Authors: Noah Gordon
—¿Qué demonios es esto? -le preguntó el coronel Hilton al sargento, que abrió la boca y miró a Rob J.
—Están cavando un pozo negro, coronel -le informó Rob J.
—¿Un pozo negro?
—Si, señor, una letrina.
—Sé lo que es un pozo negro. Pero es mejor que dediquen el tiempo a practicar con la bayoneta. Muy pronto estos hombres entrarán en combate. Les estamos enseñando a matar rebeldes. Este regimiento va a disparar a los confederados, a pasarlos por la bayoneta, a apuñalarlos, y si es necesario nos cagaremos y mearemos en ellos hasta matarlos. Pero no cavaremos letrinas.
Uno de los hombres que usaba la pala lanzó una risotada. El sargento estaba observando a Rob J., sonriendo burlonamente.
—¿Ha quedado claro, médico auxiliar interino?
Rob J. no sonrió.
—Sí, coronel.
Así fue el cuarto día que pasó con el 106. Aún quedaban ochenta y seis días más, que transcurrieron muy lentamente y fueron contados con todo cuidado.
Una carta del hijo
Cincinatti, Ohio
12 de enero de 1863
Querido papá:
—¡Reclamo el escalpelo de Rob J.!
El coronel Peter Brandon, primer ayudante del médico jefe William A. Hammond, pronunció el discurso en la ceremonía de entrega de diplomas. Algunos dijeron que fue un discurso excelente, pero a mí me decepcionó. El doctor Brandon nos dijo que los médicos se han ocupado de las necesidades médicas de sus ejércitos a lo largo de toda la historia. Puso montones de ejemplos: los hebreos de la Biblia, los griegos, los romanos, etc. Luego nos habló de las espléndidas oportunidades que el ejército de Estados Unidos ofrece en tiempos de guerra a un médico, los salarios y la satisfacción que uno siente cuando sirve a su país. Nosotros esperábamos que evocara las antiguas glorias de nuestra nueva profesión -Platón y Galeno, Hipócrates y Andrea Vesalio- y él nos dio un discurso de reclutamiento. Por otra parte, era innecesario. Más de diecisiete de los treinta y seis médicos de mi clase ya han hecho los trámites necesarios para ingresar en el departamento médico del ejército.
Aunque me habría encantado ver a mamá, me sentí aliviado por su decisión de no emprender el viaje a Cincinnati. Los trenes, los hoteles, etc., están tan atestados y sucios en estos tiempos, que una mujer que viaje sola podría sentirse incómoda, como mínimo. Eché de menos sobre todo tu presencia, lo que me da otra razón para odiar la guerra. El padre de Paul Cooke, que vende piensos y granos en Xenia, estuvo en la ceremonia de entrega de diplomas y después nos llevó de comilona, y brindamos con vino y hubo grandes felicitaciones. Paul es uno de los que van a ingresar directamente en el ejército. Resulta engañoso por que es un joven muy divertido, pero fue el más brillante de nuestra clase y le otorgaron el magna cui laude. Yo lo ayudaba en el laboratorio, y él me ayudó a ganar mi magna Cuí laude, porque cada vez que terminaba de leer un trabajo me hacía preguntas mucho más complicadas que las que nos planteaba cualquiera de los profesores.
Después de la cena, él y su padre fueron a la Pike's Opera House a escuchar un concierto de Adelina Patti, y yo regresé a la Policlínica.
Sabía muy bien lo que quería hacer. Hay un túnel revestido de ladrillos que corre por debajo de la calle Ninth, entre la facultad y el edificio principal del hospital. Está reservado exclusivamente para los médicos.
Con el fin de que se encuentre despejado durante las emergencias, estáprohibido el acceso a los estudiantes de medicina, que deben pasar por la calle. Bajé al sótano de la facultad todavía con mentalidad de estudiante, y entré en el túnel iluminado por las lámparas. Y en cierto modo, cuando lo atravesaba hasta llegar al hospital, me sentí médico por primera vez.
Papá, he aceptado un nombramiento de dos años como funcionario interno del hospital del sudoeste de Ohio. La paga es de sólo trescientos dólares al año, pero el doctor Berwyn dice que eso me llevará a tener buenos ingresos como cirujano. “Nunca subestimes la importancia de tus ingresos -me dijo-. Debes recordar que la persona que se queja amargamente de las ganancias de los médicos, por lo general no es médico.”
Aunque es una situación embarazosa, tengo la maravillosa suerte de que el doctor Berwyn y el doctor McGowan se pelean por ver quién me tendrá bajo su ala. El otro día, Barney McGowan me trazó este plan para el futuro: trabajaré con él durante unos años como ayudante, y luego él se encargará de que me designen profesor auxiliar de anatomía. De este modo, dice, cuando él se retire yo estaré en condiciones de ocupar el cargo de profesor de patología.
