchó con la punta de un cuchillo, no pudo mover los dedos. Los músculos protectores se habían vuelto tan difíciles de manipular como un trozo de madera debido al dolor y al frío glacial, y no había forma de acomodar la cadera inmediatamente.
Rob se sintió desesperado cuando el indio grande montó en su caballo y los abandonó, cruzando la pradera en dirección al límite del bosque, tal vez en busca de ayuda. Rob se quitó una chaqueta apolillada de piel de oveja que el invierno anterior había ganado a un leñador en una partida de póquer, y tapó con ella al paciente; luego abrió su alforja y sacó unas vendas con las que ató las piernas del indio para inmovilizar la cadera dislocada. En ese momento regresó el indio grande arrastrando dos ramas de árbol recortadas, estacas resistentes pero flexibles. Las ató a ambos lados del caballo como si fueran los varales de un carro, y las unió con algunas de sus prendas de piel, formando una camilla transportable. Encima de ella ataron al hombre herido, que debió de sufrir terriblemente mientras era arrastrado aunque la nieve permitió que el viaje fuera más tranquilo que si se hubiera tratado del terreno pelado.
Mientras Rob J. cabalgaba detrás del herido, empezó a caer agua nieve. Avanzaron por el límite del bosque que bordeaba el río. Finalmente el indio guió al caballo hasta un claro entre los árboles y entraron en el campamento de los sauk.
Los tipis de cuero, de forma cónica —cuando Rob J. tuvo ocasión de contarlos descubrió que eran diecisiete—, habían sido montados entre los árboles, donde quedaban protegidos del viento. Los sauk iban bien abrigados. Por todas partes había indicios de la reserva, porque además de cueros y pieles de animales llevaban las ropas desechadas por los blancos, y en varias tiendas se veían cajas viejas de municiones del ejército. Tenían montones de ramas secas para hacer fuego, y del agujero para el humo de cada tipi se elevaban volutas grises. Pero la ansiedad con que las manos cogieron las delgadas liebres no pasó inadvertida para Rob J., y tampoco la expresión angustiada de todos los rostros que vio, porque ya en otras ocasiones había visto personas hambrientas.
El hombre herido fue trasladado a uno de los tipis, y Rob lo siguió.
—¿Alguien habla inglés?
—Yo conozco su idioma.
Resultaba difícil determinar la edad de la persona que había hablado porque llevaba puesto el mismo montón informe de ropa de piel que los demás, y la cabeza cubierta con una capucha de pieles cosidas de ardilla gris, pero la voz era la de una mujer.
—Yo sé cómo curar a este hombre. Soy médico. ¿Sabe lo que es un médico?
—Lo sé.
Sus ojos pardos lo miraron serenamente desde debajo de los pliegues de la piel. La mujer dijo algo en su lengua y los demás indios que estaban en la tienda esperaron, mirando a Rob.
Cogió un poco de leña del montón y preparó el fuego. Al quitarle la ropa al hombre vio que tenía la cadera girada. Levantó las rodillas del indio hasta que estuvieron totalmente flexionadas y luego, por intermedio de la mujer, se aseguró de que unas manos fuertes sujetaran firmemente al hombre. Se puso en cuclillas y colocó su hombro derecho exactamente debajo de la rodilla del costado herido. Luego empujó con todas sus fuerzas, y se oyó el crujido que produjo el hueso al volver a acomodarse en la cavidad de la articulación.
El indio parecía muerto. Durante todo ese tiempo apenas se había quejado, y Rob J. pensó que un trago de whisky y láudano le haría bien.
Pero llevaba ambas medicinas en las alforjas, y antes de que pudiera cogerlas, la mujer había colocado agua en una calabaza, la había mezclado con un polvo que guardaba en una bolsita de gamuza y se la había dado al herido, que bebió ansiosamente. La mujer colocó una mano en cada cadera del hombre y lo miró a los ojos mientras canturreaba algo en su lengua. Mientras la observaba y escuchaba, Rob J. sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Se dio cuenta de que ella era el médico de aquellos indios. O tal vez una especie de sacerdotisa.
En ese momento, la noche en vela y la lucha con la nieve durante las veinticuatro horas anteriores dejaron caer su peso sobre Rob; mareado de cansancio, salió del tipi tenuemente iluminado y se encontró con los sauk que esperaban fuera, salpicados de nieve. Un anciano de ojos legañosos lo tocó con expresión de asombro.
