Authors: Noah Gordon
Aunque él no se movió ni emitió ningún sonido, ella notó que estaba despierto. Se quedó un momento delante de él y se miraron a los ojos. Luego ella se apartó y le dio la espalda. El observó que no lo hacía tanto para ocultar su triángulo oscuro y enredado como para apartar de su vista los símbolos misteriosos de su seno sacerdotal. Pechos sagrados, se dijo maravillado. No había nada sagrado en sus caderas ni en sus nalgas. Tenía huesos grandes, pero Rob se preguntó por qué la llamaban Mujer Oso, dado que por su rostro y su flexibilidad se parecía más a un poderoso gato. No supo adivinar su edad. De repente se vio asaltado por una fantasía en la que la cogía por detrás mientras aferraba una gruesa trenza de pelo negro engrasado en cada mano, como si cabalgara en un sensual caballo humano. Pensó con desconcierto que estaba planificando la forma de convertirse en el amante de la mujer piel roja más maravillosa que cualquier James Fenimore Cooper hubiera sido capaz de imaginar, y se dio cuenta de una vigorosa respuesta física.
El priapismo podía ser una señal inquietante, pero él sabía que la manifestación estaba causada por esta mujer y no por una herida, y por tanto preveía su recuperación.
Se quedó quieto y la observó mientras ella se ponía una prenda de gamuza con flecos. De su hombro derecho colgó una correa compuesta por cuatro tiras de cuero de colores que terminaban en una pequeña bolsa de cuero pintada con figuras simbólicas y un anillo de plumas grandes y brillantes de pájaros desconocidos para Rob; la bolsa y el anillo caían sobre su cadera izquierda.
Un instante después ella salió, y mientras él seguía acostado oyó su voz que subía y bajaba, sin duda entonando una oración.
Heugh! Heugh! Heugh!
, respondían los demás al unísono, y ella cantó un poco más. Rob no tenía la menor idea de lo que le decía a su dios, pero su voz le produjo escalofríos y escuchó atentamente mientras miraba por el agujero del humo las estrellas semejantes a trozos de hielo a las que de algún modo ella había prendido fuego.
Esa noche Rob esperó pacientemente que se apagaran los sonidos de la Danza de la Grulla. Dormitó, se despertó y escuchó, inquieto; esperó un poco más hasta que los sonidos se desvanecieron, disminuyeron las voces hasta que se hizo el silencio, y concluyó la fiesta. Finalmente fue alertado por el sonido que alguien hacía al entrar en la casa, por el crujido de las ropas que se quitaba y dejaba caer al suelo. Un cuerpo se instaló a su lado; las manos se estiraron hasta encontrar el cuerpo de Rob, y las manos de éste tocaron la piel. Todo se llevó a cabo en silencio salvo por la respiración pesada, un gruñido divertido, un siseo. El tuvo que hacer muy poco. No pudo prolongar el placer porque llevaba demasiado tiempo soltero. Ella era experta y hábil; él fue apremiante y rápido, y después quedó decepcionado.
… Como morder un fruto maravilloso y descubrir que no era lo que esperaba.
Mientras hacia inventario en la oscuridad, le pareció que los pechos eran más caídos de lo que recordaba, y sus dedos notaron que eran lisos, sin cicatrices. Rob J. se arrastró hasta el fuego, cogió un leño y agitó el extremo encendido para hacer llama.
Cuando se arrastró otra vez hasta el colchón, provisto de la antorcha, lanzó un suspiro.
El rostro ancho y chato que le sonreía no era en modo alguno desagradable, pero no había visto a aquella mujer en toda su vida.
Por la mañana, cuando Makwa-ikwa regresó a su casa comunal, llevaba otra vez el acostumbrado traje sin forma de tela desteñida, hecha en casa. Era evidente que la fiesta de la Danza de la Grulla había terminado por fin.
Mientras ella preparaba el maíz molido para el desayuno él parecía estar de mal humor. Le dijo que nunca más debía enviarle una mujer; ella respondió con el estilo amable y reservado que sin duda había aprendido de niña, cuando los maestros cristianos le hablaban en tono severo.
