Chamán (56 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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Barney McGowan sonrió.

—Tiene razón -comentó-. Su padre es un gran hombre. Y un padre afortunado.

—Gracias, señor.-Chamán empezó a salir, pero enseguida se detuvo-. Doctor McGowan. Una de las autopsias que hizo mi padre fue la de una mujer que había sido asesinada de once puñaladas en el pecho, aproximadamente de noventa y cinco milímetros de ancho. Estaban hechas con un instrumento puntiagudo, de forma triangular, que tenía los tres bordes afilados. ¿Tiene idea de qué instrumento podría hacer esa clase de herida?

El patólogo reflexionó interesado.

—Podría haber sido un instrumento médico. Hay uno que es el bisturí Beer, un escalpelo de tres lados que se utiliza para operar las cataratas y eliminar los defectos de la córnea. Pero las heridas que usted describe son demasiado grandes para que las hubiera hecho un bisturí Beer. Tal vez fueron producidas con otro tipo de bisturí. ¿Los bordes cortantes tenían un ancho uniforme?

—No. El instrumento se estrechaba en la punta.

—No conozco ningún bisturí con esa forma. Tal vez las heridas no fueran hechas con un instrumento médico.

Chamán vaciló.

—¿Podrían haber sido producidas con un objeto generalmente utilizado por una mujer?

—¿Una aguja de hacer punto o algo así? Es posible, por supuesto, pero tampoco se me ocurre qué objeto de un ama de casa podría hacer una herida como ésa. -McGowan sonrió-. Déjeme tiempo para pensarlo y volveremos a hablar del tema. Cuando le escriba a su padre -añadió-, déle muchos recuerdos de alguien que estudió con William Fergusson pocos años después que él.

Chamán prometió hacerlo.

La respuesta de su padre no llegó a Cincinnati hasta ocho días antes de que concluyera el semestre, tiempo suficiente para permitirle aceptar el trabajo de verano en el hospital.

Su padre no recordaba al doctor McGowan, pero se alegraba de que Chamán estuviera estudiando patología con otro escocés que había aprendido el arte y la ciencia de la disección con William Fergusson.

Le pidió a su hijo que le transmitiera sus respetos al profesor, así como su autorización para trabajar en el hospital.

La carta era afectuosa y breve, y por la falta de otros comentarios Chamán supo que su padre se sentía triste. No habían tenido noticias del paradero ni de la situación en que se encontraba Alex, y su padre le decía que cada vez que volvían a iniciarse las hostilidades, su madre sentía más pánico.

48

El paseo en barca

A Rob J. no le pasó por alto el hecho de que tanto Jefferson Davis como Abraham Lincoln habían alcanzado el liderazgo que ahora ostentaban, porque habían contribuido a destruir a la nación sauk en la guerra de Halcón Negro. Cuando Davis era un joven teniente del ejército, había llevado personalmente a Halcón Negro y a su hechicero Nube Blanca, Mississippi abajo, desde Fort Crawford hasta el Cuartel Jefferson, donde fueron encarcelados y encadenados. Lincoln había combatido a los sauk con la milicia, como soldado raso y luego como capitán. Ahora ambos hombres respondían al tratamiento de “Señor Presidente”, y hacían que una mitad de la nación norteamericana se enfrentara a la otra.

Rob J. no quería saber nada de semejante galimatías, pero eso era pretender demasiado. Hacia seis semanas que había comenzado la guerra cuando Stephen Hume fue a Holden's Crossing a visitarlo. El exmiembro del Congreso fue sincero y le dijo que había utilizado sus influencias para que lo nombraran coronel del ejército de Estados Unidos. había abandonado su puesto de consejero legal del ferrocarril en Rock Island para organizar el regimiento 102 de voluntarios de Illinois, y había ido a ofrecerle al doctor Cole el puesto de médico del regimiento.

—Eso no es para mi, Stephen.

—Doctor, me parece correcto poner objeciones a la guerra en un nivel abstracto. Pero en estos momentos nos enfrentamos a los hechos y existen buenas razones por las que deberíamos participar en esta guerra.

—No creo que matar a un montón de gente vaya a cambiar la forma de pensar de nadie sobre la esclavitud o el libre comercio. Además, tú necesitas a alguien más joven y más malvado. Yo soy un hombre de cuarenta y cuatro años, y he engordado.

Y había engordado. Tiempo atrás, cuando los esclavos que escapaban se refugiaban en su escondite, Rob J. se había acostumbrado a ponerse comida en el bolsillo mientras recorría la cocina: un boniato cocido al horno, un trozo de pollo frito, un par de bollos dulces para alimentar a los fugitivos. Ahora seguía cogiendo comida, pero se la comía él, para consolarse.

—Bueno, de acuerdo, pero eres tú el que me interesa, gordo o delgado, malvado o bueno -insistió Hume-. Es más, en este momento sólo hay noventa médicos en todo el maldito ejército. Será una gran oportunidad. Entrarás como capitán y serás comandante antes de lo que imaginas. Un médico como tú está destinado a ascender.

