Chamán (65 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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Meade tuvo cuidado de quedar entre Lee y Washington, y luego el ejército de la Unión retrocedió dos o tres kilómetros de una sola vez hasta que hubieron cedido unos sesenta kilómetros al ataque del Sur, con refriegas esporádicas.

Rob J. observó que cada uno de los camilleros abordaba la tarea de manera distinta. Wilcox iba a buscar a los heridos con tenaz resolución, mientras Ordway mostraba una valentía despreocupada, salía corriendo como un enorme y rápido cangrejo con su paso desigual y trasladaba a la víctima con mucho cuidado, sosteniendo su extremo de la camilla bien alto y firme, y aprovechando la fuerza de sus brazos musculosos para compensar su cojera. Rob J. tuvo varias semanas para pensar en su primera intervención antes de que ocurriera. Su problema consistía en que tenía tanta imaginación como Robinson, tal vez más.

Pudo pensar varias formas y circunstancias en las que resultaba herido.

En su tienda, a la luz de la lámpara, hizo una serie de dibujos para su diario, enseñándole al equipo de Wilcox a salir corriendo, tres hombres inclinados contra una posible descarga de plomo, el cuarto llevando la camilla delante de él mientras corría, como un frágil escudo. Le enseñó a Ordway a regresar llevando el ángulo derecho trasero de la camilla, los otros tres camilleros con el rostro tenso y asustado y los delicados labios de Ordway curvados en un rictus que era mitad sonrisa y mitad gruñido, un hombre absolutamente insignificante que por fin había descubierto que servia para algo. Rob J. se preguntó qué haría Ordway cuando la guerra terminara y no pudiera salir a buscar heridos exponiéndose a los disparos.

No hizo dibujos de su equipo. Aún no había salido.

La primera vez fue el 7 de noviembre. El 119 de Indiana fue enviado al otro lado del Tappahannock, cerca de un sitio llamado Kelly's Ford. El regimiento cruzó el río a media mañana pero pronto quedó bloqueado por el intenso fuego enemigo, y al cabo de diez minutos se informó al cuerpo de camilleros que alguien había resultado herido.

Rob J. y sus tres camilleros avanzaron hasta un campo de heno que había a la orilla del río, donde media docena de hombres acurrucados detrás de una pared de piedra cubierta de enredadera disparaban al bosque. Mientras corrían hasta la pared, Rob J. esperó sentir el mordisco de un proyectil en su carne. El aire estaba demasiado cargado para respirar por la nariz. Fue como si hubiera avanzado gracias a una fuerza bruta, y sus miembros parecían moverse lentamente.

El soldado había sido alcanzado en el hombro. La bala estaba metida en la carne y era necesario explorar para encontrarla, pero no en medio de los disparos. Rob J. cogió un vendaje de su Mee-shoíne y cubrió la herida, asegurándose de que la hemorragia quedaba controlada. Luego colocaron al soldado en la camilla y regresaron a buen paso. Rob J. era consciente del amplio blanco que ofrecía su espalda en la parte de atrás de la camilla. Pudo oir cada uno de los disparos y el sonido de las balas que pasaban rasgando las hierbas altas, chocando sólidamente contra la tierra, cerca de ellos.

Al otro lado de la camilla, Amasa Decker gimió.

—¿Te han dado?

Rob J. jadeó.

—No.

Corrieron arrastrando los pies, con su carga a cuestas, deslizándose durante una eternidad hasta llegar a un sitio cubierto en el que el comandante Coppersmith había instalado su puesto médico.

Cuando entregaron el paciente al médico jefe, los cuatro camilleros se tendieron sobre la hierba como si fueran truchas recién pescadas.

—Esas balas mini suenan como abejas -comentó Lucius Wagner.

—Creí que nos mataban a todos -dijo Amasa Decker-. ¿Usted no doctor?

—Estaba asustado pero recordé que tenía cierta protección.

Rob J. les mostró el Mee-shoíne y les contó que, según la promesa de los sauk, las tiras, los trapos Iíxe, lo protegerían de las balas. Decker y John son lo escucharon con expresión seria, Wagner con una leve sonrisa.

Esa tarde el fuego cesó casi por completo. Los flancos quedaron en un punto muerto hasta el anochecer, cuando dos brigadas de la Unión atravesaron el río y pasaron junto a la posición del 13l en la única carga a la bayoneta que Rob J. vería en la guerra. Los soldados de infantería del 131 calaron sus bayonetas y se unieron al ataque, cuyo carácter sorpresivo y feroz permitiría a la Unión matar y capturar varios miles de confederados. Las pérdidas de la Unión fueron escasas, pero Rob J. y sus camilleros salieron media docena de veces a buscar heridos. Los tres soldados habían quedado convencidos de que gracias al doctor Cole y a su bolsa medicinal eran un equipo afortunado, y cuando regresaron sanos y salvos después de la última salida, Rob J. quedó tan convencido como ellos del poder de su Mee-shome.

