Chamán (24 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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Todo el mundo lo apreciaba, aunque no había nadie que no se diera cuenta de que era el alcalde elegido por Nick Holden y que en todo momento estaba en manos de él. Lo mismo podía decirse del sheriff.

A Mort London no le había llevado más de un año darse cuenta de que no era granjero. En los alrededores no había suficiente trabajo de ebanistería para que pudiera llevar una vida estable, porque los granjeros se hacían sus propios trabajos de carpintería siempre que les resultaba posible. Así que cuando Nick le ofreció apoyarlo si se presentaba como candidato a sheriff, Mort aceptó ansiosamente. Era un hombre tranquilo que sólo se ocupaba de sus asuntos, que por lo general consistían en mantener a raya los borrachos de la taberna de Nelson. A Rob J. no le tenía sin cuidado quién era el sheriff. Todos los médicos del distrito eran delegados del oficial de justicia en casos de muerte súbita, y el sheriff decidía quién dirigía la autopsia cuando la muerte era resultado de un crimen o de un accidente. Una autopsia era a menudo la única forma en que un médico rural podía realizar la disección que hacía posible mantener afilada la técnica quirúrgica. Cuando practicaba una autopsia, Rob J. siempre se mostraba partidario de aplicar normas científicas tan rigurosas como las de Edimburgo, y pesaba todos los órganos vitales y llevaba sus propios registros. Afortunadamente siempre se había llevado bien con Mort London, y realizaba muchas autopsias.

Nick Holden había ocupado un escaño en la asamblea legislativa del Estado durante tres mandatos seguidos. Al principio algunos habitantes del pueblo se molestaban por su aire de propietario, y pensaban que podía poseer la mayor parte del banco, parte del molino, del almacén y de la taberna, y un montón de acres de tierra…, pero desde luego no los poseía a ellos ni poseía la tierra de ellos. No obstante, en general observaban con orgullo y asombro cómo se movía en Springfield, como un verdadero político, bebiendo bourbón con el gobernador nacido en Tennessee, formando parte de comités legislativos y moviendo los hilos a tal velocidad y con tanta habilidad que lo único que ellos podían hacer era escupir, sonreír y sacudir la cabeza.

Nick tenía dos ambiciones, y lo reconocía abiertamente.

—Quiero traer el ferrocarril a Holden’s Crossing, así tal vez algún día este pueblo se convierta en una ciudad —le dijo una mañana a Rob J. mientras saboreaba un puro majestuoso sentado en el banco del porche de la tienda de Haskins—. Y deseo fervientemente ser elegido para el congreso de Estados Unidos. No voy a conseguir el ferrocarril quedándome en Springfield.

No habían fingido tenerse afecto desde que Nick intentó disuadirlo de que se casara con Sarah, pero ambos se mostraban amables cuando se encontraban. Ahora Rob J. lo miró nada convencido.

—Llegar a la Cámara de Diputados de Estados Unidos será difícil, Nick. Necesitarás los votos del distrito del Congreso, que es mucho más grande, no sólo los de aquí. Y además está el viejo Singleton.

El miembro titular del Congreso, Samuel Turner Singleton, conocido en todo el distrito de Rock Island como "nuestro Sammil" estaba firmemente atrincherado.

—Sammil Singleton es viejo. Y pronto morirá, o se retirará. Y cuando llegue ese momento, yo me ocuparé de que toda la gente del distrito se dé cuenta de que votarme a mi es votar la prosperidad. —Nick lo miró con una amplia sonrisa—. En ese sentido me he portado bien contigo, ¿no, doctor?

Tenía que reconocer que era verdad. Era accionista del molino y también del banco. Nick también había controlado la financiación del almacén y de la taberna, pero no había invitado a Rob a participar en esos negocios. Rob lo comprendía; ahora sus raíces estaban profundamente hundidas en Holden’s Crossing, y Nick nunca derrochaba lisonjas cuando no era necesario.

La presencia de la botica de Jay Geiger y la continua afluencia de colonos a la zona pronto atrajo a otro médico a Holden’s Crossing. El doctor Thomas Beckermann era un hombre de mediana edad, de piel cetrina, mal aliento y ojos enrojecidos. Recién llegado de Albany, Estado de Nueva York, se instaló en una pequeña casa de madera del pueblo, muy cerca de la botica. No se había graduado en la facultad de medicina, y se mostraba poco preciso cuando hablaba de los detalles de su aprendizaje, que, según decía, había tenido lugar con un tal doctor Cantuvell de Concord, New Hampshire. Al principio Rob J. consideró su llegada con alivio. Había pacientes suficientes para dos médicos que no fueran codiciosos, y la presencia de otro médico podría haber significado un reparto de las largas y difíciles visitas a domicilio que a menudo le obligaban a recorrer varios kilómetros por la pradera. Pero Beckermann era un mal médico y un gran bebedor, y los habitantes del pueblo se dieron cuenta rápidamente de ambas cosas. Así que Rob J. siguió viajando demasiado y atendiendo a muchos pacientes.

