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Authors: Noah Gordon

Chamán (15 page)

BOOK: Chamán
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Se arrodilló y le tocó la mejilla. Sudor frío.

—¿Qué le ocurre, señora?

—El cáncer. Ah.

—¿Dónde le duele, señora Bledsoe?

Sus largos dedos se estiraron como arañas blancas hasta la parte inferior del abdomen, a ambos lados de la pelvis.

—¿Es un dolor agudo o sordo? —siguió preguntando Rob J.

—¡Punzante! ¡Penetrante! Señor. ¡Es… terrible!

Rob J. temió que la mujer no retuviera la orina a causa de una fístula provocada por el parto; en ese caso, no podría hacer nada por ella.

La mujer cerró los ojos porque la prueba constante de su incontinencia la tenía él en la nariz y en los pulmones cada vez que respiraba.

—Debo examinarla.

Sin duda ella se habría negado, pero cuando abrió la boca fue para lanzar un grito de dolor. Cuando él la colocó casi boca abajo, sobre el costado izquierdo y el pecho, con la rodilla y el muslo derechos levantados, notó que ella estaba rígida a causa de la tensión, aunque se mostró dócil. Entonces pudo comprobar que no existía ninguna fístula.

Rob J. tenía en su bolsa un pequeño recipiente con manteca de cerdo que utilizó como lubricante.

—No tiene por qué angustiarse. Soy médico —le dijo, pero ella se puso a llorar, más por humillación que por angustia, mientras el dedo medio de la mano izquierda de Rob J. se introducía en su vagina y la mano derecha palpaba su abdomen. intentó que la punta de su dedo fuera tan eficaz como un ojo; al principio no notó nada mientras se movía y exploraba, pero a medida que se acercaba al hueso púbico encontró algo.

Y una vez más.

Retiró el dedo suavemente, le dio a la mujer un trapo para que se limpiara y fue hasta el arroyo para lavarse las manos.

La condujo hasta la cruda luz del sol que brillaba fuera, y la sentó sobre un tocón, con el niño entre los brazos.

—Usted no tiene cáncer. —Deseó poder detenerse en ese punto—.

Tiene cálculos en la vejiga.

—¿No voy a morir?

El se limitó a decir la verdad.

—Con un cáncer tendría muy pocas posibilidades. Con cálculos en la vejiga, las posibilidades son razonables.

Le explicó que en la vejiga se formaban unas piedras minerales, causadas tal vez por una dieta invariable y una diarrea prolongada.

—Sí. Tuve diarrea durante mucho tiempo después de que naciera mi hijo. ¿Existe algún medicamento?

—No, no existe ningún medicamento que disuelva las piedras. Las piedras pequeñas a veces se eliminan con la orina, y a menudo tienen bordes afilados que pueden desgarrar el tejido. Creo que por eso su orina estaba mezclada con sangre. Pero usted tiene dos piedras grandes, demasiado grandes para eliminarlas.

—¿Entonces tendrá que abrirme? Por favor… —dijo con voz temblorosa.

—No. —Rob J. vaciló, pensando cuánto debía saber la mujer. Parte del juramento hipocrático que él había hecho decía: “No abriré a una persona que sufra de cálculos”. Algunos carniceros pasaban por alto el juramento y abrían igualmente, practicando un corte profundo en el perineo, entre el ano y la vulva o el escroto, para abrir la vejiga y acceder a las piedras. Algunas víctimas se recuperaban con el tiempo, muchas morían a causa de una peritonitis, y otras quedaban mutiladas de por vida porque quedaba seccionado un músculo del intestino o de la vejiga—. Introduciré en la vejiga un instrumento quirúrgico a través de la uretra, el estrecho canal por el que pasa la orina. El instrumento se llama litotrito. Tiene dos pequeñas tenazas de acero, como mandíbulas, con las cuales se quitan o se deshacen las piedras.

—¿Es doloroso?

—Sí, sobre todo cuando se inserta el litotrito y cuando se retira.

Pero el dolor sería menos intenso que el que sufre ahora. Si el procedimiento tuviera éxito, usted quedaría totalmente curada. —Resultaba difícil admitir que el mayor peligro consistía en que su técnica podía resultar inadecuada—. Si al intentar coger la piedra con las mandíbulas del litotrito pellizcara la vejiga y la rompiera, o si desgarrara el peritoneo, sería muy probable que usted muriera a causa de la infección.

—Al estudiar su rostro arrugado vio algunos destellos que le revelaron a una mujer más joven y bonita—. Usted tiene que decidir si debo intentarlo.

A causa de la agitación apretó al niño con demasiada fuerza, haciendo que se echara a llorar nuevamente.

Por eso a Rob J. le llevó unos segundos comprender lo que ella había susurrado.

“Por favor”.

Sabía que necesitaría ayuda para llevar a cabo la litotomía. Recordó la rigidez de la señora Bledsoe durante el reconocimiento y supo instintivamente que su ayudante debería ser una mujer; dejó a su paciente, cabalgó hasta la granja más cercana y habló con Alma Schroeder.

