Authors: Noah Gordon
—Lawrence, Oscar. Tambor-añadió.
Este era un torpe joven de dieciséis años cuya falta de coordinac.ión no sólo lo convertía en un mal tambor sino que a menudo le hacía perder el ritmo cuando desfilaba la banda, y su cabeza a veces se balanceaba a un ritmo distinto de las cabezas de los demás.
—Ordway, Lanning -declaró Fitts, y el cirujano hizo una extraña inclinación de cabeza-. Corneta mi bemol.
Era un músico mediocre y conductor de uno de los carros de la banda; a veces trabajaba como peón. Adecuado para tocar la trompa cuando ofrecían música a las tropas los miércoles por la noche, o cuando ensayaban sentados en sillas, en el campo de instrucción; pero la cojera le impedía marchar sin destruir el efecto militar.
—Perry, Addison. Flautín y pífano.
Mal músico y descuidado con su persona y su arreglo. Fitts estaba encantado de librarse de semejante inútil.
—Robinson, Lewis. Corneta soprano.
En su fuero interno, Fitts admitía que Robinson era un buen músico, pero también una fuente de irritación, un sabelotodo con pretensiones.
En varias ocasiones Robinson le había mostrado a Fitts piezas que, según él, eran composiciones originales, y le había preguntado si la banda podría tocarlas. Afirmaba que tenía experiencia como director de una filarmónica de la comunidad en Columbus, Ohio. Fitts no quería a nadie que mirara por encima de su hombro o que metiera las narices en todo.
—¿Y…?-le preguntó el cirujano.
—Y nadie más -dijo el director de la banda con satisfacción.
Rob J. había observado a Ordway de lejos durante todo el invierno. Estaba nervioso porque aunque a Ordway todavía le quedaba mucho tiempo de servicio, no era difícil para un soldado desertar y desaparecer. Pero lo que mantenía a la mayoría dentro del ejército también contaba para Ordway, que fue uno de los cineo soldados rasos que se presentó ante Rob J.; no era un hombre de aspecto desagradable -si se tiene en cuenta que era un presunto asesino-, salvo los ojos ansiosos y húmedos.
Ninguno de los cinco soldados se alegró al conocer su nueva ocupación. Lewis Robinson reaccionó con pánico.
—¡Yo debo tocar música! Soy músico, no médico.
Rob J. lo corrigió.
—Camillero. De momento es usted camillero -le dijo, y los demás supieron que les hablaba a todos.
Puso al mal tiempo buena cara y le pidió al director de la banda que renunciara a contar con esos hombres, y ganó este favor con sospechosa facilidad. Para prepararlos empezó por lo más elemental: les enseñó a enrollar y preparar vendajes, simuló diversos tipos de heridas y les enseñó a aplicar el vendaje adecuado. También les explicó cómo mover y transportar a los heridos, y proporcionó a cada uno una pequeña mochila que contenía vendajes, un recipiente con agua fresca, y opio y morfina en polvo y en pastillas.
El serón del ejército contenía varias tablillas, pero a Rob J. no le gustaban, de modo que pidió madera con la que los camilleros pudieron hacer sus propias tablillas bajo su exigente dirección. Abner Wileox resultó ser un carpintero competente y además innovador. Hizo una serie de camillas excelentes y de poco peso, estirando la lona entre dos palos.
El oficial del economato ofreció un cabriolé de dos ruedas para utilizarlo como ambulancia, pero Rob J. había pasado años recorriendo caminos en mal estado para visitar a sus enfermos y sabía que para evacuar heridos en un terreno desigual necesitaba la seguridad de las cuatro ruedas. Encontró un carro en buenas condiciones, y Wilcox hizo los costados y un techo para cerrarlo. Lo pintaron de negro, y Ordway copió hábilmente el caduceo médico impreso en el serón y pintó uno a cada lado de la ambulancia, con pintura plateada. Rob J. consiguió que el oficial de remonta le cediera un par de caballos de tiro feos pero fuertes, elementos de desecho como el resto del cuerpo de rescate.
Los cinco hombres empezaban a sentir un involuntario orgullo de grupo, pero Robinson estaba preocupado por los riesgos crecientes de su nueva misión.
—Habrá peligro, por supuesto -dijo Rob J.-. La infantería que está en el frente también corre peligro, y hay peligro en la carga de la caballería, de lo contrario no se necesitarían camilleros.
Rob J. siempre había sabido que la guerra corrompe, pero ahora se dio cuenta de que lo había corrompido a él tanto como a cualquiera. El había dispuesto de la vida de estos cinco jóvenes de manera que ahora se esperaba que fueran una y otra vez a recoger a los heridos, como si estuvieran inmunizados contra los disparos de los mosquetes y de la artillería; y estaba intentando distraerlos diciéndoles que eran miembros de la generación de la muerte. Sus palabras y su actitud engañosas pon rechazar su propia responsabilidad, mientras trataba desesperadamente de creer con ellos que ahora no estaban peor que cuando sus vidas se veían complicadas sólo por el estúpido temperamento de Fitts, y por la expresión que lograban dar a la interpretación de los valses, las polcas y las marchas ligeras.
