Authors: Noah Gordon
Preguntas y respuestas
Instituto Religioso Estrellas y Barras
Avenida Palmer, 282.
Chicago, Illinois
18 de mayo de 1852
Doctor Robert J. Cole Holden’s Crossing, Illinois
Estimado doctor Cole:
Hemos recibido su carta en la que nos pregunta sobre el paradero y la dirección del reverendo Ellwood Patterson. Lo lamentamos, pero no podemos ayudarlo en esta cuestión.
Como usted seguramente sabe, nuestro Instituto está al servicio de las iglesias y de los trabajadores norteamericanos de Illinois, y lleva el mensaje de Dios a los honestos nativos de este Estado. El año pasado el señor Patterson se puso en contacto con nosotros y se ofreció como voluntario para ayudar a nuestros sacerdotes, lo que dio como resultado la visita a su población y a su iglesia. Pero posteriormente se mudó de Chicago y no tuvimos más noticias sobre su paradero.
Tenga la seguridad de que si esta información llega a nuestras manos, se la enviaremos. Entretanto, si existiera algún asunto en el que pudiera ayudarlo cualquiera de los fantásticos ministros de Dios que están asociados con nosotros, o algún problema teológico en el que pu diera ayudarlo personalmente, no dude en ponerse en contacto conmigo.
Suyo en Cristo,
Oliver G. Prescott,
doctor en teología,
Director del Instituto Religioso
Estrellas y Barras
La respuesta era más o menos la que Rob J. esperaba. Inmediata mente se puso a escribir, en forma de carta, un informe objetivo del asesinato de Makwa-ikwa. En la carta informaba de la presencia de tres forasteros en Holden’s Crossing. Agregó que al practicar la autopsia había encontrado muestras de piel humana debajo de tres uñas de Makwa, y habló de la circunstancia de que el doctor Barr había atendido al reverendo Ellwood R. Patterson la misma tarde del asesinato por tres graves arañazos en la cara.
Envió cartas idénticas al gobernador de Illinois en Springfield, y a los senadores de su Estado en Washington. Luego se obligó a enviar una tercera copia al diputado de su Estado y la dirigió formalmente a Nick Holden.
Solicitaba a las autoridades que utilizaran sus recursos para localizar a Patterson y a sus dos acompañantes, y que investigaran cualquier relación entre ellos y la muerte de Mujer Oso.
En la reunión de junio de la Asociación de Médicos había un invitado, un médico llamado Naismith procedente de Hannibal, Missouri.
Mientras conversaban en tono informal, antes de la reunión en la que hablarían de temas profesionales, mencionó un pleito presentado en Missouri por un esclavo que solicitaba convertirse en hombre libre.
—Antes de la guerra de Halcón Negro, el doctor John Emerson fue destinado como cirujano a Illinois, al fuerte Armstrong. Tenía un negro llamado Dred Scott, y cuando el gobierno abrió para el asentamiento de poblaciones las tierras que habían sido de los indios, él re clamó una parcela en lo que entonces se llamaba Stephenson y ahora se conoce como Rock Island. El esclavo construyó una choza en esas tierras y vivió allí varios años para que su amo pudiera ser reconocido como colono.
“Cuando el cirujano fue trasladado a Wisconsin, Dred Scott se fue con él y luego regresaron juntos a Missouri, donde el médico murió. El negro intentó comprar su libertad y la de su esposa y sus dos hijas a la viuda. Por los motivos que fuera, la señora Emerson se negó a vendérsela. Así que el negro bribón y descarado solicitó su libertad ante los tribunales, afirmando que durante años había vivido como un hombre libre en Illinois y en Wisconsin.
Tom Beckermann lanzó una risotada.
—¡Un negro presentando una demanda!
—Bueno-intervino Julius Barton-, me parece que su demanda es legítima. La esclavitud es ilegal tanto en Illinois como en Wisconsin.
El doctor Naismith siguió sonriendo.
—Ah, pero por supuesto él había sido vendido y comprado en Missouri, un Estado esclavista, y había regresado allí.
Tobías Barr pareció reflexionar.
—¿Cuál es su opinión sobre el tema de la esclavitud, doctor Cole?
—Yo opino -dijo Rob J. en tono cauteloso- que está muy bien que un hombre posea una bestia si la cuida y le proporciona suficiente alimento y agua. Pero no creo que sea correcto que un ser humano posea otro ser humano.
El doctor Naismith hizo todo lo posible por mostrarse amable.
—Señores, me alegro de que sean mis colegas, y no abogados o jueces de los tribunales.
El doctor Barr asintió al ver la evidente reticencia del hombre a en tablar una discusión desagradable.
—¿En Missouri han tenido muchos casos de cólera este año, doctor Naismith?
—De cólera no, pero hemos tenido muchos de lo que alguien ha llamado la peste del frío -respondió el doctor Naismith.