—¡Oh, no puedo! ¡Jamás! —La pobre Alma se puso pálida. Su consternación se vio agravada por su auténtico cariño por Sarah—. Oh, doctor Cole, por favor, no puedo.

Cuando se dio cuenta de que Alma era sincera, le aseguró que su actitud no la rebajaba. Algunas personas no soportaban ver una operación, simplemente.

—Está bien, Alma. Encontraré a otra persona.

Mientras se alejaba en su caballo intentó pensar en alguna mujer del distrito que pudiera ayudarlo, pero rechazó las pocas posibilidades que se le ocurrieron.

Ya estaba harto de llantos; lo que necesitaba era una mujer inteligente, con brazos fuertes, una mujer con un espíritu que le permitiera mantenerse impertérrita ante el sufrimiento.

A mitad de camino de su casa hizo girar su caballo y cabalgó en dirección al poblado indio.

17

Hija del Mide'wiwin

Cuando Makwa se permitió pensar en el asunto, recordó los tiempos en que sólo unos pocos llevaban ropas de blancos, cuando una camisa harapienta o un vestido roto eran una medicina poderosa porque todos usaban ante curtido y ablandado, o pieles de animales. Cuando ella era una niña —en aquel entonces la llamaban Nishwri Kekawi, Dos Cielos—, en Sauk-e-nuk al principio había muy pocos blancos
mookamonik
, que afectaran sus vidas.

En la isla había una guarnición del ejército, instalada después de que los oficiales de St. Louis encontraran a algunos mesquakie y sauk borrachos y los obligaran a firmar un documento cuyo contenido no pudieron leer cuando estuvieron sobrios. El padre de Dos Cielos era Ashtibugwa—gupichee, Búfalo Verde. El le contó a Dos Cielos y a su hermana mayor, Meci-ikwawa, Mujer Alta, que cuando se construyó el puesto del ejército los Cuchillos Largos destruyeron los mejores arbustos de bayas del Pueblo. Búfalo Verde pertenecía al clan Oso, un linaje adecuado para el mando, pero él no sentía deseos de ser cacique ni hechicero. A pesar de su nombre sagrado (le pusieron ese nombre por el manitú) era un hombre sencillo, respetado porque obtenía buenas cosechas de sus campos. En su juventud había combatido a los iowa y había vencido. No era como algunos, que siempre alardeaban, pero cuando su tío Winnawa, Cuerno Corto, murió, Dos Cielos supo algunas cosas de su padre. Cuerno Corto fue el primer sauk que ella había conocido que murió bebiendo el veneno que los blancos llamaban whisky de Ohio, y que el Pueblo llamaba agua de pimienta. Los sauk enterraban a sus muertos, a diferencia de otras tribus que simplemente levantaban el cuerpo hasta la horquilla de un árbol. Cuando introdujeron a Cuerno Corto en la tierra, el padre de Dos Cielos golpeó el borde de la tumba con su
pucca-maw
blandiendo violentamente el garrote de batalla.

—He matado tres hombres en la guerra y entrego los tres espíritus a mi hermano, que yace aquí, para que le sirvan como esclavos en el otro mundo —dijo, y así fue como Dos Cielos se enteró de que su padre había sido guerrero en otros tiempos.

Su padre era bondadoso y trabajador. Al principio él y su madre, Ma tapya, Unión de Ríos, cultivaban dos campos de maíz, calabazas y calabacines, pero cuando el Consejo vio que él era un buen agricultor le dio dos campos más. El problema comenzó cuando Dos Cielos cumplió diez años, momento en que llegó un
mookamon
llamado Hawkins y construyó una cabaña en el campo contiguo a aquel en que su padre tenía el maíz. El campo en el que se instaló Hawkins había sido abandonado después de que muriera el que lo cultivaba, Wegu—wa, Bailarín Shawnee, y el Consejo no había llegado a ceder nuevamente la tierra.

Hawkins llevó caballos y vacas. Los campos cultivados sólo estaban separados por vallas de maleza y setos vivos, y los caballos entraban en el campo de Búfalo Verde y se comían el maíz. Búfalo Verde cogió los caballos y se los llevó a Hawkins, pero a la mañana siguiente los animales estaban otra vez en el campo de maíz. Se quejó, pero el Consejo no sabía qué hacer, porque habían llegado otras cinco familias y se habían instalado también en Rock Island, en unas tierras que habían sido cultivadas por los sauk durante más de cien años.

Búfalo Verde resolvió encerrar el ganado de Hawkins en su propia tierra en lugar de devolvérselo, y de inmediato fue visitado por el negociante de Rock Island, un blanco llamado George Davenport. Había sido el primer blanco que había ido a vivir entre los indios, y el Pueblo confiaba en él. Le dijo a Búfalo Verde que le devolviera los caballos a Hawkins, o los Cuchillos Largos lo encarcelarían, y Búfalo Verde hizo lo que le aconsejaba su amigo Davenport.

