Chamán (53 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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—¡Hola! Yo soy P. P. Cooke, de Xenia. Billy Henried ha salido a buscar sus libros. Tú debes de ser Torrington, de Kentucky, o el sordo.

Chamán se echó a reír repentinamente relajado.

—Soy el sordo -confirmó-. ¿Te importa que te llame Paul?

Esa noche se observaron mutuamente y sacaron sus conclusiones.

Cooke era hijo de un comerciante de piensos, próspero a juzgar por sus ropas y demás pertenencias. Chamán se dio cuenta de que era un joven acostumbrado a hacer el ridículo tal vez por su corpulencia, pero sus ojos pardos, que no pasaban nada por alto, revelaban una aguda inteligencia. Billy Henried era menudo y tranquilo. Les contó que había crecido en una granja de las afueras de Columbus y que había asistido al seminario durante dos años, hasta que decidió que no estaba hecho para el sacerdocio. Ruel Torrington, que no llegó hasta después de la cena, fue una sorpresa. Doblaba en edad a sus compañeros de habitación, y ya era un veterano en la práctica de la medicina. había trabajado de aprendiz de un médico desde muy joven, y ahora había decidido asistir a la facultad de medicina para legitimar su título de "doctor".

Los otros tres estudiantes que ocupaban la 2-B estaban fascinados por los antecedentes de Torrington; al principio creían que sería una ventaja estudiar junto a un médico con experiencia, pero Torrington llegó de mal humor y continuó adusto mientras estuvieron juntos. La única cama que quedaba libre cuando él llegó era la de arriba, junto a la pared, y no le gustó. Resultó evidente que despreciaba a Cooke porque era gordo, a Chamán porque era sordo y a Henried porque era católico.

Su animosidad unió a los otros tres en una rápida alianza, y no perdieron demasiado tiempo con él.

Cooke llevaba allí varios días y había reunido información que compartió con los demás. La facultad contaba con un cuerpo docente de elevada reputación, pero dos de sus estrellas brillaban más que las otras. Una era el profesor de cirugía, el doctor Berwyn, que también era el decano. El otro, el doctor Barnett A. McGowan, era un patólogo que dictaba el temido curso conocido como "A y F": anatomía y fisiología.

—Le apodan Barney -les confió Cooke-. Dicen que ha suspendido a más estudiantes de medicina que todos los demás profesores juntos.

A la mañana siguiente Chamán fue a una caja de ahorros y depositó la mayor parte del dinero que llevaba. El y su padre habían previsto cuidadosamente sus necesidades financieras. La matrícula costaba sesenta dólares al año, cincuenta si el pago era anticipado. habían añadido dinero para el alojamiento y las comidas, los libros, el transporte y otros gastos. Rob J. se había mostrado contento de pagar todo lo necesario, pero Chamán había insistido tenazmente en que dado que su educación médica era una idea suya, era él quien debía pagarla. Finalmente se pusieron de acuerdo en que firmaría una nota a su padre, prometiendo devolverle hasta el último dólar después de su graduación.

Después de salir del banco, su siguiente gestión consistió en encontrar al tesorero de la facultad y pagar su matrícula. No se sintió animado cuando el funcionario le explicó que si era despedido por razones académicas o de salud, sólo se le devolvería una parte del dinero de la matricula.

La primera clase a la que asistió como estudiante de medicina fue una conferencia de una hora sobre las enfermedades de las mujeres. En el instituto, Chamán había aprendido que era imprescindible llegar a las clases tan pronto como pudiera para sentarse en los primeros asientos y leer el movimiento de los labios con la máxima precisión. Llegó tan temprano que consiguió un lugar en la primera fila, lo cual fue una suerte porque el profesor Harold Meigs hablaba a toda velocidad. Chamán había aprendido a tomar notas mientras miraba los labios del conferenciante en lugar de mirar el papel. Escribió con cuidado, consciente de que Rob J. querría leer sus notas para ponerse al corriente de cómo se llevaba a cabo la formación de los médicos.

La siguiente clase, de química, le reveló que tenía suficiente experiencia de laboratorio para el nivel de la facultad. Esto lo animó, y estimuló su apetito por la comida y también por el trabajo. Fue al comedor del hospital a tomar un almuerzo rápido de galletas y sopa de carne, que dejaba mucho que desear. Luego fue a toda prisa a la Librería Cruikshank, que abastecía a la facultad, y allí alquiló un microscopio y compró los libros que necesitaba: Terapéutica general y materia médica, de Dunglison; Fisiología humana, de McGowan; Placas anatómicas, de Quain; Cirugía operativa, de Berwyn; química de Fowne, y dos libros de Meigs:

La mujer, sus enfermedades y remedios y Enfermedades infantiles.

