Chamán (25 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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—Ven a la cama, Rob —le dijo.

Al día siguiente, Rob empezó a ponerse en contacto con los médicos de la región, invitándolos a una reunión. Esta se celebró algunas semanas más tarde en una habitación que había arriba de la tienda de forrajes de Rock Island. Para entonces, Rob J. ya había utilizado el éter en otras tres ocasiones. Siete médicos y Jason Geiger asistieron a la reunión y escucharon lo que Loomis había escrito, y el informe de Rob sobre sus propios casos.

Las reacciones oscilaron desde el enorme interés hasta el abierto escepticismo. Dos de los asistentes encargaron éter y cucuruchos de éter a Jay.

—Es una moda pasajera —afirmó Thomas Beckermann—, como todas esas tonterías de lavarse las manos. —Algunos sonrieron porque conocían el excéntrico uso que hacia Rob Cole del agua y el jabón—. Tal vez los hospitales de las grandes ciudades puedan perder el tiempo en ese tipo de cosas. Pero un puñado de médicos de Boston no va a decirnos cómo debemos practicar la medicina en el Oeste.

Los otros médicos se mostraron más discretos que Beckermann. Tobías Barr comentó que le gustaba la experiencia de reunirse con otros médicos para compartir ideas, y sugirió que formaran la Asociación de Médicos del Distrito de Rock Island, cosa que hicieron de inmediato.

El doctor Barr fue elegido presidente. Rob J. fue elegido secretario correspondiente, honor que no pudo rechazar porque a cada uno de los presentes se le encomendó la dirección de una oficina, o la presidencia de un comité que Tobías Barr describió como algo de auténtica trasformación.

Fue un mal año. Una tarde de calor y bochorno de finales del verano, cuando los cultivos alcanzaban la madurez, el cielo quedó rápidamente encapotado y oscuro. Retumbaron los truenos, y los relámpagos surcaron las densas nubes. Mientras quitaba las malas hierbas del huerto, Sarah vio que a lo lejos, en la pradera, un delgado embudo se extendía hacia la tierra, desde las nubes. Se retorcía como una serpiente gigantesca y emitió un siseo que se convirtió en un poderoso rugido mientras la boca del embudo alcanzaba la pradera y comenzaba a chupar tierra y escombros.

Se alejaba de donde ella se encontraba, pero no obstante Sarah corrió a buscar a los niños y los llevó al sótano.

A doce kilómetros de distancia, Rob J. también había visto el tornado de lejos. En unos minutos había desaparecido, pero cuando llegó a la granja de Hans Buckman vio que había arrasado cuarenta acres de maíz.

—Como si Satán blandiera una gigantesca guadaña —comentó Buckman en tono amargo.

Algunos granjeros habían perdido el maíz y el trigo. La vieja yegua blanca de los Mueller fue tragada por el vórtice y escupida sin vida en unos pastos cercanos, a unos cien metros de distancia. Pero el tornado no se había cobrado vidas humanas, y todos pensaron que Holden’s Crossing había tenido suerte.

A la llegada del otoño, cuando la gente aún se felicitaba por su buena suerte, estalló una epidemia. Era la estación en la que se suponía que el aire frío garantizaba el vigor y la buena salud. En la primera semana de octubre, ocho familias cayeron enfermas de una afección que Rob J. no supo cómo denominar. Se trataba de una fiebre acompañada de algunos de los síntomas biliares de la fiebre tifoidea, aunque él sospechaba que no era ésta. Cuando se dio cuenta de que cada día se producía al menos un nuevo caso, pensó que tendrían graves problemas.

Había empezado a dirigirse hacia la casa comunal para decirle a Makwa-ikwa que se preparara para salir con él, pero cambió de idea y se encaminó hacia la cocina de su casa.

—La gente empieza a coger una fiebre peligrosa que sin duda se extenderá. Tal vez esté fuera varias semanas.

Sarah asintió gravemente para mostrar su comprensión. Cuando él le preguntó si quería acompañarlo, su rostro se iluminó de tal manera que a Rob no le quedó duda alguna.

—Vas a estar lejos de los chicos —le advirtió.

—Makwa los cuidará mientras estemos fuera. Makwa es realmente fantástica con ellos —afirmó.

Se marcharon esa tarde. Al comienzo de una epidemia, Rob acostumbraba detenerse en todas las casas en las que sabía que había personas afectadas, en un intento de apagar el fuego antes de que se produjera una conflagración. Vio que todos los casos comenzaban de la misma forma, con temperatura repentinamente elevada, o con una inflamación de garganta seguida de fiebre. Habitualmente, enseguida se producía una diarrea con gran cantidad de bilis amarillo verdosa. En todos los pacientes la boca se llenaba de pequeñas papilas, al margen de que la lengua estuviera seca o húmeda, negruzca o blanquecina.