Entre los dos me aturdieron, porque mi sueño siempre ha sido ser simplemente médico. Al final decidieron un programa que a mí me resulta ventajoso; tal como hice durante mi trabajo de verano, pasaré las mañanas en la sala de operaciones con Berwyn y dedicaré las tardes a la patología, con McGowan, con la única diferencia de que en lugar de hacer el trabajo sucio como estudiante, lo haré como médico. A pesar de la amabilidad de ambos, no sé si al final decidiré establecerme en Cincinnati. Echo de menos la vida en un sitio pequeño en el que conozco a la gente.
Cincinnati es más sudista en sus sentimientos que Holden's Crossing. Billy Henried nos confió a unos pocos amigos íntimos que después de graduarse se unirá al ejército confederado como cirujano. Hace un par de noches fui a una cena de despedida con él y con Cooke. Fue una cena tensa y triste, porque cada uno sabía a dónde iba a ir el otro.
La noticia de que el presidente Lincoln ha firmado una proclama garantizando la libertad a los esclavos ha provocado grandes iras. Sé que no sientes simpatía por el presidente debido a su participación en la destrucción de los sauk, pero yo lo admiro por liberar a los esclavos, al margen de cuáles sean sus razones políticas. Los partidarios del Norte que hay por aquí parecen capaces de hacer cualquier sacrificio cuando saben que es para salvar la Unión, pero no quieren que el objetivo de la guerra sea la abolición de la esClavitud. La mayoría de ellos parecen no estar preparados para pagar con su sangre si el propósito de la lucha es liberar a los negros. Las pérdidas han sido aterradoras en batallas Como la de Second Bull Run y Antietam. Ahora corre el rumor de una matanza en Frederieksburg, donde fueron eliminados casi trece mil soldados federales mientras intentaban ocupar las posiciones del Sur. Esto ha provocado la desesperación de mucha gente con la que he hablado.
Me preocupo constantemente por ti y por Alex. Tal vez te moleste saber que he empezado a rezar, aunque no sé a quién ni a qué, y sólo pido que regreséis a casa.
Por favor, haz todo lo que puedas por cuidar tu salud tanto como la de los demás, y recuerda que hay quien cifra su vida en tu fortaleza y tu bienestar.
Tu hijo que te quiere,
Chamán
(¡Doctor! Robert Jefferson Cole)
El trompa
Vivir en una tienda y volver a dormir en el suelo no resultó tan duro como Rob J. había imaginado. Lo más difícil era responder a las preguntas que lo atormentaban: por qué demonios estaba allí, y cuáles serían las consecuencias de esta terrible guerra civil. Las cosas seguían saliendo mal para la causa del Norte. “No hay forma de que ganemos”, le comentó el comandante G. H. Woffenden en uno de sus momentos menos alcoholizados.
La mayor parte de los soldados con los que vivía Rob J. bebían en exceso cuando estaban fuera de servicio, sobre todo el día siguiente a la paga. Bebían para olvidar, para recordar, para celebrar, para compadecerse unos de otros. Los jóvenes sucios y a menudo borrachos eran como gallos de riña atados, aparentemente inconscientes de la muerte que se cernía sobre ellos, esforzándose por alcanzar a su enemigo natural, otros norteamericanos que sin duda estaban igualmente sucios y se emborrachaban con la misma frecuencia.
¿Por qué estaban tan ansiosos por matar soldados confederados?
Muy pocos lo sabían realmente. Rob J. veía que la guerra había tomado para ellos una consistencia y un significado que iban más allá de las razones y las causas. Ansiaban luchar porque la guerra existía, y porque había sido declarado oficialmente admirable y patriótico matar. Eso era suficiente. Quería gritarles, encerrar a los generales y a los políticos en una habitación oscura como si fueran niños errantes y estúpidos, co gerlos por el cogote, sacudirlos y preguntarles: ¿Qué os ocurre? ¿Qué os ocurre?
En cambio visitaba a los enfermos todos los días, y repartía ipecacuana y quinina, y tenía cuidado de mirar dónde pisaba, como quien ha construido su hogar en una enorme perrera.
En su último día con el l06 de Kansas, Rob J. buscó al habilitado y recogió sus ochenta dólares; luego fue a su tienda, se colgó el Mee-shoíe del hombro y cogió su maleta. El comandante G. H. Woffenden, acurrucado en su poncho, no abrió los ojos ni se molestó en decirle adiós.
Cinco días antes, los hombres del l76 de Pensilvania habían embarcado desordenadamente en los barcos de vapor y, según se rumoreaba, eran trasladados al sur para combatir en el Mississippi. Ahora había desembarcado el l31 de Indiana, que levantaba sus tiendas donde había acampado el regimiento de Pensilvania. Cuando Rob J. buscó al comandante, encontró a un coronel con cara de niño, de veintitantos años, llamado Alonzo Symonds. El coronel Symonds dijo que estaba buscando un médico. El que tenía hasta ese momento había concluido el alistamiento de tres meses y había regresado a Indiana, y nunca habían tenido médico auxiliar. Preguntó cuidadosamente al doctor Cole y pareció impresionado por lo que oyó, pero cuando Rob J. empezó a decir que antes de firmar debían tenerse en cuenta ciertas condiciones, el coronel Symonds pareció inseguro.