Aquella noche, en la tienda, después de atender a los heridos, Gardner Coppersmith lo observó con ojos brillantes.

—Una carga a la bayoneta gloriosa, ¿no le parece, Cole?

Rob J. pensó seriamente en la pregunta.

—más bien una carnicería -dijo en tono cansado.

El médico del regimiento lo miró con disgusto.

—Si piensa de esa forma, ¿por qué demonios está aquí?

—Porque aquí es donde están los pacientes -repuso Rob J.

Sin embargo, a finales de año decidió que dejaría el 13l de Indiana.

Era allí donde estaban los pacientes, pero él se había unido al ejército para proporcionar buenos cuidados médicos a los soldados, y el comandante Coppersmith no le permitiría hacerlo. Pensó que él apenas hacía otra cosa que trasladar camillas, lo cual era desperdiciar un médico con experiencia, y para un ateo no tenía sentido vivir como si quisiera convertirse en mártir o en santo. Decidió regresar a casa cuando expirara su contrato, es decir, la primera semana de 1864.

La Nochebuena fue muy extraña, lamentable y conmovedora al mismo tiempo. Hubo ceremonias de adoración delante de las tiendas.

A un lado del Tappahannock, los músicos del 131 de Indiana interpretaron Adeste Fideles. Cuando concluyeron, la banda de los confederados que se encontraba en la orilla opuesta tocó God Rest Ye Mery, Gentlemen; la música flotaba misteriosamente sobre las oscuras aguas, y entonces se oyeron los acordes de Noche de paz. El director Fitts alzó su batuta y la banda de la Unión y los músicos confederados tocaron al unísono mientras los soldados de ambas orillas cantaban. Cada ejército podía ver las fogatas del otro.

Resultó una noche de paz, sin disparos. Para cenar no tuvieron aves, pero el ejército les había proporcionado una sopa muy aceptable que contenía algo que podría haber sido carne de vaca, y cada soldado del regimiento recibió un poco de whisky para celebrar la festividad. Tal vez eso fue un error porque despertó la sed de los hombres, que querían seguir bebiendo. Después del concierto Rob J. encontró a Wilcox y a Ordway, que lo saludaban desde la orilla del río, donde acababan de vaciar una botella del matarratas del cantinero. Wilcox sujetaba a Ordway, pero él también se tambaleaba.

—Vete a dormir, Abner -le dijo Rob J.-. Yo llevaré a éste a su tienda.

Wilcox asintió y se fue, pero Rob J. no hizo lo que había dicho. Sino que ayudó a Ordway a alejarse de las tiendas y lo sentó contra unas piedras.

—Lanny -le dijo-. Lan, muchacho. Tú y yo tenemos que hablar.

Ordway lo miró con los ojos entrecerrados, completamente borracho.

—…Feliz Navidad, doctor.

—Feliz Navidad, Lanny. Hablemos de la Orden Suprema de la Bandera Estrellada -propuso Rob J.

Así que decidió que el whisky era la clave que le iba a revelar todo lo que Lanning Ordway sabía.

El 3 de enero, cuando el coronel Symonds fue a verlo con otro contrato, él estaba observando cómo Ordway llenaba cuidadosamente su mochila con vendas limpias y píldoras de morfina. Rob J. vaciló sólo durante un segundo, y no apartó la vista de Ordway. Luego garabateó su firma y quedó alistado por tres meses más.

55

¿Cuándo conociste a Ellwood R. Patterson?

Rob J. pensaba que había sido muy sutil y circunspecto en la forma en que interrogó al ebrio Ordway aquella Nochebuena. El interrogatorio había confirmado su imagen del hombre, y de la OSBE.

Sentado con la espalda apoyada en el poste de la tienda, con el diario apoyado en las rodillas levantadas, escribió lo siguiente:

Lanning Ordway empezó a asistir a las reuniones del Partido Americano en Vincennes, Indiana, “cinco años antes de tener edad suficiente para votar”. (Me preguntó dónde me había unido yo, y le dije “En Boston”.)

A las reuniones lo llevaba su padre, “porque quería que yo fuera un buen norteamericano… Su padre era Nathanael Ordway, empleado de un fabricante de escobas. Las reuniones se celebraban en un segundo piso, encima de una taberna. Entraban por la taberna, salían por la puerta de atrás y subían la escalera.

Su padre golpeaba la puerta según la señal convenida. Recuerda que su padre siempre se sentía orgulloso cuando “el Guardián de la Entrada” los observaba por la mirilla y los dejaba pasar “porque éramos buenas personas”.

Al cabo de un año aproximadamente, cuando su padre estaba borracho o enfermo, Lanning iba a las reuniones solo. Cuando Nathanael Ordway murió (“a causa de la bebida y la pleuresia”), Lanning se fue a Chicago, a trabajar en una taberna que había fuera de la estación de ferrocarril, en la calle Galena, donde un primo de su padre despachaba whisky. Ordenaba el establecimiento cuando se marchaban los borrachos, esparcía serrín limpio todas las mañanas, lavaba los enormes espejos, pulía la barandilla de latón, hacia un poco de todo.