La mujer que le había enviado se llamaba Mujer de Humo, le informó. Mientras cocinaba le dijo sin emoción en la voz que ella no podía acostarse con ningún hombre porque en caso de hacerlo perdería sus poderes como hechicera.
Malditas tonterías aborígenes, pensó Rob con desesperación. Aunque era evidente que ella las creía.
Pero reflexionó mientras desayunaban; el áspero café sauk le pareció más amargo que nunca. Sinceramente, sabía con qué rapidez él habría huido de su lado si introducir su pene en ella hubiera significado el fin de su capacidad como médico.
Se sintió obligado a admirar la forma en que ella había manejado la situación, asegurándose de que la pasión de él hubiera quedado aplacada antes de decirle sencilla y honestamente cómo eran las cosas. “Era una mujer muy peculiar”, se dijo Rob, y no por primera vez.
Esa tarde los sauk se apiñaron en el hedonoso—te de Makwa-ikwa. Viene Cantando habló brevemente, dirigiéndose a los otros indios, no a Rob, pero ella traducía.
—El es un hombre —dijo el indio grande. Añadió que Cawso wabeskiou, el chamán blanco, sería por siempre un sauk y un Pelos Largos. Durante el resto de sus días todos los sauk serían hermanos y hermanas de Cawso wabeskiou.
El Hombre Valiente que le había dado un golpe en la cabeza después de que finalizara el partido de pelota y palo, fue empujado hacia adelante y se acercó sonriendo y arrastrando los pies. Se llamaba Perro de Piedra. Los sauk no sabían disculparse pero sí lo que era una compensación. Perro de Piedra le entregó una bolsa de cuero parecida a la que llevaba a veces Makwa-ikwa, pero decorada con cañones de plumas de pájaros carpinteros en lugar de plumas.
Makwa-ikwa le explicó que se usaba para guardar el manojo medicinal, el conjunto de artículos personales sagrados llamados Mee—shome, que nunca debía ver nadie y de los que todos los sauk extraían su fortaleza y poder. Para que pudiera llevar la bolsa, ella le regaló cuatro tendones teñidos —marrón, naranja, azul y negro— y los ató a la bolsa como una correa para que se la colgara del hombro. Las tiras se llamaban trapos Izze, le dijo ella.
—Cuando la lleves, las balas no podrán hacerte daño, y tu presencia ayudará a las cosechas y curará a los enfermos.
Rob J. estaba conmovido y al mismo tiempo incómodo.
—Me siento feliz de ser hermano de los sauk.
Siempre le había resultado difícil expresar su gratitud. Cuando su tío Ronald se había gastado cincuenta libras para comprarle el puesto de ayudante del cirujano del Hospital Universitario para que pudiera adquirir experiencia mientras estudiaba medicina, apenas había logrado darle las gracias. Esta vez no lo hizo mejor. Afortunadamente los sauk tampoco eran dados a las muestras de gratitud ni a las despedidas, y nadie hizo ninguna de ambas cosas cuando él salió, ensilló su caballo y se marcho.
Cuando regresó a su cabaña, al principio se tomó a broma la selección de objetos para su manojo medicinal sagrado. Varias semanas antes había encontrado un diminuto cráneo de animal, blanco, limpio y misterioso, en el suelo del bosque. Pensó que era el de una mofeta; parecía tener el tamaño exacto. Muy bien, pero ¿qué más? ¿El dedo de un niño estrangulado en el momento de nacer? ¿El ojo de un tritón, una pata de rana, unos pelos de murciélago, una lengua de perro? De pronto sintió deseos de componer su manojo medicinal con toda seriedad. ¿Cuáles eran los objetos de su esencia, las claves de su alma, el Mee-shome del que Robert Judson Cole obtenía su poder?