Esta situación se volvió incontrolable en la primavera, cuando se produjeron las epidemias anuales: la fiebre se extendió a lo largo de los ríos, la sarna de Illinois azotó las granjas de la pradera, y las enfermedades contagiosas aparecieron por todas partes. Sarah había alimentado una imagen en la que se veía a si misma al lado de su esposo, atendiendo a los enfermos, y en la primavera, después del cumpleaños de su hijo menor, emprendió una enérgica campaña para poder salir con Rob J. y ayudarlo. Sus cálculos fueron erróneos. Ese año las enfermedades que los afectaron fueron la fiebre láctea y el sarampión, y cuando ella empezó a acosarlo, él ya tenía pacientes muy enfermos, algunos de ellos agonizantes, y no pudo prestarle a ella la atención suficiente. Así que Makwa-ikwa volvía a salir con él durante toda la primavera, y el suplicio de Sarah se reprodujo.

A mediados del verano cedieron las epidemias, y Rob J. recuperó el ritmo más rutinario de siempre. Una noche, después de que él y Jay Geiger se regalaran con el Dúo en sol para violín y viola de Mozart, Jay planteó el delicado tema de la infelicidad de Sarah. Aunque ya eran grandes amigos, a Rob le sorprendió que Geiger se atreviera a entrar en un mundo que él había considerado íntimo e inviolable.

—¿Cómo es que conoces los sentimientos de Sarah?

—Ella habla con Lillian. Lillian habla conmigo —explicó Jay, y se enfrentó a un instante de desconcertado silencio—. Espero que lo comprendas. Si te hablo de esto es… por verdadero afecto hacia vosotros dos.

—Comprendo. Y además de tu afectuosa preocupación, ¿tienes algún… consejo?

—Por el bien de tu esposa, debes deshacerte de esa india.

—Entre nosotros no hay nada más que amistad —protestó Rob J. sin poder ocultar su resentimiento.

—No importa. Su presencia es la fuente de la infelicidad de Sarah.

—¡No tiene a dónde ir! Ninguno de ellos tiene a dónde ir. Los blancos dicen que son salvajes y no los dejan vivir como vivían. Viene Cantando y Luna son los mejores granjeros que te puedas imaginar, pero por aquí no hay nadie dispuesto a dar trabajo a un sauk. Makwa, Luna y Viene Cantando mantienen a todos los demás con el poco dinero que ganan trabajando para mi. Ella es trabajadora y leal, y no puedo echarla para que se muera de hambre, o algo peor.

Jay asintió, y no volvió a mencionar el tema.

La entrega de una carta era una rareza, casi un acontecimiento.

Y llegó una para Rob J. expedida por el administrador de correos de Rock Island, que la había retenido durante cinco días hasta que Harold Ames, el agente de seguros, hizo un viaje de negocios a Holden’s Crossing.

Rob abrió el sobre con impaciencia. Se trataba de una extensa carta de Harry Loomis, su amigo de Boston. Cuando terminó de leerla, volvió a empezar, esta vez más lentamente. Y al acabar, empezó de nuevo.

Había sido escrita el 20 de noviembre de 1846, Y había tardado todo el invierno en llegar a destino. Evidentemente, Harry estaba desarrollando una fantástica carrera en Boston. Le informaba a Rob que últimamente había sido designado profesor adjunto de anatomía en Harvard, e insinuaba que estaba a punto de casarse con una dama llamada Julia Salmon. Pero la carta era más un informe sobre medicina que sobre su vida personal. Con perceptible entusiasmo escribía que un reciente descubrimiento había convertido la cirugía indolora en una realidad. Se trataba del gas conocido como éter, que había sido utilizado durante años como disolvente en la fabricación de ceras y perfumes.

Harry le recordaba a Rob J. los experimentos que se habían llevado a cabo en hospitales de Boston para evaluar la eficacia que tenía como calmante el óxido nitroso, conocido como "gas hilarante". Añadía en tono travieso que Rob debía de recordar los entretenimientos con óxido nitroso que tenían lugar fuera de los hospitales. Rob recordó, con una mezcla de culpabilidad y placer, que había compartido con Meg Holland un frasco de gas hilarante que Harry le había dado para que hiciera una pequeña fiesta. Tal vez el tiempo y la distancia hacían que el recuerdo fuera mejor y más divertido de lo que había sido en realidad.

"El 5 de octubre pasado —proseguía Loomis— se programó otro experimento, esta vez con éter, que tendría lugar en la sala de operaciones del Hospital General de Massachusetts. Los anteriores intentos de eliminar el dolor con óxido nitroso habían sido un fracaso absoluto; los estudiantes y médicos que llenaban las galerías gritaban ¡Farsante! ¡Farsante!". Los intentos suscitaban la hilaridad, y la operación programada en el General de Massachusetts prometía ser algo similar. El cirujano era el doctor John Collins Warren. Estoy seguro de que recuerdas que el doctor Warren es un cirujano malhumorado e insensible, más conocido por su rapidez con el escalpelo que por su paciencia con los imbéciles. Así que muchos de nosotros nos reunimos aquel día en la cúpula del quirófano como si asistiéramos a un espectáculo.

