Authors: Noah Gordon
Luke creyó que Alex quería participar en los saltos y se preparó para una de sus intimidaciones. Pero Alex se le acercó y le lanzó un derechazo a la boca.
Fue un error, el comienzo de una torpe contienda. Alden le había dado instrucciones precisas. El primer golpe por sorpresa tenía que darlo en el estómago, para dejar a Luke sin respiración, pero el terror había impedido a Alex razonar. El puñetazo destrozó el labio inferior de Luke, que se abalanzó sobre Alex hecho una fiera. La embestida de Luke era un espectáculo que dos meses antes habría paralizado a Alex, pero se había acostumbrado a que Alden se lanzara sobre él, y se hizo a un lado. Mientras Luke pasaba de largo, le lanzó un golpe seco de izquierda al labio ya lastimado. Entonces, mientras el chico más grande detenía su impulso, y antes de que pudiera recuperarse, Alex le propinó otros dos golpes secos en el mismo sitio.
Chamán había empezado a lanzar vítores desde el primer golpe, y los demás alumnos salieron corriendo desde todos los rincones del patio hasta donde estaban los dos contendientes.
El segundo error grave de Alex fue echar un vistazo hacia donde es taba Chamán. El enorme puño de Luke lo alcanzó exactamente debajo del ojo derecho y lo derribó. Pero Alden había hecho bien su trabajo: incluso mientras caía, Alex empezó a reaccionar, se puso de pie rápida mente y se enfrentó a Luke, que volvía a precipitarse sobre él.
Alex sentía la cara entumecida; el ojo derecho enseguida empezó a hinchársele y se le cerró, pero sorprendentemente las piernas ya no le temblaban. Se concentró y pasó a lo que se había convertido en una rutina durante su entrenamiento diario. Su ojo izquierdo estaba en perfectas condiciones y lo mantuvo atento a lo que Alden le había indicado, es decir, al pecho de Luke, para ver hacia qué lado giraba el cuerpo y qué mano iba a utilizar. Sólo intentó parar un puñetazo, pero le quedó todo el brazo entumecido; Luke era demasiado fuerte. Alex empezaba a cansarse, pero seguía balanceándose y zigzagueando, haciendo caso omiso del daño que Luke podía hacerle si volvía a darle un puñetazo. Hizo un rápido movimiento con la mano izquierda, golpeando a Luke en la cara y la boca. El fuerte puñetazo que había dado comienzo a la lucha había aflojado uno de los incisivos de Luke, y el constante repiqueteo de golpes secos remató la faena. Para asombro de Chamán, Luke sacudió la cabeza con furia y escupió el diente en la nieve.
Alex lo celebró dándole otro golpe seco con la izquierda y lanzándole un torpe golpe cruzado de derecha que aterrizó en la nariz de Luke, haciéndole sangrar un poco más. Luke se llevó las manos a la cara, anonadado.
—El palo, Bigger! -gritó Chamán-. ¡El palo!
Alex oyó a su hermano y hundió el puño derecho en el estómago de Luke con todas sus fuerzas, obligándolo a doblarse y dejándolo sin aliento Fue el final de la pelea porque los chicos que habían estado mirando empezaron a dispersarse al ver al maestro furioso. Unos dedos de acero retorcieron la oreja de Alex, y el señor Byers miró a los con tendientes enfurecido y declaró que el recreo había terminado.
Dentro de la escuela, Luke y Alex fueron exhibidos ante los demás alumnos como malos ejemplos, debajo de un enorme letrero en el que se leía: “PAZ EN LA TIERRA”.
—No toleraré peleas en mi escuela -dijo el señor Byers en tono glacial.
El maestro cogió la vara que utilizaba como puntero y castigó a los dos luchadores con cinco entusiastas palmetazos en la mano abierta.
Luke gimoteó. A Alex le tembló el labio inferior cuando recibió su castigo. Su ojo hinchado ya tenía el color de una berenjena madura, y su mano derecha estaba lastimada por ambos lados: los nudillos despellejados por la pelea, y la palma roja e inflamada por la vara del señor Byers. Pero cuando echó un vistazo a Chamán, ambos sonrieron con íntima satisfacción.
