Authors: Noah Gordon
En muchos sentidos el campamento era como una pequeña ciudad, aunque habitada exclusivamente por hombres. El regimiento contaba con su oficina de correos propia, al frente de la cual estaba un cabo llamado Amasa Decker que hacía las veces de jefe de correos y de cartero.
Los miércoles por la noche la banda ofrecía conciertos en el campo de instrucción, y a veces, cuando tocaban canciones populares como Escucha el canto del sinsonte, o en donde sueña un amor, o La hija que dejé, los hombres cantaban. Los cantineros llevaban variedad de mercancías al campo. Con trece dólares al mes, el soldado medio no podía permitirse comprar demasiado queso a cincuenta centavos la libra, ni leche condensada a setenta y cinco centavos la lata, pero compraban el licor de los cantineros. Rob J. se permitía varias veces por semana comer galletas de melaza, seis por veinticinco centavos. Un fotógrafo había puesto un negocio en una tienda de campaña, y un día Rob J. le pagó un dólar para que le hiciera una foto en ferrotipo, rígido y serio, que le envió a Sarah enseguida como prueba de que aún estaba vivo y la amaba.
Después de llevar en una ocasión a tropas no aguerridas a un territorio en disputa, el coronel Symonds decidió que nunca más entrarían en combate sin estar preparados. A lo largo del invierno entrenó a fondo a sus soldados. Realizaban marchas de más de cuarenta kilómetros que producían nuevos pacientes para Rob J., porque algunos hombres sufrian tirones musculares por cargar con todo el equipo o con los pesa dos mosquetes. Otros se ocasionaban hernias por llevar pesadas cajas de cartuchos colgadas del cinturón. Los batallones se entrenaban constantemente en el uso de las bayonetas, y Symonds los obligaba a practicar la complicada carga de los mosquetes una y otra vez: “Arrancad con los dientes la punta del cartucho envuelto en papel como si estuvierais furiosos. Colocad la pólvora en el cañón, meted el proyectil y luego el papel para formar un taco, y apretadlo todo haciendo presión. Coged una cápsula de la cartuchera y colocadla en la chimenea de la recámara.
Apuntad esa maravilla y… ¡fuego!”.
Lo hacían una y otra vez, lo repetían incesantemente. Symonds le contó a Rob J. que quería que estuvieran en condiciones de cargar el arma y disparar cuando fueran despertados por algún ruido, cuando estuvieran paralizados por el pánico, mientras las manos les temblaran de entusiasmo o de miedo.
De la misma forma, para que aprendieran a obedecer las órdenes sin vacilar ni protestar a los oficiales, el coronel los hacía marchar incesantemente en orden cerrado. Muchas mañanas, cuando el terreno estaba cubierto de nieve, Symonds pedía prestado al departamento de carreteras de Cairo las enormes apisonadoras de madera, y un tiro de caballos del ejército las arrastraba por el terreno hasta dejarlo aplastado y duro para que las compañías entrenaran un poco más mientras la banda del regimiento tocaba marchas y pasos ligeros.
Un luminoso día de invierno, mientras recorría el lugar de instrucción, lleno de batallones de hombres que se entrenaban, Rob J. echó un vistazo a la banda y vio que uno de los trompas tenía una mancha de color oporto en la cara. El hombre llevaba el pesado instrumento de metal apoyado en el hombro izquierdo, y el largo tubo despedía destellos dorados bajo el sol invernal, y mientras soplaba la boquilla -estaban tocando Salud, Columbia- las mejillas se le inflaban completamente y se le aflojaban, una y otra vez. Y cuando las mejillas del hombre se llenaban de aire, la marca de color púrpura que tenía debajo del ojo derecho seoscurecia, como si fuera una señal.
Durante nueve largos años Rob J. se había puesto tenso al ver a un hombre con una mancha en la cara, pero ahora simplemente se dispuso a atender a los enfermos y siguió caminando automáticamente, al ritmo de la insistente música, hasta la tienda que hacía las veces de dispensario.
A la mañana siguiente, cuando vio que la banda marchaba en dirección al terreno de instrucción para la revista del primer batallón, buscó al trompa de la cara manchada, pero el hombre no estaba.
Rob J. se encaminó a la fila de chozas en las que vivían los miembros de la banda y enseguida se topó con el hombre, que quitaba unas prendas congeladas del tendedero.
—Está más tiesa que la polla de un muerto -le comentó el hombre en tono enojado-. No sé qué sentido tiene que nos hagan pasar revista en pleno invierno.
Rob J. fingió darle la razón, pues las revistas habían sido sugerencia suya para obligar a los hombres a lavar al menos algunas prendas.
—Tiene el día libre, ¿eh?
El hombre le dedicó una mirada hosca.
—Yo no marcho. Soy cojo.
Mientras se alejaba cargado de ropa congelada, Rob J. lo observó. El trompa habría destruido la simetría de la formación militar. Su pierna derecha parecía ligeramente más corta que la izquierda, y caminaba con una visible cojera.