Rob J. había llevado un registro detallado de sus visitas a los enfermos del l06.
—El treinta y seis por ciento de los hombres estaban en cama o venían a consultarme. Había días en que el porcentaje era más alto. ¿Qué me dice de su lista de enfermos?
—Hemos tenido muchos -reconoció Symonds.
—Coronel, si usted me ayuda puedo darle más hombres sanos.
Hacía sólo cuatro meses que Symonds era coronel. Su famil1a era propietaria de una fábrica en Fort Wayne donde se hacían tubos de cristal de lámparas, y él sabía lo ruinosos que pueden resultar los trabajadores enfermos. El l31 de Indiana se había formado sólo cuatro meses antes con tropas no aguerridas, y al cabo de unos días habían sido enviados a una misión de piquete en Tennessee. El coronel se consideraba afortunado de que sólo hubieran tenido dos escaramuzas lo suficientemente serias para poder decir que habían estado en contacto con el enemigo. Había tenido dos muertos y un herido, pero un día habían caído tantos hombres a causa de la fiebre que si lo hubieran sabido los confederados podrían haber bailado el vals encima del regimiento sin ningún problema.
—¿Qué debo hacer?
—Sus tropas están levantando las tiendas sobre las pilas de excrementos que ha dejado el 176 de Pensilvania. El agua de aquí es mala y beben la del río, que está contaminada por sus propios desperdicios. Al otro lado del campamento, a menos de un kilómetro y medio, hay un emplazamiento que no ha sido utilizado y que tiene manantiales puros que darían agua buena durante todo el invierno, si usted está dispuesto a colocar tuberías.
—¡Santo Dios! Un kilómetro y medio es demasiado para reunirnos a hablar con otros regimientos, o para que sus oficiales vengan a verme si quieren hablar conmigo.
Se observaron atentamente y el coronel Symonds tomó una decisión.
Fue a hablar con el sargento mayor.
—Ordene que se desmonten las tiendas, Douglass. El regimiento se va a trasladar.
Luego regresó y siguió haciendo tratos con el complicado médico.
Rob J. volvió a rechazar la posibilidad de recibir un nombramiento. Solicitó ser aceptado como médico auxiliar interino, con un contrato de tres meses.
—De esa forma, si no consigue lo que quiere puede marcharse -observó con astucia el coronel. El médico no lo negó, y el coronel Sy monds preguntó-: ¿Qué más quiere?
—Letrinas -dijo Rob J.
El suelo era firme pero aún no se había helado. En una sola mañana se cavaron las zanjas y se colocaron los troncos en los bordes de las mismas. Cuando se dio a todas las compañías la orden de que defecar u orinar en cualquier sitio que no fueran las zanjas destinadas al efecto comportaría un rápido y severo castigo, los hombres se mostraron resentidos. Necesitaban odiar y ridiculizar a alguien, y Rob J. se dio cuenta de que cubría esa necesidad. Cuando pasaba entre los soldados, éstos se daban codazos y lo miraban de arriba abajo y sonreían cruelmente al ver la ridícula figura vestida con el traje de paisano cada vez mas raído.
El coronel Symonds no les dio la posibilidad de perder mucho tiempo quejándose. Dedicó cuatro días a una serie de trabajos para construir varias barracas de troncos y tepe. Eran húmedas y estaban mal ventiladas, pero resultaban bastante más abrigadas que las tiendas, y con un pequeño fuego permitían que los hombres durmieran durante toda la noche en invierno.
Symonds era un buen comandante y se había rodeado de oficiales decentes. El oficial del economato del regimiento era un capitán lla mado Mason, y a Rob J. no le resultó difícil explicarle las causas alimentarias del escorbuto, porque podía señalarle ejemplos de los efectos de la enfermedad en las tropas. Los dos consiguieron un carro y fueron a el Cairo a comprar varios kilos de coles y zanahorias, que pasaron a formar parte del rancho. El escorbuto predominaba aún más entre algunas otras unidades del campamento, pero cuando Rob J. intentó hablar con los médicos de los demás regimientos, tuvo poco éxito. Parecían más conscientes de su papel como oficiales armados que como médicos. Todos iban uniformados, dos de ellos llevaban espada como si fueran oficiales de carrera, y el médico del regimiento de Ohio lucía unas charreteras con flecos como las que Rob J. había visto una vez en un retrato de un presumido general francés.
En contraste, él insistía en seguir siendo un civil. Cuando un sargento encargado de la intendencia le entregó una chaqueta de lana azul en agradecimiento por haberle aliviado los retortijones de estómago, él la aceptó de buen grado pero la llevó a la ciudad y la hizo teñir de negro y cambiar los botones por unos normales de hueso. Le gustaba pensar que aún era un médico rural que se había mudado transitoriamente a otra ciudad.