Empezó a describir la aparente etiología de la enfermedad, y el resto de la reunión estuvo dedicado a hablar de cuestiones médicas.
Varias tardes después, Rob J. pasaba delante del convento de las hermanas de San Francisco de Asís y, sin haberlo decidido de antemano, hizo girar el caballo en el camino de entrada.
Esta vez su aparición fue divisada con tiempo, y una monja joven salió corriendo del jardín y se escabulló en el interior. La madre Miriam Ferocia le ofreció la silla del obispo con una sonrisa serena.
—Tenemos café -anunció como indicándole que no siempre era así-. ¿Le apetece una taza?
El no tenía intención de consumir las provisiones del convento, pero algo en el rostro de ella le hizo aceptar agradecido la invitación.
Llegó el café, negro y caliente. A él le pareció fuerte y con sabor a viejo, como la religión.
—No tenemos leche-dijo la madre Miriam Ferocia alegremente-.
Dios aún no nos ha enviado una vaca.
Cuando Rob J. le preguntó cómo iban las cosas en el convento, ella respondió con cierta rigidez que sobrevivían muy bien.
—Hay una forma de que puedan ingresar dinero en el convento.
—Siempre es sensato escuchar cuando alguien habla de dinero.
—Ustedes son una orden de enfermeras que no tienen dónde atender a los enfermos. Yo tengo pacientes que necesitan cuidados de enferme ras. Algunos de ellos pueden pagar.
Pero no obtuvo mejor respuesta que la primera vez que planteó el tema. La madre superiora hizo una mueca.
—Somos hermanas de la caridad.
—Algunos pacientes no pueden pagar nada. Si los atienden harán caridad. Y con lo que saquen de los que pueden pagar, mantendrán el convento.
—Cuando el Señor nos proporcione un hospital en el que podamos atender a los enfermos, los atenderemos.
Rob J. se sintió frustrado.
—¿Puede explicarme por qué no permite que sus monjas atiendan pacientes en sus domicilios?
—No. Usted no lo entendería.
—Haga la prueba.
Pero la Feroz Miriam se limitó a esbozar una sonrisa glacial.
Rob J. suspiró y se tragó el amargo brebaje.
—Hay otra cuestión.
Le habló de los pocos datos que había reunido hasta ese momento, y de sus esfuerzos por enterarse del paradero de Ellwood Patterson.
—No sé si ha oído hablar de ese hombre.
—Del señor Patterson, no. Pero he oído hablar del Instituto Religioso Estrellas y Barras. Una organización anticatólica respaldada por una sociedad secreta que sustenta el Partido Americano. Se llama Orden Suprema de la Bandera Estrellada.
—¿Cómo se enteró de la existencia de esa Orden…?
—… Suprema de la Bandera Estrellada. La llaman OSBE.-Lo miró fijamente-. La Madre Iglesia es una vasta organización. Tiene sus formas de conseguir información. Nosotros ponemos la otra mejilla, pero sería una tontería no averiguar de qué lado vendrá el próximo golpe.
—Tal vez la Iglesia pueda ayudarme a encontrar a este Patterson.
—Tengo la impresión de que para usted es importante.
—Creo que mató a una amiga mía. No se le debe permitir que mate a otras.
—¿No puede dejar eso en manos de Dios? -preguntó la madre superiora serenamente.
—No.
Ella suspiró.
—No es probable que lo encuentre gracias a mí. A veces una averiguación sólo supera uno o dos eslabones de la infinita cadena de la Iglesia. A menudo uno pregunta, y nunca más oye hablar del tema.
Pero lo intentaré.
Cuando salió del convento, Rob J. fue hasta la granja de Daniel Rayner, donde se ocupó sin éxito de la espalda torcida de Lydia-Belle Rayner, y luego continuó hasta la granja de cabras de Lester Shedd.
Este había estado al borde de la muerte por una inflamación en el pecho, y era un excelente ejemplo de por qué las atenciones de las monjas podrían ser inestimables. Pero Rob J. había ido a visitar a Lester con la mayor frecuencia posible durante parte del invierno y toda la prima vera, y con el enorme esfuerzo de la señora Shedd había logrado devolverle la salud.
Cuando Rob J. anunció que ya no eran necesarias sus visitas, Shedd se sintió aliviado, pero le resultó incómodo plantear el tema de los honorarios del médico.
—¿No tiene por casualidad una buena cabra que dé leche? -se oyó decir casi azorado.
—Ahora no da leche, porque es demasiado joven, pero es una pequeña maravilla. Dentro de un par de meses la haré montar por uno de mis machos. ¡Y cinco meses después dará litros de leche!
Rob J. se llevó al remiso animal atado a su caballo y fue con él hasta el convento.
La madre Miriam le dio las gracias varias veces, aunque observó en tono cáustico que cuando él volviera, siete meses después, tendría nata para el café, como acusándolo de haber hecho el regalo para satisfacer sus propios deseos egoístas.