—Cawso wabeskiou!—exclamó el anciano, y los demás repitieron con él—: Cawso Wabeskiou, Cawso Wabeskiou.
La médico—sacerdotisa salió del tipi. Cuando la capucha resbaló de su rostro, Rob vio que no era vieja.
—¿Qué están diciendo?
—Te llaman chamán blanco —respondió ella.
La hechicera le informó que, por motivos que enseguida le parecieron evidentes, el hombre herido se llamaba Waucau—che, Nariz de Aguila.
El nombre del indio grande era Pyawaneawa, Viene Cantando. Mientras Rob J. regresaba a su cabaña se cruzó con Viene Cantando y con otros dos sauk, que debían de haber cabalgado hasta donde estaba el caballo muerto, en cuanto Nariz de Águila quedó en su tienda, para llevarse la carne antes de que los lobos dieran cuenta de ella. Habían cortado el poni muerto en trozos y trasladaban la carne en dos caballos de carga. Pasaron en fila junto a Rob, aparentemente sin mirarlo siquiera como si se tratara de un árbol.
Cuando llegó a su casa, Rob J. escribió en su diario e intentó dibujar a la mujer de memoria; pero por mucho que lo intentó, sólo consiguió una especie de rostro indio genérico, asexuado y famélico. Necesitaba dormir pero no se sintió tentado por su colchón de paja. Sabía que Gus Schroeder tenía espigas secas de sobra para vender, y Alden había mencionado que Paul Grueber tenía un poco de cereal de sobra, separado para venderlo antes de almacenar. Montó a Meg y llevó a Mónica, y esa tarde regresó al campamento sauk y descargó dos sacos de maíz, uno de colinabo y otro de trigo.
La hechicera no le dio las gracias. Simplemente miró los sacos de alimentos y dio unas cuantas órdenes, y las manos ansiosas de los indios los llevaron rápidamente al interior de los tipis, para protegerlos del frío y la humedad. El viento abrió de golpe la capucha de la india. Era una verdadera piel roja: su rostro tenía el matiz del colorete rojizo, y su nariz una protuberancia en el puente y ventanillas casi negroides. Sus ojos pardos eran maravillosamente grandes y su mirada directa.
Cuando le preguntó cómo se llamaba, ella dijo que Makwa-ikwa.
—¿Qué significa?
—La Mujer Oso —respondió ella.
La época fría
Los muñones de los dedos amputados de Gus Schroeder cicatrizaron sin infección. Rob visitaba al granjero tal vez con demasiada frecuencia porque sentía curiosidad por la mujer que habitaba la cabaña de la casa de los Schroeder. Al principio Alma Schroeder se mostró discreta, pero en cuanto se dio cuenta de que Rob J. quería ayudar se mostró maternalmente locuaz con respecto a la joven mujer. Sarah tenía veintidós años y era viuda; hacía cinco años que había llegado a Illinois desde Virginia con su joven esposo, Alexander Bledsoe. Durante dos primaveras, Bledsoe había cortado las malas hierbas rebeldes y profundamente arraigadas, luchando con un arado y una yunta de bueyes para lograr que sus campos fueran lo más grandes posible antes de que, con la llegada del verano, la hierba de la pradera le cubriera la cabeza. Durante el segundo año de su estancia en el Oeste, en el mes de mayo, contrajo la sarna de Illinois, y a continuación la fiebre que lo mató.
—En la primavera siguiente ella intenta arar y sembrar, ella sola —añadió Alma—. Consigue una
kleine
cosecha, corta un poco más de hierba, pero no puede. Simplemente no puede cultivar la tierra. Ese verano nosotros vinimos de Ohio, Gus y yo. Hicimos… ¿cómo lo llaman…? ¿Un acuerdo? Ella entrega sus campos a Gustav, nosotros le suministramos harina de maíz, vegetales. Y leña para el fuego.
—¿Cuántos años tiene la criatura?
—Dos años —repuso Alma Schroeder serenamente—. Ella nunca lo ha dicho, pero nosotros pensamos que Will Mosby era el padre. Los hermanos Will y Frank Mosby vivían río abajo. Cuando vinimos a vivir aquí, Will Mosby pasaba muchísimo tiempo con ella. Estábamos contentos. Por aquí, una mujer necesita un hombre. —Alma suspiró con desdén—. Esos hermanos. No buenos, no buenos. Frank Mosby está huyendo de la ley. Will fue asesinado en una pelea en una taberna, exactamente antes de que llegara el bebé. Un par de meses más tarde, Sarah se puso enferma.