Los distribuyó en equipos: Perry con Lawrence; Wileox con Robinson.
—¿Y yo? -preguntó Ordway.
—Usted no se separará de mí -le informó Rob J.
El cabo Amasa Deeker, el cartero, había llegado a conocer a Rob J. porque siempre tenía correspondencia de Sarah, que le escribía cartas largas y apasionadas. El hecho de que su esposa fuera tan ardiente siempre había constituído uno de sus principales atractivos para Rob J.
Y él a veces se sentaba en su barraca y se dedicaba a leer todas las cartas, tan transportado por el deseo que creía sentir el perfume de ella. Aunque en Cairo había mujeres en abundancia, desde las que cobraban hasta las patriotas, él no había intentado siquiera acercarse a ellas. Sufría la maldición de la fidelidad.
Pasaba la mayor parte del tiempo libre escribiendo cartas tiernas y estimulantes como contrapartida a la angustiosa pasión de Sarah. A veces le escribía a Chamán, y siempre tomaba notas en su diario. En ocasiones se tendía sobre su poncho y pensaba cómo podría sonsacarle a Ordway lo que había ocurrido el día del asesinato de Makwa-ikwa. Sabía que de alguna manera tenía que ganarse la confianza de Ordway.
Pensó en el informe que la Feroz Miriam le había entregado sobre los Ignorantes y su Orden Suprema de la Bandera Estrellada. Quien hubiera escrito ese informe -él siempre imaginaba que había sido un sacerdote que actuaba de espía-, se había hecho pasar por un protestante anticatólieo. ¿Podría dar resultado esa misma treta? Tenía el informe guardado en Holden's Crossing, con el resto de sus papeles. Pero lo había leído tantas veces y tan atentamente que descubrió que recordaba los signos y las señales, las palabras en clave y las contraseñas, toda una panoplia de comunicación secreta que podría haber sido inventada por un niño dotado de una imaginación demasiado activa.
Rob J. hacía ejercicios de entrenamiento con los camilleros, en los que uno de ellos desempeñaba el papel de herido, y descubrió que mientras dos hombres podían colocar a un hombre en la camilla y levantarlo para ponerlo en la ambulancia, esos mismos hombres se cansaban enseguida y podían caer desplomados si tenían que trasladar la camilla a una distancia considerable.
—Necesitamos un camillero en cada esquina de la camilla -dijo Perry, y Rob J. sabía que tenía razón.
Pero eso significaba tener una sola camilla disponible, lo cual era del todo insuficiente si el regimiento llegaba a tener algún problema.
Le planteó el problema al coronel.
—¿Qué quiere hacer al respecto? -le preguntó Symonds.
—Disponer de toda la banda. Convertir en cabos a mis cinco camilleros preparados. Cada uno de ellos puede capitanear una camilla en situaciones en las que haya muchos heridos, y podemos asignar otros tres músicos a cada cabo. Si los soldados tuvieran que elegir entre tener músicos que toquen maravillosamente bien durante una batalla y músicos que les salven la vida si resultan heridos, sé qué elegirían.
—Ellos no lo harán -puntualizó Symonds en tono seco-. Aquí soy yo el que escoge.
Y lo hizo correctamente. Los cinco camilleros se cosieron una cinta a la manga, y cuando Fitts se cruzaba con Rob J. ni siquiera lo saludaba.
A mediados de mayo empezó a hacer calor. El campamento estaba instalado en la confluencia del Mississippi y el Ohio, ambos llenos de desperdicios del campamento. Pero Rob J. le entregó una pastilla de jabón tosco a cada hombre del regimiento y las compañías iban de una en una hasta un tramo limpio del Ohio, corriente arriba, donde todos debían desnudarse y bañarse. Al principio entraban en el agua maldiciendo y gruñendo, pero la mayor parte de ellos habían crecido en un ambiente rural y no podían resistir la tentación de nadar, y el baño degeneraba en chapoteo y jarana. Cuando salían eran inspeccionados por sus sargentos, que ponían especial énfasis en la cabeza y los pies, y algunos eran enviados otra vez a lavarse, ante las burlas de sus compañeros.
Algunos uniformes estaban raídos y apolillados, hechos con tela de baja calidad. Pero el coronel Symonds había adquirido una serie de uniformes nuevos, y cuando fueron distribuidos, los hombres supusieron acertadamente que iban a embarcar. Los dos regimientos de Kansas se habían marchado Mississippi abajo en un barco de vapor. Todo indicaba que habían ido a ayudar al ejército de Grant a tomar Vicksburg, y que el 131 de Indiana los seguiría.
Pero en la tarde del 27 de mayo, mientras la banda de Warren Fitts cometía una serie de errores evidentes pero tocaba con brío, el regimiento fue trasladado a la estación de ferrocarril, y no al río. Hombres y animales fueron cargados en furgones y hubo una espera de dos horas mientras los carros eran atados a las bateas, y al anochecer el 131 se despidió de Cairo. Illinois.
