Chamán (20 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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A la mañana siguiente Polly se presentó a desayunar con el lado izquierdo de la cara enrojecido e hinchado. Nick debía de haberle pagado muy bien por golpearla, porque cuando se despidieron ella lo hizo en un tono de voz bastante agradable.

En el barco de regreso a casa no fue posible pasar por alto el incidente. Nick puso una mano en el brazo de Rob.

—A veces a las mujeres les gusta un poco de mano dura, ¿no lo sabias, viejo amigo? Casi te suplican que lo hagas, para poder derramar sus lágrimas.

Rob lo observó en silencio, consciente de que ésta era la última salida que hacia a cazar zorras. Un instante después, Nick retiró su mano del brazo de Rob y empezó a hablarle de las próximas elecciones. Había decidido presentar su candidatura para el gobierno del Estado, presentarse para la legislatura por su distrito. Estaba convencido de que sería una gran ayuda, le explicó con sinceridad, que cada vez que el doctor Cole hiciera una visita domiciliaria presionara a sus pacientes para que votaran a su buen amigo.

19

Un cambio

Dos semanas después de librar a Sarah de la piedra grande que tenía en la vejiga, Rob J. estaba preparado para quitarle el cálculo más pequeño; pero ella se mostró reacia. Unos días después de la extracción de la piedra, había eliminado otros cristales pequeños con la orina, a veces acompañados de dolor. Desde que los últimos fragmentos de la piedra rota habían salido de su vejiga, ella había dejado de tener síntomas. Por primera vez desde el comienzo de su enfermedad no experimentaba dolores paralizantes, y la ausencia de espasmos le había permitido recuperar el control de su cuerpo.

—Aún tienes una piedra en la vejiga— le recordó él.

—No quiero quitarla. No me hace daño. —Lo miró con expresión desafiante pero luego bajó la vista—. Tengo más miedo ahora que la primera vez.

El notó que había adquirido mejor aspecto. Aún tenía el rostro arrugado por el padecimiento de una prolongada enfermedad, pero había engordado lo suficiente para perder la extremada delgadez.

—La piedra grande que quitamos comenzó siendo pequeña. Crece, Sarah —le advirtió en tono amable.

Así que ella aceptó. Una vez más, Makwa-ikwa se sentó a su lado mientras él le extraía de la vejiga el pequeño cálculo, de aproximadamente una cuarta parte del tamaño del anterior. Las molestias fueron mínimas, y Rob J. experimentó una sensación de triunfo al terminar la intervención.

Pero esta vez, cuando llegó la fiebre del posoperatorio, el cuerpo de Sarah quedó abrasado. él reconoció enseguida el desastre inminente y se maldijo por haberle dado un consejo equivocado. Antes de que cayera la noche, los presentimientos de la joven quedaron justificados; lamentablemente, el procedimiento más fácil para extraer la piedra más pequeña había dado como resultado una infección generalizada.

Makwa-ikwa y Rob se turnaron para sentarse junto a su lecho durante cuatro noches y cinco días, mientras dentro de su cuerpo se libraba una batalla. Al coger las manos de la joven entre las suyas, Rob notó que disminuía su vitalidad. De vez en cuando Makwa-ikwa parecía mirar con fijeza algo que no estaba allí, y cantaba quedamente en su lengua.

Le dijo a Rob que le estaba pidiendo a Panguk, el dios de la muerte, que pasara de largo junto a esta mujer. Poco más podían hacer por Sarah, salvo ponerle paños húmedos y levantarla mientras acercaban una taza de líquido a su boca y la obligaban a beber, y untar sus labios agrietados con grasa. Durante un tiempo ella siguió decayendo, pero en la mañana del quinto día —¿fue Panguk, su propio espíritu, o tal vez la infusión de sauce?— empezó a sudar. Sus camisas de dormir quedaban empapadas casi con la misma rapidez con que se las cambiaban. A media mañana había entrado en un sueño profundo y relajado, y esa tarde, cuando Rob le tocó la frente, notó que estaba casi fría, que la temperatura era casi igual a la suya.