"Imagínate, Rob: el hombre que debía aplicar el éter, un dentista llamado Morton, se retrasa. Warren, muy molesto, aprovecha la demora para explicar cómo va a extirpar un enorme tumor canceroso de la lengua de un joven llamado Abbott, que ya está sentado en el sillón de operaciones medio muerto de miedo. Al cabo de quince minutos, Warren ya no sabe qué decir, y con gesto ceñudo se quita el reloj. En la galería, el público ya ha empezado a reír disimuladamente, y en ese momento llega el dentista errante. El doctor Morton administra el gas y anuncia que el paciente está preparado. El doctor Warren asiente, todavía furioso; se arremanga y elige el escalpelo. Los ayudantes abren la mandíbula de Abbott y cogen la lengua. Otras manos lo sujetan a la silla para que no se mueva. Warren se inclina sobre él y realiza el primer corte rápido y profundo, un movimiento relámpago que hace que la sangre chorree por un costado de la boca del joven Abbott.

No se mueve.

En la galería reina un silencio absoluto. Se puede oír hasta el suspiro o el gruñido más débil. Warren vuelve a su tarea. Realiza una segunda incisión, y una tercera. Cuidadosa y rápidamente extrae el tumor, lo raspa, da unos puntos de sutura y aplica una esponja para controlar la hemorragia.

El paciente duerme. El paciente DUERME. Warren se endereza.

¡Aunque no lo creas, Rob, el cáustico autócrata tiene los ojos húmedos!

"—Caballeros —dice—, esto no es ninguna farsa." El descubrimiento del éter como analgésico aplicado a la cirugía había sido anunciado en la prensa médica de Boston, le informaba Harry.

"Nuestro amigo Holmes, siempre tan rápido, ya ha sugerido que se le llame anestesia, por la palabra griega que significa insensibilidad."

En la botica de Geiger no había éter.

—Pero yo soy un buen químico —dijo Jay pensativamente—. Podría prepararlo. Tendría que destilar alcohol de grano con ácido sulfúrico.

No podría utilizar mi alambique de metal, porque el ácido lo fundiría.

Pero tengo un serpentín de cristal y una botella grande.

Cuando registraron sus estanterías, encontraron gran cantidad de alcohol, pero no ácido sulfúrico.

—¿Puedes preparar ácido sulfúrico? —le preguntó Rob.

Geiger se rascó la barbilla, evidentemente divertido.

—Para eso tendré que mezclar azufre con oxigeno. Tengo mucho azufre, pero la química es un poco complicada. Si se oxida azufre una vez, se obtiene bióxido de sulfuro. Tendré que oxidar otra vez el bióxido de sulfuro para obtener ácido sulfúrico. Pero…, claro, ¿por qué no?

Al cabo de unos días, Rob tuvo una provisión de éter. Harry Loomis le había explicado cómo montar un cucurucho de éter con alambre y trapos. Rob probó el gas en un gato que permaneció insensible durante veintidós minutos. Luego dejó sin sentido a un perro durante más de una hora, un lapso tan prolongado que resultó obvio que el éter era peligroso y debía utilizarse con cuidado. Administró el gas a un cordero antes de practicarle la castración, y las gónadas salieron sin que se oyera un solo balido.

Finalmente instruyó a Geiger y a Sarah en el uso del éter, y se lo administraron a él. Estuvo inconsciente sólo durante unos pocos minutos, porque los nervios hicieron que utilizaran una dosis más pequeña de la prevista, pero resultó una experiencia singular.

Varios días después, Gus Schroeder, que ya tenía sólo ocho dedos y medio, se enganchó el dedo índice de la mano sana, la derecha, debajo de la piedra del bote, y se lo hizo polvo. Rob le administró el éter, y cuando Gus se despertó —con siete dedos y medio— preguntó cuándo empezaría la operación.

Rob estaba asombrado por las posibilidades. Tenía la impresión de haber vislumbrado la ilimitada extensión que se abría más allá de las estrellas, consciente de que el éter era más poderoso que el Don. El Don era algo que compartían muy pocos miembros de su familia, pero ahora todos los médicos del mundo serían capaces de operar sin provocar el torturante dolor. Por la noche, Sarah bajó a la cocina y encontró a su esposo sentado a solas.

—¿Te encuentras bien?

Rob J. estudiaba el líquido incoloro de un frasco de cristal con tanta atención como si quisiera memorizarlo.

—Si cuando te operé hubiera tenido esto, no te habría hecho daño.

—Lo hiciste muy bien sin esto. Me salvaste la vida.

—Mira. —Levantó el frasco. Para ella no se diferenciaba en nada del agua—. Esto salvará montones de vidas. Es una espada para luchar contra la muerte.

Sarah detestaba que él hablara de la muerte como si fuera una persona que podía abrir la puerta y entrar en la casa en cualquier momento. Se abrazó los pechos con sus brazos blancos y el aire de la noche la hizo estremecerse.

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