Rob J. entró en su choza y se sentó sobre su poncho en la fría penumbra, con la manta sobre los hombros.
Nueve años. Recordaba aquel día con toda claridad. Evocó cada una de las visitas domiciliarias que había hecho mientras Makwa-ikwa era violada y asesinada.
Pensó en los tres hombres que habían llegado a Holden's Crossing exactamente antes del asesinato y que luego habían desaparecido. En nueve años no había logrado averiguar nada sobre ellos, salvo que bebían “como esponjas”.
Un falso predicador, el reverendo Ellwood Patterson, al que había tratado de una sífilis.
Un hombre gordo y fuerte llamado Hank Cough.
Un joven delgado al que llamaban Len y Lenny, que tenía una mancha de color oporto en la cara, debajo del ojo derecho. Y era cojo.
Ya no era delgado, si es que era él. Pero ahora tampoco era joven.
Rob J. pensó que probablemente no era éste el hombre que buscaba. Seguramente en Estados Unidos había más de un hombre con una mancha en la cara, y cojo.
Se dio cuenta de que no quería que fuera éste el hombre. Se enfrentó al hecho de que en realidad ya no quería encontrarlos. ¿Qué podía hacer si el trompa era Lenny? ¿Cortarle el pescuezo?
La impotencia se apoderó de él.
La muerte de Makwa era algo que había logrado guardar en un compartimiento separado de su mente. Ahora ese compartimiento había quedado abierto, como una caja de Pandora, y sintió que un frío casi olvidado empezaba a crecer en su interior, un frío que no tenía nada que ver con la temperatura de la choza.
Salió y caminó hasta la tienda que hacía las veces de despacho del regimiento. El sargento mayor se llamaba Stephen Douglass, que se escribía con una ese más que el nombre del senador. Se había acostumbrado a ver al médico haciendo sus archivos personales. Le había comentado a Rob J. que jamás había visto un cirujano del ejército tan aficionado a llevar registros médicos completos.
—¿más papeleo, doctor?
—Un poco.
—Cójalo usted mismo. El enfermero ha ido a buscar un poco de café caliente. Siempre viene bien beber un poco. Simplemente procure no chorrear mis malditos archivos.
Rob J. le prometió que tendría cuidado.
La banda estaba archivada bajo Compañía del Cuartel General. El sargento Douglass guardaba los archivos de cada compañía en una caja gris separada. Rob J. encontró la caja correspondiente a Compañía del Cuartel General, y dentro un grupo de historiales médicos atados con una cuerda, como un fajo diferenciado, con la inscripción “Banda del regimiento 131 de Indiana”.
Pasó los historiales uno por uno. En la banda no había nadie que se llamara Leonard, pero cuando Rob J. encontró la ficha, supo al instante y sin vacilaciones que correspondía a ese hombre, de la misma forma que a veces sabía si alguien viviría o moriría.
Ordway, Lanning A., soldado raso. Lugar de residencia, Vincennes, Indiana. Reclutamiento de un año, 28 de julio de 1862.
Reclutamiento, Fort Wayne. Nacimiento, Vincennes, Indiana, 11 de noviembre de 1836. Estatura, 1,72 m. Tez blanca. Ojos grises. Pelo castaño. Reclutado para servicio limitado como músico (corneta mi bemol) y trabajos generales, debido a incapacidad física.
Movimiento de tropas
Algunas semanas después de que expirara el contrato de Rob, el coronel Symonds fue a hablar con él de la renovación. Para entonces las fiebres de la primavera ya habían empezado a asolar los otros regimientos, pero no el 13l de Indiana. Los hombres del 111 se constipaban a causa de lo empapado que estaba el suelo, y tenían los intestinos flojos debido a la alimentación, pero las colas de enfermos de Rob J. eran las más cortas que había visto desde que había empezado a trabajar en el ejército. El coronel Symonds sabía que había tres regimientos afectados por la fiebre y por los escalofríos típicos de la malaria, y que los hombres del suyo estaban relativamente sanos. Algunos de los hombres mayores, que jamás tendrían que haber estado allí, habían sido envíados a casa. La mayor parte de los que quedaban tenían piojos, los pies y el cuello mugriento, y comezón en la espalda, y bebían demasiado whisky. Pero estaban delgados y fuertes debido a las largas marchas, bien preparados gracias al entrenamiento constante, y entusiasmados y con los ojos brillantes porque en cierto modo el médico auxiliar interino, Cole, los había preparado durante el invierno para que entraran en servicio, tal como había prometido. De los seiscientos hombres que formaban el regimiento, siete habían muerto durante el invierno, lo que representaba un indice de mortandad del doce por mil. En los otros tres regimientos había muerto el cincuenta y ocho por mil, y ahora que había llegado la época de las fiebres ese promedio seguramente iba a aumentar.
De modo que el coronel fue a hablar con el médico. Se mostró razonable, y Rob J. firmó el contrato por otros tres meses sin vacilar. Sabía cuándo se encontraba en una situación ventajosa.