La expresión de Makwa-ikwa no cambió mucho, pero Rob J. empezaba a conocerla y creía que ella estaba encantada con la sugerencia, aunque al principio no la tomó en serio.

—Trabajar contigo. ¿Todo el tiempo?

el asintió. Tenía sentido. Había visto que ella sabía cuidar a un paciente y que no dudaba en hacer lo que él le pedía. Le dijo que podía ser interesante para los dos.

—Puedes aprender algo de mi medicina. Y tú puedes enseñarme muchas cosas sobre las plantas y hierbas. Qué curan. Cómo utilizarlas.

Hablaron del asunto por primera vez en el carro, después de llevar a Sarah a casa. El no quiso apremiarla. Simplemente guardó silencio y la dejó reflexionar.

Unos días más tarde Rob pasó por el campamento sauk y volvieron a hablar del tema mientras compartían un bol de estofado de conejo. Lo que a ella menos le gustaba de la oferta era su insistencia de que tenía que vivir cerca de su cabaña para poder ir a buscarla rápidamente en casos de emergencia.

—Tengo que estar con mi gente.

El ya había pensado en los sauk.

—Tarde o temprano algún blanco solicitará al gobierno cada trozo de la tierra que vosotros queréis para instalar un poblado o un campamento de invierno. No tendréis a dónde ir, salvo que regreséis a la reserva de la que os marchasteis. —Añadió que lo que debían hacer era aprender a vivir en el mundo tal como era—. En mi granja necesito ayuda, Alden Kimball no puede ocuparse de todo. Yo podría necesitar a una pareja como Luna y Viene Cantando. Podríais construir cabañas en mis tierras. Os pagaría a los tres con dinero de Estados Unidos, además de lo que proporcione la granja. Si funciona, tal vez otras granjas tengan trabajo para los sauk. Y si ganáis dinero y ahorráis, tarde o temprano tendréis lo suficiente para comprar vuestra propia tierra, de acuerdo con la ley y las costumbres del hombre blanco, y nadie podrá echaros de ella jamás.

Ella lo miró.

—Sé que os ofende tener que comprar una tierra que ya era vuestra.

Los blancos os han mentido, os han embaucado. Y han matado a muchos de los vuestros. Pero los pieles rojas os habéis mentido mutuamente. Y os habéis robado mutuamente. Y las diferentes tribus siempre os habéis matado mutuamente, tú me lo has contado. El color de la piel no importa, hay hijos de puta de todas clases. Pero no todo el mundo es hijo de puta.

Dos días más tarde, ella, Luna y Viene Cantando, junto con los dos hijos de Luna, cabalgaron hasta las tierras de Rob J. Construyeron un hedonoso—te con dos agujeros para el humo, una sola casa comunal que la chamán compartiría con la familia sauk, lo suficientemente grande para albergar también al tercer hijo que ya abultaba el vientre de Luna. Levantaron la tienda a la orilla del río, cuatrocientos metros más abajo de la cabaña de Rob J. Cerca de allí construyeron un sudadero y una tienda para que la utilizaran las mujeres durante la menstruación.

Alden Kimball se paseaba de un lado a otro con expresión resentida.

—Por ahí hay hombres blancos que buscan trabajo —le dijo a Rob J. en tono glacial—. Hombres blancos. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que tal vez yo no quiera trabajar con unos malditos indios?

—No —respondió Rob—, nunca se me ocurrió. Me parece que si hubieras encontrado un buen trabajador blanco me habrías dicho hace tiempo que lo contratara. Yo he llegado a conocer a esta gente. Realmente son buenas personas. Ahora bien, sé que puedes marcharte, Alden, porque nadie sería tan tonto de no contratarte si estuvieras disponible. Sentiría mucho que lo hicieras porque eres el mejor hombre que jamás encontraré para administrar esta granja. Así que espero que te quedes.