Al salir de la escuela, un grupo de niños se reunió alrededor de Alex. Todos reían y le hablaban con admiración. Luke Stebbins caminaba solo, taciturno y azorado. Cuando Chamán Cole corrió hacia él, Luke pensó desesperado que ahora le tocaba el turno al hermano menor, y levantó las manos, la izquierda con el puño cerrado y la derecha abierta, casi en actitud suplicante.
Chamán le habló en tono amable pero firme.
—A mi hermano le llamarás Alexander. Y a mí me llamarás Robert -le dijo.
Rob J. escribió al Instituto Religioso Estrellas y Barras diciendo que le gustaría ponerse en contacto con el reverendo Ellwood Patterson a propósito de un asunto eclesiástico, y solicitando al instituto el domicilio del señor Patterson.
Pasarían algunas semanas hasta que llegara una respuesta, en el caso de que contestaran. Entretanto, no comunicó a nadie lo que sabía ni sus sospechas, hasta una noche en que él y los Geiger habían terminado de interpretar Eine kleine. Sarah y Lillian con versaban en la cocina mientras preparaban el té y cortaban una tarta y Rob J. le confió sus pensamientos a Jay.
—¿Qué tendría que hacer si encontrara a ese predicador de la cara arañada? Sé que Mort London no se tomará la molestia de llevarlo ante la justicia.
—Entonces tendrías que hacer el suficiente ruido para que lo oyeran desde Springfield -sugirió Jay-. Si las autoridades del Estado no te ayudan, tendrás que recurrir a Washington.
—Ninguno de los que están en el poder se han mostrado dispuestos a hacer nada por una indía muerta.
—En ese caso -observó Jay-, si existen pruebas de culpabilidad tendremos que reunir a nuestro alrededor algunos hombres honrados que sepan manejar un arma.
—¿Tú harás eso?
Jay lo observó sorprendido.
—Por supuesto. ¿Tú no?
Rob le habló a Jay de su voto de no violencia.
—Yo no tengo esos escrúpulos, amigo mío. Si una persona despreciable me amenaza, soy libre de responder.
—Tu Biblia dice: “No matarás”.
—¡Ja! También dice “Ojo por ojo y diente por diente”. Y “El que golpea a un hombre causándole la muerte, sin duda debe morir”.
—“Si alguien te golpea la mejilla derecha, ofrécele la izquierda.”
—Eso no pertenece a mi Biblia-aclaró Geiger.
—Ese es el problema, Jay; hay demasiadas Biblias y cada una pretende tener la clave.
Geiger sonrió comprensivamente.
—Rob J., jamás intentaría disuadirte de que seas un librepensador.
Pero aquí te dejo esto para que lo pienses: “El temor a Dios es el principio de la sabiduría”.
Cuando las mujeres entraron con el té, la conversación siguió por otros derroteros.
A partir de aquel día, Rob J. pensó a menudo en su amigo, a veces con cierto resentimiento. Para Jay era fácil. Varias veces al día se en volvía en su taled, que le proporcionaba seguridad y tranquilidad sobre el ayer y el mañana. Todo estaba prescrito: estas cosas están permitidas, estas cosas están prohibidas; las instrucciones eran claras. Jay creía en la ley de Jehová y del hombre, y sólo tenía que regirse por los antiguos edictos y por los estatutos de la Asamblea General de Illinois. Para Rob J. la revelación era la ciencia, una fe menos cómoda y que proporcionaba menos alivio. La verdad era su deidad, la prueba su estado de gracia, la duda su liturgia. Poseía tantos misterios como otras religiones, y estaba lleno de caminos sombríos que conducían a profundos peligros, a precipicios espantosos y a los abismos más hondos. Ningún poder superior enviaba una luz que iluminara el camino oscuro y lóbrego, y él sólo contaba con su juicio frágil, con el que debía elegir el camino hacia la seguridad.
