Authors: Noah Gordon
Odian a los irlandeses, a los chinos, a los italianos y a Dios sabe quién más por haber llegado demasiado tarde a Norteamérica. Odian a los franceses y también a los mormones por una cuestión de principios.
Y odian a los indios por haber llegado a Norteamérica demasiado pronto. ¿A quién demonios quieren?
Rob esbozó una sonrisa.
—Bueno, Jay…, se quieren a si mismos. Creen que ellos son perfectos, que han tenido la sensatez de llegar exactamente en el momento adecuado —dijo.
En Holden’s Crossing, ser querido era una cosa y ser aceptado era otra.
Rob J. Cole y Jay Geiger habían sido aceptados, aunque remisamente, porque la profesión de ambos era necesaria. Mientras se convertían en fibras importantes del tejido social, las dos familias seguían unidas, dándose mutuo apoyo y estímulo. Los niños se acostumbraron a las obras de los grandes compositores y muchas noches se iban a la cama escuchando la música que se elevaba y descendía con la belleza de los instrumentos de cuerda interpretados con amor y pasión por sus padres.
El año del quinto cumpleaños de Chamán, la enfermedad más importante de la primavera fue el sarampión. Desapareció la armadura invisible que protegía a Sarah y a Rob, lo mismo que la suerte que los había mantenido inmunes.
Sarah llevó la enfermedad a casa y la padeció en un grado leve, lo mismo que Chamán. Rob J. pensaba que era una suerte coger un sarampión suave, porque según su experiencia la enfermedad no se contraía dos veces en la vida; pero Alex la contrajo en su nivel más terrible. Mientras su madre y su hermano habían estado sólo afiebrados, él ardía. Mientras ellos habían sentido picazón, a Alex le sangraba el cuerpo por la forma frenética en que se rascaba, y Rob J. lo envolvía en hojas marchitas de col y le ataba las manos para que no pudiera hacerse daño.
La primavera siguiente, la enfermedad predominante fue la escarlatina. El grupo de sauk la contrajo y contagió a Makwa-ikwa, de modo que Sarah tuvo que quedarse en casa, llena de resentimiento, y atender a la india en lugar de acompañar a su esposo. Luego enfermaron los dos chicos. Esta vez Alex tuvo la versión más suave de la enfermedad, mientras Chamán ardía de fiebre, vomitaba, lloraba por el dolor de oídos y tenía una erupción cutánea tan espantosa que en algunas partes del cuerpo la piel se le caía como si fuera la de una serpiente.
Cuando la enfermedad cumplió su ciclo, Sarah abrió la casa para que entrara el cálido aire de mayo y anunció que la familia necesitaba una fiesta.
Asó un ganso e hizo saber a los Geiger que le encantaría contar con su presencia, y esa noche la música volvió a reinar en la casa después de varias semanas.
Los niños de los Geiger se acostaron en jergones, junto a las literas de los niños de los Cole. Lillian Geiger entró silenciosamente en la habitación y dio a cada niño un beso y un abrazo. Se detuvo en la puerta y les dio las buenas noches. Alex le respondió, lo mismo que sus hijos, Rachel, Davey, Herm y Cubby, que era demasiado pequeño para cargar con Lionel, su verdadero nombre. Lillian observó que un niño no había respondido.
—Buenas noches, Rob J. —le dijo. No obtuvo respuesta y vio que el niño miraba fijamente hacia delante, como perdido en sus pensamientos—. Chamán, cariño…
Al ver que no había respuesta, batió las palmas bruscamente. Cinco rostros se volvieron para mirarla, pero uno no se movió.
En la otra habitación, los músicos tocaban el dúo de Mozart, la pieza que mejor interpretaban juntos, la que los hacia resplandecer. Rob J. quedó sorprendido cuando Lillian se detuvo delante de él y extendió la mano deteniendo el arco de la viola en una frase que a él le gustaba especialmente.
—Tu hijo —anunció—. El pequeño. No oye.
El niño callado
Rob J., que se había pasado la vida salvando a la gente de las aflicciones que provocaban los problemas físicos y mentales, siempre se sorprendía de lo mucho que podía dolerle que el paciente fuera uno de sus seres queridos. Sentía afecto por todas las personas a las que atendía, incluso aquellos a los que la enfermedad volvía desagradables o los que lo habían sido antes de enfermar porque al buscar su ayuda, en cierto modo pasaban a ser suyos. Cuando era un médico joven y vivía en Escocia había visto a su madre debilitarse y quedar al borde de la muerte, y ésa había sido una lección especial y amarga en su impotencia última como médico. Y ahora sentía un vivo dolor por lo que le había sucedido al fuerte y fornido niño, grande para su edad, que tenía su misma sangre.