Pero Rob vio que a la mujer le brillaban los ojos. Cuando sonrió, su rostro duro y severo adquirió dulzura y suavidad. Rob J. regresó a casa convencido de que había empleado bien el día.
Dorothy Burnham siempre había considerado al joven Robert Cole como un alumno inteligente y ávido de aprender. Al principio quedó desconcertada por las bajas calificaciones que vio junto a su nombre en la libreta del señor Byers, y luego se enfureció porque el chico poseía una inteligencia excepcional y era evidente que había sido tratado de manera injusta.
No tenía absolutamente ninguna experiencia con niños sordos, pero era una maestra concienzuda que se enorgullecía de tener una oportunidad.
Cuando le llegó el momento de alojarse en casa de los Cole durante dos semanas, esperó la ocasión adecuada para hablar con el doctor Cole a solas.
—Se trata de la forma de hablar de Robert -explicó, y al verlo asentir se dio cuenta de que contaba con su más viva atención-. Tenemos la suerte de que habla con claridad. Pero como usted sabe, hay otros problemas.
Rob J. volvió a asentir.
—Su pronunciación es inexpresiva y apagada. Le he sugerido que varíe los tonos, pero… -Sacudió la cabeza-. Creo que habla de una forma monótona porque ha olvidado cómo suena la voz humana, cómo se eleva y desciende. Y creo que tal vez podamos recordárselo -concluyó ella.
Dos días más tarde, con la autorización de Lillian, la maestra llevó a Chamán a casa de los Geiger después de salir de la escuela. Le hizo quedarse de pie junto al piano, con la palma de la mano apoyada en la caja de madera. Mientras aporreaba la primera tecla de los bajos conto das sus fuerzas y seguía haciéndolo para que vibrara en toda la caja de resonancia y en la mano del chico, lo miró y entonó:
—Nues…!-La mano derecha de ella permanecía con la palma hacia arriba en la parte superior del piano.
Tocó la siguiente tecla.
—Tra es…!
Levantó ligeramente la mano derecha.
Y la siguiente:
—… cue!
Y levantó la mano un poco más.
Nota a nota recorrió la escala ascendente, pronunciando con cada nota una parte de la letra que había enseñado en la clase: “Nues-tra es cue-la es co-lo-sal!”, y lo mismo hizo con la escala descendente: “Y ve ni-mos a a-pren-der!”.
Tocó las escalas una y otra vez, permitiéndole al niño que se acostumbrara a las diferencias de las vibraciones que llegaban a su mano, y asegurándose de que veía el gradual ascenso y descenso de su mano con cada nota.
Entonces le dijo que cantara la letra que ella le había puesto a las es calas, no sólo articulándolas en silencio como solía hacer en la escuela.
El resultado estuvo lejos de ser musical, pero la señorita Burnham no pretendía obtener música. Quería que Chamán adquiriera cierto dominio del tono de su voz, y después de una serie de intentos, en respuesta a la mano de ella que se movía frenéticamente en el aire, elevó la voz; pero la elevó algo más que una nota, mientras miraba paralizado el pulgar y el índice de la maestra que se encontraban a es casa distancia de sus ojos.
Así lo apremiaba y tiranizaba a Chamán, lo cual al niño le resultaba desagradable. La mano izquierda de la señorita Burnham avanzaba por el piano aporreando las teclas, subiendo y bajando obstinada mente las escalas. Su mano derecha se elevaba un poco con cada nota y descendía de la misma forma. Chamán graznaba elogios a su es cuela, una y otra vez. A veces tenía el rostro ceñudo y en dos ocasiones se le llenaron los ojos de lágrimas, pero la señorita Burnham pareció no reparar en ello.
Finalmente la maestra dejó de tocar y estrechó al joven Robert Cole entre sus brazos, sujetándolo durante un buen rato y acariciando dos veces el grueso pelo de su nuca antes de soltarlo.
—Vete a casa -me dijo, pero lo detuvo cuando él se volvió para marcharse-. Mañana, después de clase, volveremos a practicar.
El puso cara larga.
—Sí, señorita Burnham-respondió.
Su voz sonó sin inflexión, pero ella no se desalentó.
Cuando el niño se fue, la maestra se acomodó frente al teclado y tocó las escalas una vez más.
—Sí -afirmó.
Aquel año la primavera fue fugaz; hubo un brevísimo período de calor agradable y luego cayó sobre la planicie un manto de opresivo bochorno. Un tórrido viernes por la mañana, a mediados de junio, Rob J. fue abordado en la calle Main, de Rock Island, por George Cliburne, un granjero cuáquero que se había convertido en agente comercial de granos.
—¿Podrías concederme un momento, doctor? -preguntó Cliburne en tono cortés, y como si fuera algo sobreentendido, ambos se apartaron del sol y se protegieron en la frescura casi sensual de la sombra de un nogal.