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Authors: Noah Gordon

Chamán (27 page)

BOOK: Chamán
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Unos años antes un sauk habría saludado a un siux con un arma, pero ahora unos y otros sabían que estaban rodeados por un enemigo común, y cuando el jinete la saludó con el lenguaje de los signos utilizado por las tribus de la llanura cuyas lenguas nativas eran diferentes, ella respondió al saludo moviendo los dedos.

Makwa supuso que él había atravesado el Wisconsin siguiendo el borde del bosque a lo largo del Masesibowi. El siux le dijo mediante señas que iba en son de paz y que seguía el sol poniente en dirección a las Siete Naciones. Le pidió comida.

Los cuatro chicos estaban fascinados. Lanzaron risitas e imitaron el signo de "comer" con sus manitas.

Era un siux, de modo que ella no podía darle algo a cambio de nada.

El le cambió una cuerda trenzada por un plato de ardilla guisada, un buen trozo de pan de maíz y una bolsa pequeña de judías secas para el camino. El guiso estaba frío, pero él desmontó y se puso a comer con auténtica avidez.

Al ver el tambor de agua le preguntó si era guardiana de espíritus, y pareció incómodo cuando ella respondió que sí. No se dieron la posibilidad de conocer sus nombres. Cuando él terminó de comer, Makwa le advirtió que no cazara ovejas porque los blancos lo matarían, y él volvió a montar en su flaco caballo y se alejó.

Los niños aún jugaban con los dedos, haciendo señas que no significaban nada, salvo Alex, que hacía el signo de "comer". Ella cortó un trozo de pan de maíz y se lo dio, y luego les enseñó a los otros a hacer el signo, recompensándolos con trozos de pan cuando lo hacían bien. El lenguaje intertribal era algo que los niños sauk debían aprender, así que les enseñó el signo correspondiente a "sauce" incluyendo por cortesía a los niños blancos; pero notó que Chamán captaba los signos con facilidad, y se le ocurrió una idea fantástica que la llevó a concentrarse en él más que en los demás.

Además de los signos correspondientes a "comer" y "sauce" les enseñó los que significaban "chica" "chico", "lava" y "vestir". Pensó que eso era suficiente para el primer día, pero les hizo practicar una y otra vez, como si fuera un juego nuevo, hasta que los chicos conocieron los signos a la perfección. Esa tarde, cuando Rob J. llegó a casa, ella le llevó los niños y le mostró lo que habían aprendido.

Rob J. contempló a su hijo pensativamente. Vio que a Makwa le brillaban los ojos de satisfacción y le dio las gracias y elogió a los chicos; ella prometió seguir enseñándoles los signos.

—¿Para qué sirve? —preguntó Sarah en tono amargo cuando quedaron a solas—. ¿De qué serviría que nuestro hijo aprendiera a hablar por señas y que sólo lo comprendiera un puñado de indios?

—Existe un lenguaje como ése para los sordos —comentó Rob J. en tono pensativo—. Creo que fue inventado por los franceses. Cuando estaba en la facultad de medicina, vi a dos sordos conversar perfectamente, utilizando las manos en lugar de la voz. Si encargo un libro con esos signos, y nosotros los aprendemos con él, podremos charlar con Chamán y él podrá hablar con nosotros.

Aunque de mala gana, ella estuvo de acuerdo en que valía la pena intentarlo. Rob J. pensó que entretanto al niño no le haría ningún daño aprender los signos indios.

Llegó una extensa carta de Oliver Wendell Holmes que, con su minuciosidad característica, había investigado la literatura de la biblioteca de la facultad de medicina de Harvard y había entrevistado a una serie de autoridades, proporcionándoles los detalles que Rob J. le había comunicado sobre el caso de Chamán.

Le daba muy pocas esperanzas de que la situación de Chamán pudiera cambiar.

"A veces —escribía— un paciente que sufre sordera total debido a una enfermedad como el sarampión, la fiebre escarlatina o la meningitis, puede recuperar la audición. Pero con frecuencia la infección total durante la enfermedad daña el tejido, destruyendo un proceso sensible y delicado que no puede recuperarse mediante la cicatrización."

Dices en tu carta que inspeccionaste visualmente los dos canales auditivos externos utilizando un espéculo, y celebro tu ingeniosidad al enfocar la luz de una vela en el interior del oído mediante un espejo. Es casi seguro que el daño se haya producido más adentro de lo que tú pudiste examinar. Tú y yo, que hemos hecho disecciones, somos conscientes de la delicadeza y complejidad del oído medio y del interno. Sin duda alguna nunca sabremos si el problema del pequeño Robert reside en el tímpano, en los huesecillos auditivos, en el martillo, el yunque, el estribo o tal vez en el caracol óseo. Lo que si sabemos, mi querido amigo, es que si tu hijo aún está sordo cuando leas esto, con toda probabilidad será sordo durante el resto de su vida.

Así pues, lo que debemos considerar es cuál es el mejor modo de educarlo.

Holmes había consultado con el doctor Samuel G. Howe, de Boston, que había trabajado con dos alumnos sordos, mudos y ciegos, enseñándoles a comunicarse con los demás deletreando el alfabeto con los dedos.