Mientras el anciano empleado le hacía la cuenta, Chamán apartó la vista y vio al doctor Berwyn que conversaba con un hombre bajo, de expresión airada; cuya pulcra barba estaba salpicada de mechones grises, lo mismo que su cabellera; era tan peludo, como Berwyn calvo. Estaban evidentemente enzarzados en una discusión, aunque sin duda hablaban en voz baja, porque nadie de los que pasaban por allí les prestó atención. El doctor Berwyn estaba casi de espaldas a Chamán, pero el otro hombre se encontraba totalmente de frente, y Chamán leyó el movimiento de sus labios más por reflejo que por indiscreción.

—… sé que este país va a entrar en guerra. Soy muy consciente, señor, de que la clase de los que empiezan tiene cuarenta y dos alumnos, en lugar de los sesenta de siempre, y sé muy bien que algunos de ellos se irán a luchar en cuanto los estudios de medicina les resulten duros. En una época como ésta debemos tener especial cuidado para que no descienda nuestro nivel. Harold Meigs dice que ha aceptado usted algunos estudiantes que habría rechazado el año pasado. Me han informado que entre ellos hay incluso un sordomudo…

Afortunadamente, en ese momento el empleado le tocó el brazo a Chamán y le presentó la cuenta.

—¿Quién es el caballero que habla con el doctor Berwyn?

El mudo tenía voz.

—Es el doctor McGowan, señor -respondió el empleado.

Chamán asintió, recogió sus libros y desapareció.

Varias horas más tarde, el profesor Barnett Alan McGowan estaba sentado ante su mesa del laboratorio de la facultad, copiando unas notas en los registros definitivos. Todos los registros estaban relacionados con la muerte, ya que el doctor McGowan rara vez hacía algo que tuviera que ver con un paciente vivo. Como algunas personas consideraban la muerte como un paisaje poco deseable, él se había acostumbrado a que le asignaran lugares de trabajo que estaban fuera de la vista. En el hospital, donde el doctor McGowan era jefe de patología, la sala de disección estaba en el sótano del edificio principal. Aunque acorde con el túnel de paredes de ladrillo que se extendía debajo de la calle -entre el hospital y la facultad-, era un sitio tenebroso, notable por las tuberías que atravesaban su techo bajo.

El laboratorio de anatomía de la facultad de medicina estaba en la parte de atrás del edificio, en el segundo piso. Se llegaba a él desde el pasillo y desde una escalera independiente. En la estrecha habitación había una ventana alta, sin cortina, que dejaba entrar la luz plomiza del invierno.

En un extremo del suelo astillado, frente a la mesa del profesor, había un pequeño anfiteatro con los asientos dispuestos en gradas, demasiado juntos para que resultaran cómodos, pero no para concentrarse. En el otro extremo había tres filas de mesas de disección para los alumnos.

En el centro de la habitación se veía un recipiente con salmuera, que contenía distintas partes del cuerpo humano, y una mesa en la que había varios instrumentos de disección puestos en fila. Encima de un tablón colocado sobre unos caballetes, fuera de la vista y completamente tapado por una sábana blanca y limpia, se encontraba el cuerpo de una mujer joven. Los datos que el profesor apuntaba en el registro correspondían al cuerpo de la mujer.

Veinte minutos antes de que comenzara la clase entró un estudiante en el laboratorio. El profesor McGowan no levantó la vista ni saludó al joven alto; mojó la plumilla en la tinta y siguió escribiendo mientras el alumno iba directamente al asiento del medio de la primera fila y dejaba en él su libreta. No se sentó, sino que se paseó por el laboratorio, observandolo todo____________________lo todo.

Se detuvo delante del recipiente con salmuera y, para asombro del doctor McGowan, cogió el palo de madera que tenía el gancho de hierro en la punta y empezó a pescar las distintas partes del cuerpo de la solución salina, como un niño que juega en un estanque. En los diecinueve años que el doctor McGowan llevaba dando clases de anatomía a los alumnos principiantes, jamás había visto a ninguno de ellos comportarse de esa forma. Los alumnos llegaban por primera vez a la clase de anatomía con solemne dignidad. Por lo general caminaban lentamente, a menudo con miedo.

—¡Oiga! ¡Ya está bien! Deje el gancho en la mesa -ordenó McGowan.

El joven no dio señales de haber oído, ni siquiera cuando el profesor batió las palmas bruscamente, y McGowan supo instantáneamente de quién se trataba. Empezó a levantarse, pero volvió a sentarse enseguida, deseoso de ver lo que ocurría a continuación.

El joven movió el gancho selectivamente entre las partes del cuerpo del recipiente. La mayoría de ellas eran viejas, y muchas habían sido cortadas por otros estudiantes en la clase. Su estado general de mutilación y descomposición era el elemento clave en la conmoción que producía una primera clase de anatomía. McGowan vio que el joven sacaba a la superficie una mano con la muñeca, y una pierna destrozada.

Luego levantó un antebrazo y una mano que estaba evidentemente en mejores condiciones que la mayoría de las piezas anatómicas. McGowan observó cómo utilizaba el gancho para llevar el espécimen elegido hasta la parte superior del rincón derecho del recipiente, y luego lo cubría con otros de aspecto lamentable… ¡ocultándolo!