Alden lo miró con fijeza, confundido, contento por el elogio pero resentido por el claro mensaje. Finalmente se volvió y empezó a cargar en el carro postes para una valla.

Lo que inclinó la balanza fue la estatura y la fuerza prodigiosa de Viene Cantando, que junto con su agradable carácter, lo convertían en un jornalero fantástico. Luna había aprendido a cocinar para los blancos mientras estaba en la escuela cristiana. Para unos hombres solteros que vivían solos era un festín tener bollos calientes, pasteles y comida sabrosa. Al cabo de una semana estuvo claro que aunque Alden se mantenía apartado y jamás se rendiría, los sauk se habían convertido en parte de la granja.

Rob J. observó una reacción similar entre sus pacientes. Mientras compartían una copa de sidra, Nick Holden le advirtió:

—Algunos colonos han empezado a llamarte Injun Cole. Dicen que eres amigo de los indios. Dicen que por tus venas debe de correr sangre sauk.

Rob J. sonrió, fascinado por la idea.

—Te diré una cosa. Si alguien te presenta alguna queja sobre el médico, tú entrégale simplemente una de esas estrafalarias octavillas que tanto te gusta repartir. Una de esas que dicen lo afortunada que es la ciudad por contar con un médico con la preparación y la educación del doctor Cole. La próxima vez que estén enfermos, dudo que muchos de ellos pongan objeciones a mis supuestos antepasados. O al color de las manos de mi ayudante.

Cuando fue a la cabaña de Sarah para ver cómo se recuperaba la joven, notó que el sendero que conducía desde el camino hasta la puerta había sido arreglado, alisado y barrido. Nuevos macizos de plantas silvestres suavizaban los contornos de la pequeña casa. En el interior, todas las paredes habían sido blanqueadas y sólo se sentía un fuerte olor a jabón y el agradable perfume de lavanda, el poleo, la salvia y el perifollo, que colgaban de las vigas.

—Alma Schroeder me dio las hierbas —comentó Sarah—. Ahora es demasiado tarde para hacer un huerto, pero el año que viene tendré el mío.

Le enseñó el trozo de tierra para el huerto, que ya había limpiado parcialmente de maleza y zarzas. El cambio operado en la mujer era más sorprendente que la transformación de la casa. Dijo que había empezado a cocinar todos los días en lugar de depender de la comida caliente que de vez en cuando le llevaba la generosa Alma. Una dieta normal y más nutritiva había transformado su delgadez y su aspecto demacrado en una graciosa feminidad. Se inclinó para coger algunas cebollas verdes que habían crecido entre la maleza del huerto, y él observó su nuca rosada. Pronto quedaría oculta, porque su pelo estaba volviendo a crecer como una mata amarilla.

Su hijo corría tras ella como un animalillo rubio. También él estaba limpio, aunque Rob notó el disgusto que mostró Sarah mientras intentaba quitar las manchas de barro de las rodillas de su hijo.

—Es inevitable que los niños se ensucien —le dijo Rob en tono alegre.

El niño lo observó con expresión extraña y temerosa. El siempre llevaba en su bolsa algunos caramelos para hacerse amigo de sus pequeños pacientes, y ahora cogió uno y lo desenvolvió. Le llevó casi media hora de charla serena acercarse lo suficiente al pequeño Alex para ofrecerle el caramelo. Cuando su manecita cogió por fin la golosina, Rob oyó el suspiro de alivio de Sarah y al levantar la vista vio que ella lo contemplaba. Tenía unos ojos hermosos, llenos de vida.

—Si quiere compartir nuestra mesa…, he preparado un pastel de venado.

Rob J. estaba a punto de rechazar la invitación, pero los dos rostros lo observaban, el pequeño saboreando dichoso el caramelo, la madre seria y expectante. Parecía que ambos le hacían preguntas que él no lo graba captar.