Rob J. sacudió la cabeza. Pero apreciaba a Stephen Hume, y le tendió la mano.

—Espero que regreses sano y salvo, coronel.

Hume le dedicó una sonrisa forzada y le estrechó la mano. Unos días más tarde, en el almacén, Rob J. se enteró de que Tom Beckermann había sido designado médico castrense del regimiento 102.

Durante tres meses los dos frentes estuvieron jugando a la guerra, pero en julio fue evidente que estaba tomando forma una confrontación a gran escala. Mucha gente tenía el convencimiento de que el problema se solucionaría rápidamente, pero aquella primera batalla fue una epifanía para la nación. Rob J. leía las noticias del periódico con tanta avidez como cualquier amante de la guerra.

En Manassas, Virginia, a cuarenta kilómetros al sur de Washington, más de treinta mil soldados de la Unión al mando del general Irvin McDowell se enfrentaron a veinte mil confederados bajo las órdenes del general Pierre G. T. Beauregard. Aproximadamente otros once mil confederados se concentraban en el valle Shenandoah, a las órdenes del general Joseph E. Johnston, preparados para atacar a otro cuerpo de la Unión de catorce mil hombres al mando del general Robert Patterson. Con la esperanza de que Patterson mantuviera ocupado a Johnston, el 12 de julio McDowell condujo a su ejército contra los sureños, cerca de Sudley Ford, en Bull Run Creek.

Apenas fue un ataque por sorpresa.

Exactamente antes de que McDowell atacara, Johnston se escabulló, librándose de Patterson, y unió sus fuerzas a las de Beauregard. El plan de batalla del Norte era tan conocido que los miembros del Congreso y los funcionarios habían abandonado Washington llevándose a sus esposas e hijos en cabriolés y calesas a Manassas, donde organizaron suculentas comidas al aire libre y se prepararon para contemplar el espectáculo, como si se tratara de una carrera atlética. El ejército había contratado a montones de conductores para que permanecieran junto a los carros que se utilizarían como ambulancias en el caso de que hubiera heridos. Muchos de los conductores de las ambulancias se llevaban su propio whisky a la excursión.

Mientras este público miraba con placer y fascinación, los soldados de McDowell cayeron contra la fuerza combinada confederada. La mayoría de los hombres de ambos bandos eran soldados rasos no entrenados que luchaban con más fervor que arte. Los soldados confederados, reclutados entre los ciudadanos, cedieron unos cuantos kilómetros y luego se mantuvieron firmes, dejando que los del Norte se agotaran en varios ataques frenéticos. Entonces Beauregard ordenó el contraataque. Las exhaustas tropas federales cedieron. Pronto su retirada se convirtió en una desbandada.

La batalla no fue lo que el público había esperado. Los sonidos combinados del fuego de rifles y artillería y de las voces humanas eran espantosos, y el panorama aún peor. En lugar de un espectáculo de atletismo presenciaron la transformación de hombres vivos en seres destripados, decapitados y tullidos. Hubo infinidad de muertos. Algunos de los civiles se desmayaban, otros lloraban. Todos intentaban huir, pero una granada había hecho volar un carro y matado a un caballo, bloqueando el camino principal de la retirada. La mayoría de los aterrorizados civiles conductores de ambulancias, tanto los borrachos como los sobrios, se habían marchado con los carros vacíos. Los pocos que intentaron recoger a los heridos se encontraron atrapados en un mar de vehículos de civiles y caballos encabritados. Los que estaban muy malheridos quedaron tendidos en el campo de batalla, gritando, hasta que murieron. Algunos de los heridos que no necesitaron ser ingresados tardaron varios días en regresar a Washington.

En Holden's Crossing la victoria de los confederados dio nuevo impulso a los simpatizantes del Sur. Rob J. se sentía más deprimido por el criminal abandono de las víctimas que por la derrota. A principios del otoño se supo que en Bull Run se habían producido casi cinco mil muertos, heridos o desaparecidos, y que muchas vidas se habían perdido como consecuencia de la falta de cuidados.

Una noche, mientras estaban sentados en la cocina de los Cole, él y Jay Geiger evitaron hablar de la batalla. Comentaron incómodos la noticia de que Judah P. Benjamin, el primo de Lillian Geiger, había sido designado secretario de guerra de la Confederación. Pero estaban absolutamente de acuerdo en la cruel idiotez de los ejércitos, que no rescataban a sus propios heridos.

—Aunque resulte diícil -dijo Jay-, no debemos permitir que esta guerra ponga fin a nuestra amistad.

—¡Claro que no!

Rob J. pensaba que la amistad entre ellos no debía concluir, pero ya estaba estropeada. Se sorprendió cuando al marcharse de su casa Geiger lo abrazó como haría un amante.

—Quiero a tu familia como si fuera la mía -declaró Jay-. Haría cualquier cosa por asegurar su felicidad.

Al día siguiente, Rob J. comprendió las palabras de despedida de Jay cuando Lillian, sentada en la cocina de los Cole, les contó sin derramar una lágrima que al amanecer su esposo se había marchado al Sur para ofrecerse como voluntario a las fuerzas de la Confederación.