Enseguida colocó el palo con el gancho donde lo había encontrado, y se acercó a la mesa, donde se dedicó a inspeccionar las hojas de los escalpelos. Cuando encontró uno que le gustó, lo colocó ligeramente más arriba que los demás, y luego regresó al anfiteatro para ocupar su asiento.

El doctor McGowan decidió no prestarle más atención, y durante los diez minutos siguientes siguió trabajando en sus registros. Finalmente empezaron a llegar los alumnos al laboratorio. Se sentaron enseguida. Muchos ya estaban pálidos, porque en la sala había olores que daban alas a sus fantasías y temores.

A la hora exacta en que debía comenzar la clase, el doctor McGowan dejó su pluma y se colocó delante del escritorio.

—Caballeros -dijo.

Cuando todos guardaron silencio, hizo la presentación.

—En este curso estudiamos a los muertos para conocer mejor y ayudar a los vivos. Los primeros registros de estos estudios fueron hechos por los antiguos egipcios, que disecaron los cadáveres de los desdichados a los que mataban en los sacrificios. Los antiguos griegos son los verdaderos padres de la investigación fisiológica. Existía una gran facultad de medicina en Alejandría, donde Herophilus de Calcedonia estudió los órganos y las vísceras humanas. El dio nombres al calamus scriptorius y al duodeno.

El doctor McGowan era consciente de que los ojos del joven de la primera fila no se apartaban de sus labios. Estaba realmente pendiente de cada una de sus palabras.

Siguió la pista de la desaparición del estudio anatómico en el vacio supersticioso de la Edad de las Tinieblas, y su reaparición después del 1300 de nuestra era.

La última parte de su conferencia trataba sobre el hecho de que después de que el espíritu había dejado de existir, los investigadores debían tratar el cuerpo sin temor pero con deferencia.

—En mis tiempos de estudiante en Escocia, mi profesor comparaba el cuerpo después de la muerte con una casa cuyo propietario se ha mudado. Decía que el cuerpo debe ser tratado con cuidado y dignidad, por respeto al alma que vivía en él -reflexionó el doctor McGowan, y se sintió molesto al ver que el joven de la primera fila sonreía.

Les indicó que cada uno debía coger un espécimen del recipiente y un cuchillo, disecar la pieza anatómica escogida y hacer un dibujo de lo que veían; antes de salir del aula debían entregarlo. En la primera clase siempre se producía un momento de vacilación, cierta reticencia a comenzar. Mientras los demás remoloneaban, el joven que había llegado primero se levantó enseguida y se acercó al recipiente, del que cogió el espécimen que había escondido, y luego el escalpelo afilado. Mientras los demás empezaban a arremolinarse junto al recipiente, él ya se había instalado en la mesa de disección que estaba mejor iluminada.

El doctor McGowan era plenamente consciente del nerviosismo de la primera clase de anatomía. El estaba acostumbrado al hedor dulzón que emanaba del recipiente de salmuera, pero sabía el efecto que causaba en los no iniciados. había sometido a algunos de ellos a una tarea ingrata, porque muchos especímenes se encontraban en un estado tan lamentable que era imposible disecarlos bien y dibujarlos con precisión, y tuvo en cuenta ese detalle. El ejercicio era una disciplina, la primera herida de sangre de unas tropas inmaduras. Era un desafío a su capacidad de enfrentarse a lo desagradable y a la adversidad, y un duro aunque necesario mensaje de que el ejercicio de la medicina suponía algo más que cobrar honorarios y disfrutar de un lugar respetable en la sociedad.

Al cabo de unos minutos varios alumnos habían abandonado la sala; uno de ellos era un hombre joven que había salido a toda prisa. Para satisfacción del doctor McGowan, todos acabaron por regresar. Durante casi una hora se paseó entre las mesas de disección, comprobando el avance de los trabajos. En la clase había varios hombres maduros que habían practicado la medicina después de un aprendizaje, y que no sentían las náuseas de algunos estudiantes. El doctor McGowan sabía por experiencia que algunos serían médicos excelentes; pero vio a uno de ellos, un tal Ruel Torrington, que cortaba torpemente un hombro, y suspiró pensando en las desastrosas cirugías que el hombre habría dejado a su paso.

Se detuvo unos segundos más en la última mesa, donde un joven gordo, de rostro sudoroso, se esforzaba trabajando en una cabeza que era casi todo cráneo.

Frente al joven gordo trabajaba el chico sordo. tenía experiencia y había utilizado el escalpelo muy bien para abrir el brazo en capas. El hecho de que supiera hacer esto revelaba un conocimiento previo de la anatomía, lo cual sorprendió agradablemente a McGowan, que notó que las articulaciones, los músculos, los nervios y los vasos sanguíneos estaban perfectamente clasificados y representados en el dibujo. Mientras él miraba, el joven escribía su nombre en letras de imprenta en la hoja del dibujo y se la entregaba: Cole, Robert J.

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