Chamán parecía bastante desconcertado mientras su padre batía palmas, dejaba caer pesados libros al suelo y se quedaba delante de él gritando:
—¡Hijo! ¿Puedes oír algo?
Señalaba sus propias orejas, pero el pequeño se limitaba a mirarlo con perplejidad. Chamán era totalmente sordo.
—¿Se le pasará? —le preguntó Sarah a su esposo.
—Tal vez —respondió Rob, pero estaba más asustado que Sarah por que sabía más, había conocido tragedias cuyas posibilidades ella apenas imaginaba.
—Tú harás que se le pase.
Tenía una fe ciega en él. En una ocasión la había salvado a ella, y ahora salvaría al hijo.
Rob J. no sabía cómo hacerlo, pero lo intentó. Vertió aceite tibio en los oídos de Chamán. Sumergió al niño en baños calientes, le aplicó compresas. Sarah le rezó a Jesús. Los Geiger rezaron a Jehová. Makwa golpeteó su tambor de agua y le cantó al manitú y a los espíritus.
Pero ni dioses ni espíritus prestaron atención.
Al principio, Chamán estaba demasiado desconcertado para sentir miedo. Pero al cabo de unas horas empezó a lloriquear y a gritar. Sacudió la cabeza y se agarró las orejas. Sarah pensó que volvía a tener el terrible dolor de oídos, pero Rob enseguida se dio cuenta de que no se trataba de eso, porque ya había visto casos como éste.
—Oye ruidos que nosotros no oímos. Ruidos que suenan dentro de su cabeza.
Sarah se puso pálida.
—¿Tiene algo en la cabeza?
—No, no.
Podía decirle que el fenómeno se conocía como “zumbido” pero no sabía qué era lo que provocaba aquellos sonidos tan privados para el niño.
Chamán no paraba de llorar. Su padre, su madre y Makwa se turnaban para tenderse a su lado en la cama y abrazarlo. Tiempo después, Rob sabría que su hijo oía una variedad de sonidos estrepitosos, crujidos, zumbidos, estruendos formidables y silbidos. Todos eran muy fuertes, y Chamán estaba constantemente asustado.
El bombardeo interno desapareció al cabo de tres días. El alivio de Chamán fue absoluto y el silencio recuperado supuso un alivio, pero los adultos que lo querían se atormentaban al ver la desesperación en su pequeño rostro blanco.
Esa noche Rob le escribió a Oliver Wendell Holmes, que estaba en Boston, pidiéndole consejo sobre cómo tratar la sordera. También le pidió que, en caso de que no se pudiera hacer nada al respecto, le enviara información que pudiera indicarle cómo educar a un hijo sordo.
Ninguno de ellos sabía tratar a Chamán. Mientras Rob J. buscaba una solución médica, Alex fue quien asumió la responsabilidad. Aunque perplejo y asustado por lo que le había ocurrido a su hermano, Alex se adaptó rápidamente. Cogía a Chamán de la mano y no lo soltaba. Si el hermano mayor caminaba, el pequeño lo seguía. Cuando los dedos se le agarrotaban, Alex se colocaba al otro lado de su hermano y cambiaban de mano. Chamán se acostumbró enseguida a la seguridad del apretón sudoroso y con frecuencia sucio de Bigger.
Alex lo vigilaba de cerca.
—Quiere más —anunciaba en la mesa durante las comidas, cogiendo el bol vacío de Chamán y extendiéndoselo a su madre para que volviera a servirle.
Sarah observaba a sus dos hijos y veía cómo sufrían. Chamán dejó de hablar, y Alex decidió sumarse a su mutismo: apenas hablaba; se comunicaba con Chamán mediante una serie de gestos exagerados, y los dos hermanos entrelazaban profundamente sus miradas.
Ella se torturaba imaginando situaciones en las que Chamán se enfrentaría a una serie de hechos peligrosos porque no podría oír sus atormentados gritos de advertencia. Obligó a los niños a quedarse cerca de la casa. Ellos se aburrían y se sentaban en el suelo a hacer juegos estúpidos con nueces y guijarros, y a dibujar en la tierra con palos.
Aunque parecía increíble, a veces los oía reír. Como no podía oír su propia voz, Chamán solía hablar en voz muy baja, de modo que los demás tenían que pedirle que repitiera lo que había dicho, y él no los entendía. Se acostumbró a gruñir en lugar de hablar. Cuando Alex se exasperaba, se olvidaba de cuál era la realidad.
—¿Qué? —gritaba—. ¿Qué dices, Chamán?