Al cabo de una semana, Rob J. supo que si el paciente no presentaba otros síntomas, moriría. Si los primeros síntomas eran seguidos por escalofríos y dolor en las extremidades, a menudo agudo, probablemente el paciente se recuperaría. Los furúnculos y otros abscesos que aparecían al final de la fiebre eran signos favorables. No tenía idea de cómo tratar la enfermedad. Dado que la diarrea inicial a menudo interrumpía la fiebre elevada, a veces intentaba estimular su inicio administrando medicamentos. Cuando se estremecían a causa de los escalofríos, les daba el tónico verde de Makwa-ikwa mezclado con un poco de alcohol para provocar la transpiración, y les aplicaba cataplasmas de mostaza. Poco después de que comenzara la epidemia, él y Sarah se encontraron con Tom Beckermann, que iba a visitar a algunos enfermos de fiebre.

—Fiebre tifoidea, seguro —opinó Beckermann.

Rob no opinaba lo mismo. No aparecían manchas rojas en el abdomen, y tampoco hemorragia anal. Pero no discutió. Fuera cual fuese la enfermedad que fulminaba a la gente, darle un nombre u otro no la haría menos espantosa. Beckermann les contó que el día anterior habían muerto dos pacientes suyos después de una abundante sangría y de aplicarle ventosas. Rob hizo todo lo posible por mostrarle la inconveniencia de hacer una sangría a un paciente para combatir la fiebre, pero Beckermann era el tipo de médico que no estaba dispuesto a seguir ningún tratamiento recomendado por el otro médico del pueblo. A los pocos minutos se despidieron del doctor Beckermann. Nada molestaba tanto a Rob J. como un mal médico.

Al principio le parecía raro tener a su lado a Sarah y no a Makwa-ikwa.

Sarah se apresuraba a hacer todo lo que él le pedía, y no podría haberse esforzado más. La diferencia estaba en que él tenía que pedirle y enseñarle, en tanto Makwa había llegado a saber todo lo necesario sin que él se lo dijera. Delante de los pacientes, o cabalgando de una casa a otra, él y Makwa habían mantenido prolongados y cómodos silencios; al principio Sarah hablaba sin parar, feliz de tener la posibilidad de estar con él, pero a medida que atendían más pacientes y el cansancio se fue convirtiendo en algo habitual, se volvió más callada.

La enfermedad se extendió rápidamente. Por lo general, si en una casa alguien caía enfermo, los demás miembros de la familia también enfermaban. Sin embargo, Rob J. y Sarah iban de casa en casa y no se contagiaban, como si tuvieran una armadura invisible. Cada tres o cuatro días intentaban regresar a casa para darse un baño, cambiarse de ropa y dormir unas pocas horas. La casa estaba caliente y limpia, impregnada de los aromas de la comida caliente que Makwa les preparaba. Estaban un rato con los niños, luego guardaban el tónico verde que Makwa había preparado mientras ellos estaban de viaje y que había mezclado con un poco de vino siguiendo las instrucciones de Rob, y volvían a marcharse. Entre una y otra visita al hogar, dormían acurrucados uno contra el otro allí donde podían, por lo general en algún pajar o delante de la chimenea de alguna casa.

Una mañana, un granjero llamado Benjamín Haskell entró en el granero y quedó boquiabierto al ver que el médico tenía el brazo debajo de la falda de su mujer. Eso era lo más cerca que habían estado de hacer el amor durante las seis semanas que duró la epidemia. Las hojas empezaban a cambiar de color cuando comenzó y, al concluir, el suelo estaba cubierto por una capa de nieve.

El día que regresaron a casa y se dieron cuenta de que no era necesario que volvieran a salir, Sarah envió a los niños en el carro con Makwa hasta la granja de Mueller a buscar cestos de manzanas para preparar compota. Se dio un largo baño delante de la chimenea y luego hirvió más agua y preparó el baño para Rob, y cuando él estuvo en la bañera ella regresó y lo lavó lenta y suavemente, como habían lavado a los pacientes, aunque de forma muy distinta, usando la mano en lugar de una toalla. Empapado y tembloroso, él la siguió por la casa fría, escaleras arriba, y se metieron debajo de las abrigadas mantas, donde se quedaron varias horas hasta que Makwa regresó con los niños.

Pocos meses después Sarah quedó embarazada pero abortó enseguida, asustando a Rob por la gran cantidad de sangre que perdía, hasta que por fin cesó la hemorragia. El se dio cuenta de que sería peligroso que Sarah volviera a concebir, y a partir de ese momento tomó sus precauciones. La observaba ansiosamente buscando en sus actitudes señales de oscuros fantasmas, cosa que solía suceder a las mujeres después de abortar un feto; pero aparte de un pálido aire meditabundo que se manifestaba en largos períodos de concentración con sus ojos violeta cerrados, ella pareció recuperarse tan pronto como cabía esperar.