Colocó dentro de la bolsa la reliquia de la familia Cole, el bisturí de acero azul que los Cole llamaban el escalpelo de Rob J., y que siempre pasaba a manos del hijo mayor que se convertía en médico.
¿Qué más podía coger de su vida anterior? Era imposible guardar el aire fresco de las tierras altas en una bolsa. Ni la cálida seguridad de la familia. Sintió deseos de tener un retrato de su padre, cuyos rasgos había olvidado hacía tiempo. Cuando se despidieron, su madre le había dado una Biblia, y por eso la guardaba como un tesoro, pero no la incluiría en su Mee—shome. Sabía que nunca más vería a su madre; tal vez ella ya había muerto. Se le ocurrió hacer su retrato en un papel, ya que aún la recordaba. Cuando puso manos a la obra le resultó fácil hacer el boceto, salvo la nariz; le llevó varias horas de angustia hasta que por fin lo logró. Enrolló el papel, lo ató y lo colocó en la bolsa.
Agregó la partitura que Jay Geiger había copiado para que pudiera interpretar a Chopin en la viola de gamba.
Guardó una pastilla de jabón tosco, símbolo de lo que Oliver Wendell Holmes le había enseñado acerca de la higiene y la cirugía. Eso lo llevó a pensar en otros términos, y después de reflexionar unos instantes quitó todo lo que había puesto en la bolsa, salvo el bisturí y el jabón.
Luego añadió trapos y vendajes, un surtido de drogas y medicinas, y los instrumentos quirúrgicos que necesitaba cuando visitaba a los enfermos en su domicilio.
Cuando concluyó, la bolsa quedó convertida en un maletín de médico que guardaba los artículos e instrumentos de su arte y oficio. Ese era pues el manojo medicinal que le proporcionaba sus poderes, y se sintió sumamente feliz con el regalo con que Perro de Piedra había compensado el golpe asestado a su dura cabeza.
Los cazadores de zorras
La compra de las ovejas fue un acontecimiento importante, porque los balidos eran el último detalle que necesitaba para sentirse en casa. Al principio cuidó las merinas con Alden, pero pronto se dio cuenta de que el jornalero era tan eficaz con las ovejas como con los otros animales, y enseguida él solo empezó a cortar rabos, a castrar corderos machos y a estar al acecho de la roña, como si hubiera sido pastor durante años. Fue una suerte que Rob no tuviera que estar en la granja, porque cuando se corrió la voz de que había un buen médico, los pacientes lo obligaron a recorrer distancias cada vez más grandes. Supo que pronto tendría que limitar el área de su actividad profesional porque el sueño de Nick Holden se estaba materializando, y a Holden’s Crossing seguían llegando nuevas familias.
Una mañana Nick pasó para ver el rebaño, al que calificó de apestoso, y se quedó “para hablarte de algo prometedor. Un molino de grano”.
Uno de los recién llegados era un alemán llamado Pfersick, un molinero de Nueva Jersey. Pfersick sabía dónde podía comprar el equipo para un molino, pero no tenía capital.
—Bastaría con novecientos dólares. Yo pondré seiscientos por el cincuenta por ciento del capital. Tú pondrás trescientos por el veinticinco por ciento, yo te adelantaré lo que necesites; y a Pfersick le daremos el veinticinco por ciento restante por hacer funcionar el negocio.
Rob había devuelto a Nick menos de la mitad del dinero que le debía, y detestaba tener deudas.
—Tú pones todo el dinero. ¿Por qué no te quedas con el setenta y cinco por ciento?
—Quiero que te hagas tan rico que no sientas la tentación de marcharte. Para una ciudad eres una mercancía tan valiosa como el agua.
Rob J. sabía que era verdad. Cuando fue con Alden a Rock Island a comprar el ganado, vio un prospecto que Nick había distribuido en el que se describían las diversas ventajas de instalarse en Holden’s Crossing, entre las que la presencia del doctor Cole ocupaba un papel destacado. Consideró que participar en el negocio del molino no comprometería su situación como médico, y al final aceptó.
—¡Socios! —exclamó Nick.