A Rob J. le parecía que todo el mundo se había vuelto sombrío, a juego con el gris de los confederados. A pesar de todo lo que hizo, Julia Blackmer, la esposa del pastor, siguió tosiendo hasta que murió, precisamente antes de que el aire del invierno se volviera frío y penetrante.

En el cementerio, el pastor lloraba mientras recitaba las oraciones, y cuando la primera palada de tierra y piedras cayó con un ruido sordo sobre el ataúd de pino, Sarah le apretó la mano a Rob J. con tal fuerza que le hizo daño. Durante los días siguientes, los miembros del rebaño de Lucian Blackmer se reunieron para apoyar a su pastor, y Sarah organizó a las mujeres de tal manera que al señor Blackmer nunca le faltó compañía ni alguien que le preparara la comida. Rob J. pensaba que al pastor le convenía un poco de intimidad para desahogar su pena, pero el señor Blackmer parecía agradecido por las buenas obras.

Antes de Navidad, la madre Miriam Ferocia le confió a Rob J. que había recibido una carta de una firma de abogados de Frankfurt en la que le comunicaban la muerte de Ernst Brotknecht, su padre. En su testamento había dispuesto la venta de la fábrica de carros de Frankfurt y la de carruajes de Munich, y la carta añadía que una considerable cantidad de dinero estaba esperando a la hija, conocida en su vida anterior como Andrea Brotknecht.

Rob J. le expresó sus condolencias por la muerte de su padre, a quien hacia varios años que ella no veía. Luego dijo:

—¡Vaya! ¡Es usted rica, madre Miriam!

—No -repuso ella tranquilamente.

Cuando tomó los hábitos había prometido entregar todos sus bienes materiales a la Santa Madre Iglesia. Ya había firmado documentos que cedían la herencia a la jurisdicción de su arzobispo.

Rob J. se sintió molesto. Durante todos esos años, y porque detestaba ver sufrir a las monjas, él había hecho una serie de pequeños regalos a la comunidad. había sido testigo del rigor de su vida, del severo racionamiento y de la falta de cualquier cosa que pudiera considerarse un lujo.

—Un poco de dinero sería importante para las hermanas de su comunidad. Si no podía aceptarlo para usted misma, debería haber pensado en sus monjas.

Pero ella no se dejó convencer por el enfado de Rob J.

—La pobreza es una parte esencial de la vida de las monjas -dijo, y respondió con exasperante indulgencia cristiana cuando él se despidió bruscamente.

Con la partida de Jason también perdió gran parte del calor que aún conservaba su vida. Podría haber seguido haciendo música con Lillian, pero el piano y la viola de gamba sonaban extrañamente insustanciales sin la melodiosa amalgama del violín de Jay, y ambos encontraron excusas para no tener que tocar solos.

En la primera semana de 1862, en un momento en que Rob J. se sentía especialmente descontento, tuvo la alegría de recibir una carta de Harry Loomis, de Boston, acompañada por la traducción de un informe publicado en Viena varios años antes por un médico húngaro llamado Ignaz Semmelweis. El trabajo de Semmelweis, titulado La etiología, concepto y proflaxis de la fiebre del parto, básicamente apoyaba el trabajo hecho en Norteamérica por Oliver Wendell Holmes. En el Hospital General de Viena, Semmelweis había llegado a la conclusión de que la fiebre del parto, que mataba a doce madres de cada cien, era contagiosa. Tal como había hecho Holmes décadas antes, él había descubierto que los propios médicos eran los que propagaban la enfermedad por el mero hecho de no lavarse las manos.

Harry Loomis añadía que estaba cada vez más interesado en los medios de prevenir la infección de heridas e incisiones quirúrgicas.

Le preguntaba a Rob J. si conocía las investigaciones del doctor Milton Akerson, que trabajaba en ese tipo de problemas en el Hospital del Valle del Mississippi, en Cairo, Illinois, que según tenía entendido no estaba demasiado lejos de Holden's Crossing.

Rob J. no había oído hablar del trabajo del doctor Akerson, pero en seguida sintió deseos de visitar Cairo para conocerlo. No obstante tardó varios meses en tener la oportunidad. Siguió cabalgando sobre la nieve para hacer sus visitas, pero finalmente, con la llegada de las lluvias de primavera, las cosas se calmaron. La madre Miriam le aseguró que ella y las hermanas vigilarían a sus pacientes, y Rob J. anunció que Iba a viajar a Cairo para tomarse unas breves vacaciones. El miércoles 9 de abril condujo a Boss por el barro pegajoso de los caminos hasta Rock Island, donde dejó el caballo en un establo; al anochecer subió a una balsa que lo llevó Mississippi abajo. Viajó durante toda la noche, razonablemente abrigado bajo el techo de la cabina, durmiendo sobre los leños que había cerca del hornillo de la cocina. A la mañana siguiente cuando bajó de la balsa tras la llegada a Cairo, seguía lloviendo y se sentía entumecido.

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