—Me encanta el pastel de venado —dijo.

20

Los pretendientes de Sarah

Rob J. consideró muy oportuno detenerse a visitar a Sarah varias veces durante la semana siguiente, al regresar de sus visitas domiciliarias, porque podía hacerlo apartándose tan sólo un poco de su recorrido y porque como médico debía asegurarse de que ella se recuperaba sin problemas. De hecho, su recuperación estaba siendo fantástica. Había poco que decir sobre su salud, salvo que el tono de su piel había pasado de la palidez mortal a una rosa melocotón que resultaba de lo más favorecedor, y que sus ojos brillaban con una expresión alerta e inteligente.

Una tarde le sirvió té y pan de maíz. La semana siguiente él se detuvo tres veces en la cabaña, y en dos ocasiones aceptó la invitación de ella a comer. Sarah era mejor cocinera que Luna, y él nunca se cansaba de su forma de cocinar, que según ella era típica de Virginia. Rob J. era consciente de que los recursos de la joven eran escasos, de modo que se acostumbró a llevarle algunas cosas, como algún saco de patatas, o un pequeño jamón. Un día, un colono que tenía poco dinero efectivo le entregó como pago parcial cuatro urogallos gordos que acababa de cazar, y él fue hasta la cabaña de Sarah con las aves colgadas de la montura.

Al llegar encontró a Sarah y a Alex sentados en el suelo, cerca del huerto, que estaba siendo nuevamente cavado por un sudoroso y corpulento individuo descamisado que tenía los músculos abultados y la piel bronceada de quien se gana la vida al aire libre. Sarah le presentó a Samuel Merriam, un granjero de Hooppole. Merriam había llegado de Hooppole con un carro cargado de estiércol de cerdo, la mitad del cual ya había sido incorporado al huerto.

—El mejor material del mundo para cultivar cosas —le dijo a Rob J. en tono alegre.

Junto al magnífico regalo que representaba un carro lleno de estiércol de cerdo, las pequeñas aves eran un obsequio pobre, pero no obstante se las entregó y ella se mostró muy agradecida. Rechazó cortésmente su invitación a que compartiera la mesa con ella y Samuel Merriam, y fue a visitar a Alma Schroeder, que se mostró entusiasmada con los logros que Rob J. había alcanzado en la salud de Sarah.

—Ya tiene un pretendiente rondando por allí, ¿no? —comentó Alma, radiante. Merriam había perdido a su esposa el otoño anterior a causa de la fiebre, y necesitaba sin demora otra mujer para que se ocupara de sus cinco hijos y lo ayudara con los cerdos—. Una buena oportunidad para Sarah —añadió la mujer con sensatez—. Aunque hay tan pocas mujeres en esta zona que tendrá montones de oportunidades.

En el camino de regreso a casa, Rob J. volvió a pasar por la cabaña de Sarah. Se acercó a ella y la observó sin bajar del caballo. Esta vez ella le sonrió desconcertada, y Rob vio que Merriam interrumpía su trabajo en el huerto y lo observaba con curiosidad. Hasta que abrió la boca, Rob no tenía idea de lo que quería decirle.

—Deberías hacer tú misma todo el trabajo que pudieras —le dijo por fin en tono serio—, porque para recuperarte del todo necesitas hacer ejercicio.

Luego saludó, llevándose la mano al sombrero, y regresó de mal humor. Tres días más tarde, cuando volvió a detenerse en la cabaña de Sarah, no había señales del pretendiente. Sarah intentaba infructuosamente cortar una enorme y vieja raíz de ruibarbo en varios trozos para volver a plantarla, y finalmente Rob J. le resolvió el problema troceándola con el hacha. Juntos cavaron los agujeros en el mantillo, plantaron las raíces y las cubrieron con tierra caliente, tarea que a él le encantó y con la que se ganó una parte del almuerzo de picadillo de carne que ella había preparado, regado con agua fresca de la fuente.

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