Tres años antes, el doctor Howe había hecho una gira por Europa y había conocido casos de niños sordos a los que se les enseñaba a hablar con toda claridad y eficacia.

Pero ninguna escuela para sordos de Estados Unidos enseña a los niños a hablar —escribía Holmes—, y en cambio enseña a los alumnos el lenguaje de los signos. Si a tu hijo se le enseña a hablar por señas sólo será capaz de comunicarse con otros sordos. Si puede aprender a hablar y, mirando los labios de los demás, a leer lo que dicen, no hay ninguna razón por la que no pueda vivir entre las personas de la sociedad en general.

Así pues, el doctor Howe recomienda que tu hijo se quede en casa y sea educado por ti, y yo estoy de acuerdo.

Los especialistas habían informado que, a menos que se hiciera hablar a Chamán, el niño se quedaría mudo poco a poco debido a una falta del uso de los órganos del habla. Pero el doctor Holmes advertía que si se quería lograr que el pequeño Robert hablara, la familia Cole nunca debía utilizar con él signos formales, ni aceptar de él un solo signo.

26

Las ataduras

Al principio, Makwa-ikwa no comprendía que
Cawso wabeskiou
le dijera que no siguiera enseñando a los niños los signos de las naciones. Pero Rob J. le explicó por qué los signos eran una medicina perjudicial para Chamán. El niño ya había aprendido diecinueve signos. Conocía el gesto con el que señalar que tenía hambre, podía pedir agua, podía indicar la idea de frío, calor, enfermedad, salud, podía expresar agrado o desagrado, podía saludar y decir adiós, describir un tamaño, comentar la sensatez o la estupidez. En lo que respecta a los otros niños, los signos indios eran un juego nuevo. Para Chamán, despojado de comunicación de la forma más desconcertante, significaba recuperar el contacto con el mundo.

Sus dedos seguían hablando.

Rob J. prohibió a los otros chicos que participaran; pero no eran más que niños y a veces, cuando Chamán mostraba un signo, el impulso de responder era irresistible.

Después de presenciar varias veces que utilizaba el lenguaje de señas, Rob J. desenrolló un trapo suave que Sarah había reservado para utilizar como venda. Le ató las manos a Chamán y luego las sujetó al cinturón.

Chamán empezó a lanzar gritos y a llorar.

—Tratas a nuestro hijo como si fuera un animal—le susurró Sarah.

—Tal vez ya sea demasiado tarde para él. Esta podría ser su única oportunidad. —Rob cogió las manos de su esposa entre las suyas e in tentó consolarla. Pero las súplicas no le hicieron cambiar de idea, y las manos de su hijo siguieron atadas, como si el niño fuera un prisionero.

Alex recordaba cómo se había sentido cuando el sarampión le producía un picor terrible y Rob J. le había atado las manos para que no pudiera rascarse. Olvidó que su cuerpo había sangrado, y recordó únicamente el picor que no quedaba aliviado y el terror de estar atado. En la primera oportunidad que tuvo, cogió la hoz del granero y cortó las ataduras de su hermano.

Cuando Rob J. le prohibió salir de casa, Alex le desobedeció. Cogió un cuchillo de cocina, salió y volvió a liberar a Chamán; luego cogió a su hermano de la mano y se marchó con él.

Era mediodía cuando notaron su ausencia, y en la granja todos deja ron de trabajar y se sumaron a la búsqueda, dispersándose por el bosque, la pradera y la orilla del río, gritando sus nombres, que sólo uno de los niños podría oír. Nadie mencionó el río, pero aquella primavera dos franceses de Nauvoo habían estado en una canoa que zozobró cuando creció el río. Los dos hombres se habían ahogado, y ahora todos pensaron en la amenaza del río.

No hubo señales de los chicos hasta que, cuando la luz empezaba a desvanecerse hacia el final del día, Jay Geiger apareció en casa de los Cole con Chamán montado delante de él y Alex en la grupa. Informó a Rob J. que los había encontrado en medio de su campo de maíz, sentados entre las hileras, aún cogidos de la mano y llorando.

—Si no hubiera pasado a quitar la mala hierba, aún estarían allí sentados —comentó Jay.

Rob J. esperó hasta que los niños tuvieron la cara limpia y hubieron comido. Luego se llevó a Alex a la orilla del río. La corriente se ondulaba y canturreaba al chocar con las piedras de la orilla; el agua, más os cura que la atmósfera, reflejaba la llegada de la noche. Las golondrinas se elevaban y descendían, rozando a veces la superficie. En lo alto, una grulla avanzaba con la misma decisión de un paquebote.

—¿Sabes por qué te he traído hasta aquí?

—Porque me vas a dar una paliza.

—Hasta ahora nunca te he pegado, ¿verdad? Y no voy a empezar ahora. No, lo que quiero es consultarte.

El niño lo miró alarmado, sin saber si ser consultado podía ser mejor que ser azotado.

—¿Qué es eso?

—¿Sabes lo que es intercambiar?

Alex asintió.

—Claro. He intercambiado cosas montones de veces.