—No tiene mucha suerte.
—Ninguna suerte. Está muy enferma. Dice que se está muriendo de cáncer. Tiene dolores de estómago; le duele tanto que no puede… ya sabe… retener el agua.
—¿También ha perdido el control de los intestinos?
Alma Schroeder se ruborizó. Hablar de un bebé nacido fuera del matrimonio era una simple observación sobre las extravagancias de la vida, pero no estaba acostumbrada a hablar de las funciones fisiológicas con ningún hombre que no fuera Gus, ni siquiera con un médico.
—No. Sólo del agua… Quiere que me quede con el pequeño cuando ella se vaya. Nosotros ya tenemos cinco que alimentar…—Lo miró fija mente—. ¿Puede darle algún medicamento para el dolor?
Una persona enferma de cáncer podía escoger entre el whisky o el opio. No existía nada que ella pudiera tomar, y seguir cuidando de su hijo. Pero cuando se marchó de casa de los Schroeder se detuvo junto a la cabaña cerrada y aparentemente sin vida.
—Señora Bledsoe —llamó.
Golpeó la puerta.
No obtuvo respuesta.
—Señora Bledsoe. Soy Rob J. Cole. Soy médico.
Volvió a golpear.
—¡Váyase!
—Le he dicho que soy médico. Tal vez pueda hacer algo.
—Váyase. Váyase. Váyase.
A finales del invierno su cabaña empezó a tener aspecto de hogar. Cada vez que iba a algún sitio compraba cosas para la casa: una olla de hierro, dos tazas de hojalata, una botella de color, un cuenco de barro, cucharas de madera. Algunas cosas las compraba. Otras las aceptaba como pago, que era el caso del par de las viejas pero útiles mantas hechas con retazos de varios colores; colgó una en la pared norte, para reducir la corriente de aire, y usó la otra para abrigarse en la cama que le había hecho Alden Kimball. Este también le hizo un taburete de tres patas y un banco bajo para poner delante de la chimenea, y exactamente antes de que comenzaran las nevadas había arrastrado hasta la cabaña un trozo de sicómoro de un metro aproximadamente, y lo había colocado de pie. Clavó al tronco un trozo de madera, sobre el que Rob extendió una manta vieja de lana. Se sentaba ante esa mesa como si fuera un rey, en el mejor mueble de la casa: una silla con asiento de corteza trenzada de nogal; allí comía o leía sus libros y periódicos antes de irse a la cama, iluminado por la luz vacilante de un trapo que ardía en un plato con grasa. La chimenea, construida con piedras del río y arcilla, mantenía caliente la cabaña. Encima de ella se veían sus rifles, colocados en ganchos, y de las vigas había colgado manojos de hierbas, ristras de cebollas y ajos, hilos con rodajas secas de manzana, embutido y un jamón ahumado. En un rincón guardaba herramientas: una azada, un hacha, una roturadora, una horca de madera, todas hechas con diferentes grados de habilidad.
De vez en cuando tocaba la viola de gamba. La mayor parte del tiempo estaba demasiado cansado para tocar él solo. El 2 de marzo llegó a la oficina de la diligencia, en Rock Island, una carta y una provisión de azufre remitidas por Jay Geiger. En la carta decía que la descripción que Rob J. había hecho de las tierras de Holden’s Crossing era más de lo que él y su esposa habían esperado. Le había enviado a Nick Holden un giro para cubrir el depósito sobre la propiedad, y se haría cargo de los futuros pagos a la oficina del catastro. Por desgracia, los Geiger no pensaban trasladarse a Illinois hasta que hubiera pasado un tiempo; Lillian estaba embarazada otra vez, “un acontecimiento inesperado que, aunque nos llena de dicha, retrasará nuestra partida de este lugar”. Esperarían hasta que su segundo hijo tuviera edad suficiente para sobrevivir al traqueteo del viaje por la pradera.
Rob J. leyó la carta con una mezcla de sentimientos. Estaba encantado de que Jay confiara en su recomendación con respecto a la tierra y de que algún día se convirtiera en su vecino. Pero le desesperaba que ese día aún no estuviera a la vista. Habría dado cualquier cosa por poder sentarse con Jason y Lillian y tocar una música que lo consolara y transportara su alma. La pradera era una cárcel enorme y silenciosa, y la mayor parte del tiempo estaba solo en ella.