El gélido cuarto día del nuevo año de 1852, la violencia volvió a hacer acto de presencia en la escuela.
Esa mañana de frío glacial, Rachel fue tarde a la escuela. Al llegar, se deslizó en silencio en su asiento sin sonreír a Chamán ni pronunciar un saludo, contrariamente a su costumbre. El vio con sorpresa que el padre de Rachel había entrado con ella en la escuela. Jason Geiger se acercó al escritorio y miró al señor Byers.
—Hola, señor Geiger. Es un placer, señor. ¿En qué puedo servirle?
El puntero del señor Byers estaba en el escritorio; Jay Geiger lo cogió y golpeó al maestro en la cara.
El señor Byers se puso en pie de un salto y derribó la silla. Le sacaba una cabeza a Jay, pero su contextura era corriente. A partir de entonces la situación sería recordada como algo cómico: el hombre bajo y gordo que perseguía al más joven y alto con su propia vara, levantando y bajando el brazo, y la expresión de incredulidad del señor Byers. Pero esa mañana nadie rió al ver a Jay Geiger.
Los alumnos se quedaron erguidos, casi sin respirar. No podían creer lo que veían, como le ocurría al señor Byers; esto era aún más increíble que la pelea de Alex con Luke. Chamán miraba sobre todo a Rachel y notó que al principio estaba roja de vergüenza, pero que después se había puesto pálida. Tuvo la sensación de que ella intentaba quedarse tan sorda como él, y ciega también, para no enterarse de lo que sucedía a su alrededor.
—¿Qué demonios está haciendo?-El señor Byers levantó los brazos para protegerse la cara y chilló de dolor cuando el puntero le dio en las costillas. Avanzó un paso en dirección a Jay, en actitud amenazadora-.Maldito idiota! ¡Judío chiflado!
Jay siguió golpeando al maestro y obligándolo a retroceder hacia la puerta hasta que el señor Byers salió dando un portazo.
Cogió el abrigo de éste y lo tiró desde la puerta encima de la nieve; luego regresó respirando con cierta dificultad y se sentó en la silla del maestro.
—La clase ha terminado por hoy-dijo finalmente; luego cogió a Rachel y se la llevó a casa en su caballo.
Fuera hacía un frío espantoso. Chamán llevaba dos bufandas, una alrededor de la cabeza y por debajo de la barbilla, y otra que le tapaba la boca y la nariz, pero aun así las fosas nasales se le congelaban al respirar.
Cuando llegaron a casa, Alex corrió a contarle a su madre lo que había sucedido en la escuela, pero Chamán pasó de largo junto a la casa y bajó hasta el río, donde vio que el hielo se había partido a causa del frío, lo cual debía de producir un sonido fantástico. El frío también había resquebrajado un álamo de Virginia que se encontraba a cierta distancia del hedonoso-te de Makwa cubierto de nieve; daba la impresión de que un rayo lo había hecho estallar.
Estaba contento de que Rachel le hubiera contado todo a Jay. Se sentía aliviado por no tener que asesinar al señor Byers; así no tendrían que colgarlo.
Pero había algo que lo acosaba como un sarpullido que no acaba de curarse: si Alden pensaba que estaba bien pelear cuando había que hacerlo, y Jay pensaba que estaba bien pelear para proteger a su hija, ¿qué le pasaba a su padre?