Lo que tenían que hacer ahora, le dijo a Symonds, era conseguir una ambulancia para utilizarla cuando el regimiento entrara en combate.
La comisión sanitaria civil había presionado a la secretaría de guerra hasta que finalmente había logrado que las ambulancias y los camilleros formaran parte del ejército del Potomac, pero el movimiento de reforma se había detenido en esa fase, sin proporcionar cuidados similares a los heridos de las unidades del sector del oeste.
—Tendremos que espabilarnos -comentó Rob J.
El y Symonds se sentaron cómodamente delante de la tienda que hacía las veces de dispensario; el humo de los puros que fumaban flotaba en el tibio aire primaveral mientras Rob J. le hablaba al coronel de su travesía hasta Cincinnati en el War Hawk.
—Hablé con hombres que estuvieron tendidos en el campo de batalla durante dos días después de caer heridos. Fue una suerte que lloviera, porque no tenían agua. Un hombre me contó que por la noche los cerdos se habían acercado hasta allí y habían empezado a comer los cuerpos. Algunos de ellos todavía no estaban muertos.
Symonds asintió. Conocía muy bien los terribles detalles.
—¿Qué necesita?
—Cuatro hombres de cada compañía.
—Usted quiere un pelotón completo para trasladar las camillas -le dijo Symonds, sorprendido-. A este regimiento le faltan efectivos. Para ganar batallas necesito combatientes, no camilleros. -Observó la punta de su puro-. Hay demasiados viejos e incapacitados que no deberían haber sido reclutados. Coja algunos de ésos.
—No. Necesitamos hombres lo suficientemente fuertes para salvar a otros de los disparos y ponerlos a resguardo. No es una tarea que puedan realizar hombres viejos y enfermos. -Rob J. contempló el rostro preocupado de aquel joven al que había llegado a admirar y compadecer. Symonds apreciaba a sus soldados y quería protegerlos, pero tenía la nada envidiable misión de derrochar las vidas humanas como si fueran balas, o raciones de comida, o trozos de madera para el fuego-. Su pongamos que utilizo los hombres de la banda del regimiento -sugirió Rob J.-. Pueden tocar la mayor parte del tiempo, y después de una batalla pueden trasladar las camillas.
El coronel Symonds asintió, aliviado.
—Fantástico. Averigue si el director de la banda le cede algunos hombres.
Warren Fitts, el director de la banda, había sido zapatero durante dieciséis años, hasta que fue reclutado en Fort Wayne. Había recibido una educación musical rigurosa, y de joven había intentado a lo largo de varios años abrir una escuela de música en South Bend. Cuando se fue de esa ciudad dejando varias deudas, se dedicó con amargo alivio al oficio de zapatero, que había aprendido de su padre; éste había sido un buen maestro, y él era un buen zapatero. Llevaba una vida modesta pero desahogada, y además daba lecciones de música y enseñaba a tocar el piano y algunos instrumentos de viento. La guerra había renovado sueños que él creía acabados y descartados. A los cuarenta años se le presentaba la oportunidad de alistarse en una banda militar y moldearla como quisiera. Para encontrar músicos suficientes para la banda había tenido que indagar el talento musical de toda la zona de Fort Wayne, y escuchó azorado al cirujano, que le sugería utilizar a algunos de sus hombres como camilleros.
—¡Jamás!
—Sólo tendrán que estar conmigo una parte del tiempo -le aseguró Rob J.-. El resto del tiempo estarán con usted.
Fitts intentó ocultar su desdén.
—Todos los músicos deben entregarse totalmente a la banda. Cuando no están tocando, deben ensayar y estudiar.
Graeias a su propia experiencía con la viola de gamba, Rob J. sabía que el director tenía razón.
—¿No tiene instrumentos para los que le sobren intérpretes? -preguntó pacientemente.
La pregunta tocó una cuerda sensible de Fitts. Su situación como director de la banda era lo más parecido al sueño que jamás había alcanzado, y tenía el buen cuidado de que su propio aspecto, y el de la banda, fueran merecedores de su función de artistas. Fitts tenía una abundante cabellera canosa. Llevaba la c.ara bien afeitada y unos bigotes bien recortados; se arreglaba las puntas con cera y se los atusaba. Su uniforme siempre estaba impecable y los músicos sabían que debían tener bruñidos los cobres, los uniformes limpios y las botas bien lustradas. Debían marchar con elegancia, porque cuando el director se pavoneaba blandiendo la batuta quería ser seguido por una banda que estuviera a su altura. Pero había algunos que echaban a perder esta imagen…
—Wilcox, Abner -respondió-. Toca el bugle.
Wileox tenía un ojo visiblemente desviado hacía fuera. A Fitts le gustaban los músicos que tuvieran belleza física, además de talento. No soportaba ver ningún tipo de defecto que estropeara la clara perfección de su orquesta, y le había asignado a Wilcox las misiones que sobraban como intérprete de bugle.