El médico y los camilleros viajaron en el vagón hospital. Cuando partieron de Cairo no había nadie más en el vagón, pero al cabo de una hora un joven soldado raso se desmayó en uno de los furgones y cuando fue trasladado al vagón hospital Rob J. descubrió que estaba ardiendo de fiebre y deliraba. Le hizo lavados de alcohol con esponja y decidió ingresarlo en un hospital civil en la primera oportunidad.
Rob J. estaba fascinado por el vagón hospital, que habría resultado inestimable si estuvieran regresando de una batalla en lugar de ir hacía ella. Una triple fila de camillas ocupaba todo lo largo del vagón a ambos lados del pasillo. Cada camilla estaba inteligentemente suspendida por medio de tiras de caucho que sujetaban sus cuatro esquinas a los ganchos instalados en la pared y en unos postes, de modo que el estira miento y la contracción del caucho absorbía gran parte del movimiento del tren. Como no había pacientes, los cinco nuevos cabos habían elegido una camilla cada uno y habían coincidido en que si hubieran sido generales no habrían podido viajar más cómodos. Addison Perry, que había demostrado que podía dormitar en cualquier sitio, de día o de noche, ya estaba dormido, lo mismo que Lawrence, el más joven. Lewis Robinson había elegido una camilla apartada de las demás, debajo del farol, y con un pequeño lápiz negro hacía pequeñas rayas en un papel, componiendo música.
No tenían la menor idea de cuál era el destino del viaje. El ruido resultó atronador cuando Rob J. caminó hasta el extremo del vagón y abrió la puerta, pero levantó la vista entre los dos vagones hasta los puntos luminosos del cielo y encontró la Osa Mayor. Siguió las dos estrellas indicadoras del extremo y allí estaba la Estrella Polar.
—Vamos hacía el este -dijo, dirigiéndose hacía el interior del vagón.
—¡Mierda! -protestó Abner Wilcox-. Nos envían con el ejército del Potomac.
Lew Robinson dejó de hacer marcas.
—¿Y eso qué tiene de malo?
¡El ejército del Potomac jamás ha hecho nada bueno. Para lo único que sirve es para dar vueltas y esperar. Cuando entra en combate, cosa que ocurre muy de vez en cuando, esos inútiles siempre se las arreglan para perder con los rebeldes! Yo quiero estar con Grant. Ese tío sí que es un general.
—Mientras das vueltas y esperas, no te matan -puntualizó Robinson.
—Me revienta ir al este -intervino Ordway-. El maldito este está lleno de irlandeses y de escoria católica romana. Cabrones repugnantes.
—En Fredericksburg nadie lo hizo mejor que la brigada irlandesa. La mayoría de ellos murieron -opinó Robinson débilmente.
Rob J. no tuvo que pensarlo mucho; fue una decisión instantánea. Se puso la punta del dedo debajo del ojo derecho y lo deslizó lentamente por el costado de la nariz: la señal con que un miembro de la Orden le indicaba a otro que estaba hablando demasiado.
¿Funcionó, o fue pura coincidencia? Lanning Ordway lo observó durante un instante, dejó de hablar y se fue a dormir.
A las tres de la mañana hicieron una parada larga en Louisville, donde una batería de artillería se unió al tren de la tropa. El aire estaba más cargado que en Illinois, pero era más suave. Los que estaban despiertos bajaron del tren para estirar las piernas, y Rob J. se ocupó de que el cabo enfermo fuera ingresado en el hospital local. Al terminar regresó a la estación y pasó junto a dos hombres que meaban.
—Aquí no hay tiempo para cavar zanjas, señor -dijo uno de ellos, y se echaron a reír.
El médico civil aún era motivo de risa.
Se acercó a los enormes Parrotts de cuatro kilos y medio y a los obuses de cinco kilos y medio de la batería, que eran asegurados a las bateas con gruesas cadenas. El cañón era cargado a la luz amarilla de unas enormes lámparas de calcio que parpadeaban, proyectando sombras que parecían moverse con vida propia.
—Doctor -dijo alguien suavemente.
El hombre salió de la oscuridad y le cogió la mano, haciendo la señal de reconocimiento. Demasiado nervioso para sentirse ridículo, Rob J. se esforzó por dar la contraseña como si la hubiera utilizado muchas veces.
Ordway lo miró.
—Bien -dijo.
La larga línea gris
Llegaron a odiar el tren de la tropa. Era una tediosa cárcel con forma de serpiente que se arrastraba lentamente por todo Kentucky y serpenteaba con aire cansino entre las colinas. Cuando el tren llegó a Virginia, la noticia corrió de vagón en vagón. Los soldados se asomaban a las ventanillas, pensando que se toparían con el enemigo, pero todo lo que vieron fue un paisaje de montañas y bosques. Cuando se detenían en las poblaciones pequeñas para cargar combustible y agua, la gente se mostraba tan amistosa como en Kentucky, porque la zona oeste de Virginia apoyaba a la Unión. Se dieron cuenta enseguida cuando llegaron a la otra zona de Virginia. En las estaciones no había mujeres con jarras de agua fresca de la montaña o limonada, y los hombres tenían rostro suave e inexpresivo, y ojos vigilantes y párpados pesados.