Para él fue normal buscar a los Ignorantes en Chicago. Era como ponerse en contacto con la familia porque tenía más cosas en común con los simpatizantes del Partido Americano que con el primo de su padre. El partido trabajaba para elegir funcionarios públicos que contrataran a trabajadores norteamericanos nativos, dándoles preferencia sobre los inmigrantes. A pesar de su cojera (después de hablar con él y de observarlo, deduzco que nació con la cavidad de la cadera demasiado poco profunda), los miembros del partido se acostumbraron a llamarlo a él cuando necesitaban a alguien joven para hacer recados importantes, y lo bastante mayor para mantener la boca cerrada.

Fue motivo de orgullo para él que sólo al cabo de un par de años, cuando tenía diecisiete, lo introdujeran en la secreta Orden Suprema de la Bandera Estrellada. Dio a entender que también era un motivo de esperanza, porque pensaba que un joven norteamericano pobre y tullido necesitaba estar relacionado con una organización poderosa si quería llegar a algo, “con todos esos extranjeros católicos romanos dispuestos a hacer el trabajo de cualquier norteamericano por una cantidad miserable de dinero”.

La Orden “hacia cosas que el partido no podía hacer”. Cuando le pregunté a Ordway qué hacia él para la Orden, me respondió: “Esto y aquello. Viajaba de un lado a otro, aquí y allá”.

Le pregunté si alguna vez había conocido a un hombre llamado Hank Cough, y él parpadeó. “Claro que lo conozco. ¿Usted también conoce a ese hombre? Imagínese. Sí. ¡Hank!”

Le pregunte dónde estaba Cough, y me miró con expresión extraña. “Está en el ejército.”

Pero cuando le pregunté qué clase de trabajo habían hecho juntos, se colocó el dedo índice debajo del ojo y lo hizo bajar por su nariz. Se puso de pie tambaleándose, y concluyó la entrevista.

A la mañana siguiente, Ordway no dio muestras de recordar el interrogatorio. Rob J. tuvo el buen cuidado de dejar pasar algunos días. De hecho pasaron varias semanas hasta que se presentó otra oportunidad, porque las provisiones de whisky del cantinero habían sido agotadas por la tropa durante las fiestas, y los comerciantes del Norte que viajaban con las fuerzas de la Unión eran reacios a reponer las existencias de whisky en Virginia por temor a que el producto estuviera envenenado.

Pero un cirujano auxiliar interino siempre tenía una reserva de whisky del ejército para uso medicinal. Rob J. le dio la botella a Wilcox porque sabia que la compartiría con Ordway. Esa noche esperó vigilante, y cuando por fin regresaron, Wilcox alegre y Ordway taciturno, le dio las buenas noches a Wilcox y se ocupó de Ordway tal como había hecho en la ocasión anterior. Fueron al mismo montón de piedras, lejos de las tiendas.

—Bueno, Lanny -dijo Rob J.-. Conversemos un poco más.

—¿Sobre qué, doctor?

—¿Cuándo conociste a Ellwood R. Patterson?

Los ojos del joven se convirtieron en agujas de hielo.

—¿Quién es usted? -preguntó Ordway, y su voz sonó completamente sobria.

Rob J. estaba preparado para la cruda verdad. Esperó un buen rato.

—¿Quién crees que soy?

—Por las preguntas que hace, pienso que es un maldito espía católico.

—Y tengo más. Tengo algunas preguntas acerca de la mujer india que asesinaste.

—¿Qué india? -preguntó Ordway auténticamente horrorizado.

—¿A cuántas indias has asesinado? ¿Sabes de dónde soy, Lanny?

—Usted dijo de Boston -respondió Ordway en tono malhumorado.

—Eso era antes. He vivido en Illinois durante años. En una pequeña población llamada Holden's Crossing.

Ordway lo miró y no dijo nada.

—La india que fue asesinada era mi amiga, trabajaba para mi. Se llamaba Makwa-ikwa, por si no lo sabías. Fue violada y asesinada en mi bosque, en mi granja.

—¿La india? Dios mio. Apártese de mi vista, loco desgraciado, no sé de qué me está hablando. Se lo advierto. Si es inteligente, si sabe lo que le conviene para proteger su bienestar, espía hijo de puta, olvide todo lo que cree saber sobre Ellwood R. Patterson -le espetó Ordway.

Pasó junto a Rob J. tambaleándose y se perdió en la oscuridad con tanta rapidez como si le estuvieran disparando.

Al día siguiente Rob J. no le quitó los ojos de encima, sin que se notara que lo estaba vigilando. Le vio preparar a su equipo de camilleros e inspeccionar sus mochilas, y le oyó advertirles que debían ser muy cuidadosos con el uso de las pastillas de morfina hasta que el ejército les proporcionara más, porque el regimiento ya había agotado sus provisiones. tenía que reconocer que Lanning Ordway se había convertido en un buen y eficaz sargento del cuerpo de ambulancias.

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