24

Música de primavera

Los niños Cole se quedaban, por tanto, con frecuencia y durante largos períodos, al cuidado de la mujer sauk. Chamán se acostumbró tanto al olor a bayas machacadas de Makwa-ikwa como lo estaba al olor blanco de su madre natural, al tono oscuro de su piel como a la palidez rubia de Sarah. Y luego se acostumbró aún más. Si Sarah se apartó de la maternidad, Makwa aceptó la oportunidad ansiosamente, acercando al pequeño, el hijo de Cawso wabeskiou al calor de su pecho, encontrando una satisfacción que no experimentaba desde que había tenido en brazos a su pequeño hermano, El-que-posee-Tierra. Ella lanzó un hechizo de amor sobre el niño blanco. A veces le cantaba:

Ni-na ne-gi-se ke-wi-to-se-me-ne ni-na,

ni—na ne—gi—se ke-wi—to-sene-ne ni-na,

wi-a-ya-ni,

ni-na ne-gi-se ke-wi-to-se-ne-ne ni-na.

(Camino a tu lado, hijo mío,

camino a tu lado, hijo mío,

vayas donde vayas,

camino a tu lado, hijo mío.

A veces cantaba para protegerlo:

Tti-la-ye ke-wi-ta-no-ne i-no-ki,

tti-la-ye ke-uJi-ta-no-ne i-no-ki-i-i.

Me-na-ko-te-si-ta

ki-ma-ma-to-me-ga.

Ke-te-na-ga-yo-se.

Espíritu, hoy te convoco,

espíritu, ahora te hablo.

El que está muy necesitado

te venerará.

Envíame tus bendiciones.

Muy pronto fueron éstas las canciones que Chamán canturreaba mientras seguía los pasos de Makwa. Y Alex iba tras él con expresión triste, vigilando mientras otro adulto reclamaba una parte de su hermano.

Alex obedecía a Makwa, pero ella se daba cuenta de que la suspicacia y la aversión que a veces veía en sus jóvenes ojos eran un reflejo de los sentimientos de Sarah Cole hacia ella. No le importaba demasiado.

Alex era un niño, y ella se esforzaba por ganarse su confianza. En cuanto a Sarah… Makwa no olvidaba que los sauk siempre habían tenido enemigos.

Jay Geiger, ocupado con su botica, había contratado a Mort London para que arara el primer trozo de su granja, una tarea lenta y brutal.

Mort había tardado desde abril hasta finales de julio en roturar en profundidad, proceso que resultó más costoso porque había que dejar que las raíces se pudrieran totalmente durante dos o tres años antes de arar de nuevo el campo y sembrarlo, y porque Mort había cogido la sarna de Illinois, que afectaba a la mayoría de los hombres que roturaban la tierra de la pradera. Algunos pensaban que la hierba en descomposición emanaba un miasma que transmitía la enfermedad a los agricultores, mientras otros decían que la enfermedad surgía por la mordedura de los diminutos insectos que ponía en movimiento la reja del arado. La indisposición era desagradable, y la piel se abría en pequeñas llagas que picaban. Tratada con azufre podía quedar reducida a una molestia pero si se la descuidaba podía desembocar en una fiebre fatal, como la que había matado a Alexander Bledsoe, el primer marido de Sarah.

Jay insistió en que incluso los ángulos de su campo debían ser cuidadosamente arados y sembrados. De acuerdo con la antigua ley judía, en la época de la cosecha dejaba esos ángulos sin cosechar para que los pobres recogieran los frutos. Cuando el primer trozo empezó a dar una buena cantidad de maíz, estaba en condiciones de preparar el segundo trozo para plantar trigo. Para entonces Mort London era sheriff, y ninguno de los otros granjeros estaba dispuesto a trabajar por un jornal.

Era una época en la que los culis chinos no se atrevían a abandonar las cuadrillas de trabajadores del ferrocarril porque podían caer en una trampa si lograban llegar al pueblo más cercano. De vez en cuando algunos irlandeses o italianos escapaban de la semiesclavitud que suponía cavar el Canal de Illinois y Michigan y llegaban a Holden’s Crossing, pero los papistas causaban alarma en la mayoría de la gente, y eran rápidamente obligados a continuar su camino.

Jay había mantenido una relación pasajera con algunos sauk, porque eran los pobres a los que había invitado a recoger su maíz. Finalmente compró cuatro bueyes y un arado de acero y contrató a dos de los guerreros indios, Pequeño Cuerno y Perro de Piedra, para que labraran sus tierras.

Los indios conocían secretos para roturar las planicies y darles la vuelta para dejar al descubierto su sangre y su carne, la tierra negra.

Mientras trabajaban pedían perdón a la tierra por cortarla, y entonaban canciones para imprecar a los espíritus que correspondía. Sabían que los blancos araban demasiado profundamente. Cuando ellos introducían la reja del arado para el cultivo superficial, la masa de raíces que se encontraba debajo de la tierra arada quedaba arrancada más rápidamente, y en lugar de un solo acre cultivaban dos acres y cuarto al día. Y ni Pequeño Cuerno ni Perro de Piedra cogieron la sarna.

Maravillado, Jay intentó compartir el método con todos sus vecinos, pero no encontró a nadie dispuesto a escucharlo.

—Es porque esos ignorantes imbéciles me consideran un extranjero, aunque yo nací en Carolina del Sur y algunos de ellos nacieron en Europa —se quejó vehementemente a Rob J.—. No confían en mi.

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