Se estrecharon la mano para sellar el trato. Rob rechazó el enorme cigarro de celebración: el uso de puros largos y baratos para administrar nicotina por vía anal había anulado su gusto por el tabaco. Cuando Nick lo encendió, Rob le dijo que parecía un perfecto banquero.
—Lo seré antes de lo que crees, y tú te enterarás antes que nadie.
—Nick lanzó el humo hacia arriba con aire satisfecho—. Este fin de se mana voy a Rock Island a cazar zorras. ¿Te gustaría acompañarme?
—¿A cazar zorras? ¿En Rock Island?
—No, no lo que tú te imaginas. Miembros de la secta femenina. ¿Qué dices, compañero?
—No voy a los burdeles.
—Estoy hablando de escoger mercancía privada.
—Bueno, te acompañaré —respondió Rob J.
Había intentado hablar en tono indiferente, pero sin duda hubo algo en su voz que dio a entender que no trataba esas cuestiones a la ligera, porque Nick Holden sonrió burlonamente.
La Casa Stephenson reflejaba la personalidad de una ciudad del río Mississippi en la que atracaban mil novecientos buques de vapor al año, y por la que a menudo pasaban flotando armadías de medio kilómetro de largo. Cuando los barqueros y los leñadores tenían dinero, el hotel estaba atestado y a menudo se producían escenas de violencia.
Nick Holden había reservado un sitio que era a un tiempo costoso y privado una suite de dos dormitorios separados por una sala de estar y comedor. Las mujeres eran primas, ambas se apellidaban Dawber, y estaban encantadas de que sus clientes fueran profesionales. La chica de Nick se llamaba Lettie; la de Rob, Virginia. Eran menudas y alegres como gorriones, pero compartían un estilo malicioso que a Rob le produjo dentera. Lettie era viuda. Virginia le dijo que nunca se había casado, pero esa noche, cuando él se familiarizó con el cuerpo de la mujer, se dio cuenta de que había tenido hijos.
A la mañana siguiente, cuando los cuatro se encontraron para desayunar, las dos mujeres hablaron en susurros y rieron tontamente. Virginia debió de comentarle a Lettie lo del preservativo al que Rob llamaba Viejo Cornudo, y Lettie debió de contárselo a Nick porque cuando cabalgaban de regreso a casa, Nick lo mencionó y lanzó una carcajada.
—¿Para qué molestarse en usar esas malditas cosas?
—Bueno, por las enfermedades —dijo Rob en tono suave—. Y para evitar la paternidad.
—Pero estropea el placer.
¿Había sido tan placentero? Rob sabía que su cuerpo y su espíritu habían quedado aliviados, y cuando Nick le dijo que había disfrutado con la compañía, él dijo que también, y estuvo de acuerdo en que tenían que salir otra vez a cazar zorras.
Cuando volvió a pasar por la casa de los Schroeder vio a Gus en un prado, trabajando con la guadaña a pesar de que le faltaban dos de dos, y se saludaron. Sintió la tentación de pasar de largo por la cabaña de los Bledsoe porque la mujer había dejado claro que lo consideraba un intruso, y sólo de pensar en ella se ponía de mal humor. Pero en el último momento guió a su caballo hasta el claro y desmontó.
Al llegar a la cabaña detuvo su mano antes de que sus nudillos golpearan la puerta, porque oyó claramente los gemidos del niño y unos roncos gritos de adulto. Sonidos espantosos. Cuando intentó abrir la puerta, descubrió que no estaba echada la llave. El olor del interior resultó impresionante, y a pesar de la luz mortecina vio que Sarah Bledsoe se hallaba tendida en el suelo. Junto a ella estaba sentado el niño, con el rostro húmedo y torcido por un terror tan desmesurado ante este último golpe —la visión de ese gigantesco desconocido— que de su boca abierta no salió ningún sonido. Rob J. quiso coger al niño y consolarlo, pero la mujer volvió a gritar y se dio cuenta de que debía concentrarse en ella.