Una consulta nocturna
Unas horas después de que Marshall Byers huyera de Holden’s Crossing, se designó un comité de contratación para encontrar un nuevo maestro. Paul Williams fue nombrado miembro del comité para de mostrar que nadie culpaba al herrero de que su primo, el señor Byers, hubiera resultado un mal tipo. Jason Geiger también fue nombrado para demostrar que la gente creía que había actuado correctamente al echar al señor Byers. Se nombró también a Carroll Wilkenson, lo cual fue una suerte porque el agente de seguros acababa de pagar un pequeño seguro de vida que John Meredith -un tendero de Rock Island- tenía de su padre. Meredith había comentado a Carroll lo agradecido que estaba con su sobrina, Dorothy Burnham, por haber dejado su trabajo de maestra para atender a su padre durante los últimos días de su vida. Cuando el comité de contratación entrevistó a Dorothy Burnham, a Wilkenson le gustó por su rostro más bien feo, y porque era una solterona cercana a la treintena y por lo tanto resultaba poco probable que el matrimonio la apartara de la escuela. Paul Williams la aceptó porque cuanto más pronto contrataran a alguien, más pronto la gente olvidaría a su maldito primo Marshall. Jay se sintió atraído por ella al oírla hablar de la docencia con confianza y serenidad, y con un entusiasmo que demostraba que tenía vocación. La contrataron por 17.50 dólares por trimestre, un dólar y medio menos que al señor Byers porque era mujer.
Ocho días después de que el señor Byers huyera de la escuela, la señorita Burnham se convirtió en la nueva maestra. Respetó la forma en que el señor Byers había distribuido a los chicos en los bancos porque ellos ya estaban acostumbrados. Con anterioridad había trabajado en otras dos escuelas, una más pequeña en la población de Bloom, y otra más grande en Chicago. La única anormalidad que había visto en un niño era la cojera, y se mostró profundamente interesada al saber que tendría un niño sordo a su cargo.
Durante su primera conversación con el joven Robert Cole quedó fascinada al comprobar que podía leer el movimiento de sus labios. Se sintió molesta consigo misma porque tardó casi medio día en darse cuenta de que, desde donde estaba sentado, él no podía ver lo que decía la mayoría de los chicos. En la escuela había una silla para los adul tos que iban de visita, y la señorita Burnham la convirtió en la silla de Chamán: la colocó frente al banco y a un lado, de modo que él podía verle los labios igual que a sus compañeros.
El otro gran cambio para Chamán se produjo cuando llegó la hora de la clase de música. Como de costumbre, empezó a quitar las cenizas de la estufa y a colocar la leña, pero la señorita Burnham le indicó que volviera a sentarse.
Dorothy Burnham dio a sus alumnos el tono soplando una pequeña flauta, y luego les enseñó a poner letra a la escala ascendente: “Nues-tra es-cue-la es co-lo-sal”, y a la descendente: “Y ve-ni-mos a a-pren-der”.
En mitad de la primera canción fue evidente que no le había hecho un favor al chico sordo incluyéndolo, porque el joven Cole simplemente miraba, y muy pronto sus ojos quedaron apagados con una paciencia que ella consideró insoportable. Decidió que había que darle al chico un instrumento para que, mediante sus vibraciones, pudiera “oír” el ritmo de la música. ¿Un tambor, tal vez? Pero el ruido de un tambor destruiría la música que hacían los demás niños.
Analizó el problema y más tarde fue al almacén de Haskins y le pidió una caja de puros; dentro colocó seis canicas rojas como las que usaban los chicos para jugar en primavera. Las canicas hacían mucho ruido cuando se sacudía la caja, pero ella pegó un trozo de tela azul suave de una camisa vieja en el interior de la caja, y el resultado fue satisfactorio.
A la mañana siguiente, durante la clase de música, mientras Chamán sujetaba la caja, ella la cogió para marcar el ritmo de cada nota mientras los niños cantaban América. E captó la idea, y leyendo los labios de la maestra calculó el ritmo con que debla sacudir la caja. No podía cantar, pero se familiarizó con el ritmo y la coordinación, y pronunciaba la letra de cada canción mientras sus compañeros la cantaban, y éstos se acostumbraron al ruido seco de la “caja de Robert”. A Chamán le en cantaba la caja de puros. La etiqueta tenía un dibujo de una reina de pelo oscuro, pecho generoso cubierto de gasa, y las palabras “Panetelas de los Jardines de la Reina”, y la marca de la Compañía Importadora de Tabaco Gottlieb, de Nueva York. Cuando se llevaba la caja a la nariz, sentía la fragancia del cedro y el suave olor de las hojas de tabaco cubano.