En el otoño de 1831, los sauk se trasladaron a su campamento de invierno en Missouri, como hacían todos los años. Al llegar la primavera, cuando regresaron a Sauk-e-nuk, descubrieron que las nuevas familias blancas habían ocupado los campos de los sauk, derribando vallas y quemando casas comunales. El Consejo tuvo que tomar medidas, y consultó con Davenport y Felix St. Vrain —el agente indio—, y con el comandante John Bliss, el jefe de los soldados del fuerte. Las reuniones se prolongaron, y entretanto el Consejo cedió otros campos a los miembros de la tribu cuyas tierras habían sido usurpadas.

Un holandés bajo y achaparrado de Pensilvania llamado Joshua Van druff se había apropiado del campo de un sauk llamado Makataime shekiakiak, Halcón Negro. Vandruff empezó a vender whisky a los indios del
hedonoo-te
que Halcón Negro y sus hijos habían construido con sus propias manos. Halcón Negro no era un cacique, pero durante la mayor parte de sus sesenta y tres años había luchado contra los osage, los cheroquí, los chippewa y los kaskaskia. En 1812, cuando estalló la guerra entre los blancos, él había reunido una fuerza de sauk luchadores y había ofrecido sus servicios a los norteamericanos, pero fue rechazado. Ofendido, había hecho la misma oferta a los ingleses, que lo trataron con respeto y se ganaron sus servicios durante la guerra, dándole armas, municiones, medallas y la capa roja que distinguía a los soldados.

Ahora, a medida que se acercaba a la vejez, Halcón Negro veía cómo el whisky se vendía desde su propia casa. Peor aún, era testigo de la corrupción que el alcohol había originado en su tribu. Vandruff y su amigo, B. F. Pike, emborrachaban a los indios y les estafaban pieles, caballos, armas y trampas. Halcón Negro fue a ver a Vandruff y a Pike y les pidió que dejaran de vender whisky a los sauk. Como no le hicieron caso, regresó con media docena de guerreros que arrastraron todos los barriles fuera de la casa comunal, los desfondaron y derramaron el whisky en el suelo.

Vandruff llenó sus alforjas de provisiones para un largo viaje y cabalgó hasta Bellville, la tierra de John Reynolds, gobernador de Illinois. En una declaración al gobernador, juró que los indios sauk se habían desmandado hasta tal punto que se había producido una muerte a puñaladas y grandes daños en las granjas de los blancos. Le entregó al gobernador Reynolds una segunda demanda firmada por B. F. Pike que decía que “los indios pastorean sus caballos en nuestros campos de trigo, disparan a nuestras vacas y ganado, y amenazan con prender fuego a nuestras casas con nosotros dentro”.

Reynolds había sido elegido recientemente y había prometido a sus votantes que Illinois era un sitio seguro para los colonos. Un gobernador que combatiera con éxito a los indios podía soñar con la presidencia.

—Por Dios, señor —le dijo a Vandruff en tono emocionado—, ha dado con el hombre adecuado para hacer justicia.

Llegaron setecientos soldados a caballo y acamparon más abajo de Sauk-e-nuk; su presencia causó nerviosismo y desasosiego. Al mismo tiempo, un barco de vapor que lanzaba humo resoplaba el río Rocky arriba. El barco encalló en algunas de las rocas que daban nombre al río, pero los
mookamonik
lo soltaron y pronto estuvo anclado, y su único cañón apuntado directamente a la población. El jefe guerrero de los blancos, el general Edmund P. Gaines, quiso reunirse con los sauk para hablar. Sentados detrás de una mesa se encontraban el general, el agente indio St. Vrain y el negociante Davenport, que hacía las veces de intérprete. Se presentaron unos veinte sauk destacados.

El general Gaines dijo que el tratado de l803, según el cual se había levantado el fuerte en Rock Island, también había cedido al Gran Padre que estaba en Washington todas las tierras de los sauk que se extendían al este del Mississippi, es decir, cincuenta millones de acres. Les dijo a los estupefactos y perplejos indios que habían recibido rentas vitalicias, y que ahora el Gran Padre que estaba en Washington quería que sus hijos abandonaran Sauk-e-nuk y fueran a vivir al otro lado de Masesibowi, el río grande. El Padre que estaba en Washington les haría un regalo de maíz para ayudarlos a pasar el invierno.

El jefe de los sauk era Keokuk, que sabía que los norteamericanos eran muy numerosos. Cuando Davenport le transmitió las palabras del jefe guerrero blanco, un puño gigantesco apretó el corazón de Keokuk.

Aunque los otros lo miraron esperando que respondiera, él guardó silencio. Pero se puso de pie un hombre que había aprendido bastante bien el idioma mientras luchaba para los ingleses, y habló sin intérprete.

—Nosotros nunca vendimos nuestro país. Nunca recibimos ninguna renta vitalicia de nuestro Padre norteamericano. Conservaremos nuestra población.

El general Gaines vio un indio casi anciano, sin el tocado de cacique. Vestido con ropas de ante manchadas. De mejillas hundidas y frente alta y huesuda. Más gris que negro en la cabellera que dividía en dos su cráneo afeitado. Una nariz enorme semejante a un pico insultante que saltaba entre dos ojos muy separados. Una boca triste sobre una barbilla con hoyuelo que no correspondía a esa cara que parecía un hacha.

Gaines suspiró y miró a Davenport con expresión interrogativa.

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