—Bien. Quiero intercambiar ideas contigo sobre tu hermano. Chamán es afortunado al tener un hermano mayor como tú, alguien que se ocupa de él. Tu madre y yo…, los dos estamos orgullosos de ti. Y te lo agradecemos.

—Tú lo trataste mal, atándole las manos.

—Alex, si sigues hablándole por señas no tendrá necesidad de hablar.

Muy pronto se habrá olvidado de hablar, y nunca podrás oír su voz.

Nunca más. ¿Me crees?

El niño tenia los ojos muy abiertos y en ellos se veía un aire de responsabilidad. Asintió.

—Quiero que le dejes las manos atadas. Lo que te estoy pidiendo es que nunca más utilices signos con él. Cuando hables con tu hermano primero señálate la boca para que él te la mire. Luego habla lenta mente y con claridad. Repite lo que le dices, para que empiece a leer el movimiento de tus labios. —Rob J. lo miró—. ¿Comprendes, hijo? ¿Nos ayudarás a enseñarle a hablar?

Alex asintió. Rob J. lo acercó a su pecho y lo abrazó.

El pequeño olía como un niño de diez años que se ha pasado el día sentado en un maizal abonado, sudando y llorando. En cuanto llegaran a casa, Rob J. le ayudaría a acarrear agua para el baño.

—Te quiero, Alex.

—Y yo a ti, papá—susurró el niño.

Todos recibieron el mismo mensaje.

Llama la atención de Chamán. Señálate los labios. Háblale lentamente y con claridad. Habla para sus ojos en lugar de hacerlo para sus oídos.

Por la mañana, en cuanto se levantaba, Rob J. le ataba las manos a su hijo. A la hora de las comidas, Alex se las desataba para que pudiera comer. Luego volvía a atárselas.

El se ocupó de que ninguno de los otros chicos le hiciera señas.

Pero los ojos de Chamán se veían cada vez más acosados, en un rostro atenazado y aislado de todos los demás. No lograba entender. Y no decía absolutamente nada.

Si Rob J. se hubiera enterado de que alguien le ataba las manos a su hijo, habría hecho todo lo posible por rescatar al niño. La crueldad no estaba hecha para él, y veía los efectos que el sufrimiento de Chamán tenia en las demás personas de la casa. Para él era un alivio coger su maletín y marcharse a atender a sus pacientes.

Más allá de los límites de la granja, el mundo seguía su curso, indiferente a los problemas de la familia Cole. Ese verano había en Holden’s Crossing otras tres familias que construían su nueva casa de madera para reemplazar la anterior de tepe. Existía un enorme interés por abrir una escuela y contratar a un maestro, y tanto Rob J. como Jason Geiger apoyaron la idea con entusiasmo. Cada uno enseñaba a sus hijos en su casa, a veces reemplazándose mutuamente en caso de emergencia, pero los dos estaban de acuerdo en que para los niños seria mejor asistir a una escuela.

Cuando Rob J. se detuvo en la botica, Jay estaba emocionado por una noticia. Finalmente logró comunicarle que el piano Babcock de Lillian había sido despachado. Desde Columbus había recorrido más de mil quinientos kilómetros en balsa y en barco.

—Bajando por el río Scioto hasta el Ohio, Ohio abajo hasta el Mississippi y subiendo por el dorado Mississippi hasta el muelle de la Empresa de Transportes Great Southern de Rock Island, donde ahora espera mi carro y mis bueyes!

Alden Kimball había pedido a Rob que atendiera a uno de sus amigos que estaba enfermo en la abandonada ciudad mormónica de Nauvoo.

Alden lo acompañó para servirle de guía. Compraron billetes para ellos y sus caballos en una chalana, trasladándose río abajo de la forma más fácil. Nauvoo era una ciudad fantasmal y abandonada, una red de calles anchas que se extendían sobre un recodo del río, con casas elegantes y sólidas, y en el medio las ruinas de un grandioso templo de piedra que parecía construido por el rey Salomón. Alden le contó que allí sólo vivía un puñado de mormones viejos y rebeldes que habían roto con los lideres cuando los santos del último día se habían trasladado a Utah. Era un lugar que atraía a los pensadores independientes; una esquina de la ciudad había sido alquilada a una pequeña colonia de franceses que se hacían llamar icarios y que vivían según un sistema corporativo. Con una actitud de desdén, Alden con dujo a Rob J. al otro lado del barrio francés y finalmente hasta una casa de ladrillos rojos deteriorados que había a un lado de una bonita callejuela.

Una circunspecta mujer de edad mediana respondió cuando llama ron a la puerta, y asintió con la cabeza a modo de saludo. Alden presentó la mujer a Rob J. como la señora Bidamon. En la sala había unas cuantas personas reunidas, pero la señora Bidamon condujo a Rob hasta la planta alta, donde un hosco muchachito de unos dieciséis años se encontraba en la cama, aquejado de sarampión. No se trataba de un caso grave. Rob le dio a la madre semillas de mostaza molidas y las instrucciones para mezclarlas en el agua del baño del chico, y un paquete de flores secas de saúco para utilizarlas en infusión.

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