Entonces recordaba la sordera y recurría otra vez a los gestos. Adquirió la mala costumbre de gruñir como Chamán para acentuar algo que intentaba explicar con las manos. Sarah no soportaba la mezcla de gruñidos y bufidos que hacía que sus hijos parecieran animales.
Ella también adquirió una mala costumbre: a menudo aparecía detrás de los chicos y, para comprobar la sordera, batía las palmas, chasqueaba los dedos o pronunciaba sus nombres. Dentro de la casa, si daba un golpe en el suelo con el pie, las vibraciones hacían que Chamán se volviera. En todo momento, sólo el ceño fruncido de Alex daba cuenta de su interrupción.
Ella había sido una madre muy irregular que en lugar de estar con sus hijos se marchaba con Rob J. siempre que tenía la oportunidad. Íntimamente reconocía que su esposo era lo más importante de su vida, lo mismo que reconocía que la medicina era el motor principal en la vida de él, más importante incluso que su amor por ella. Así eran las cosas. Ella nunca había sentido por Alexander Bledsoe ni por ningún hombre lo que sentía por Rob J. Cole. Ahora que uno de sus hijos estaba amenazado, volvió a volcar en ellos todo su amor, pero ya era demasiado tarde. Alex no renunciaría a una parte de su hermano, y Chamán se había acostumbrado a depender de Makwa-ikwa.
Makwa no se oponía a esta dependencia; se llevaba a Chamán al hedonoso—te durante varias horas y observaba todos sus movimientos. En una ocasión, Sarah la vio acercarse a toda prisa a un árbol contra el que el niño había orinado y recoger parte de la tierra mojada en un recipiente pequeño, como si se tratara de la reliquia de un santo. Sarah pensaba que la mujer era una bruja que intentaba atraer aquella parte de su esposo que él más valoraba, y que ahora atraía a su hijo. Sabía que Makwa lanzaba hechizos cantaba, realizaba rituales salvajes que a ella le ponían la carne de gallina, pero no se atrevía a protestar. Estaba tan desesperada porque alguien —cualquiera, cualquier cosa— socorriera a su hijo, que no podía resistir un sentimiento de farisaica justificación, una afirmación de la única fe verdadera, cuando pasaba un día tras otro y esas tonterías paganas no producían ninguna mejoría en el estado de su hijo.
Por las noches Sarah se quedaba despierta y se atormentaba pensando en los sordomudos que había conocido, recordando sobre todo a una mujer desaseada y débil mental a la que ella y sus amigos seguían por las calles de su pueblo de Virginia, burlándose de ella por su obesidad y su sordera. Se llamaba Bessie, Bessie Turner. Le arrojaban palos y piedras, riendo al ver que ella respondía a las agresiones físicas después de pasar por alto las cosas horrendas que le gritaban. Se preguntaba si a Chamán también lo perseguirían por la calle los niños crueles.
Poco a poco se fue dando cuenta de que tampoco Rob —¡ni siquiera Rob!— sabía cómo ayudar a Chamán. Se iba todas las mañanas a hacer sus visitas y se concentraba en las enfermedades de sus pacientes. No se trataba de que estuviera abandonando a su familia; sólo que a ella a veces le parecía que sí porque estaba con sus hijos día tras día y era testigo de sus esfuerzos.
Los Geiger, que querían mostrarse solidarios, los invitaron varias veces a compartir las veladas que habían celebrado con tanta frecuencia, pero Rob J. siempre se negaba. Ya no tocaba la viola de gamba; Sarah creía que no soportaba tocar música y que Chamán no pudiera oírla.
Ella se concentró en el trabajo de la granja. Alden Kimball roturó un nuevo cuadro y ella se ocupó de cultivar un ambicioso huerto. Hurgó la orilla del río a lo largo de varios kilómetros buscando lirios de color limón y los pasó a un arriate delante de la casa. Ayudó a Alden y a Luna a llevar pequeños grupos de ovejas que balaban en una balsa y a soltarlas en medio del río para que tuvieran que nadar hasta la orilla y limpiarse así la lana antes del esquileo. Después de castrar a los corderos, Alden la miró de reojo cuando ella pidió el cubo de las criadillas, que eran el plato preferido de él. Sarah les quitó la envoltura fibrosa y se preguntó si debajo de la piel arrugada serian así las glándulas sexuales de un hombre. Luego cortó las tiernas bolas por la mitad y las frió en grasa de tocino con cebollas silvestres y una rodaja de seta pedo de lobo. Alden se comió su ración ansiosamente, comentó que eran fantásticas y dejó de lamentarse.
Sarah podría haberse sentido casi satisfecha. Pero…
Un día Rob J. regresó a casa y le dijo que había estado hablando de Chamán con Tobías Barr.
—Hace poco se ha instalado una escuela para sordos en Jacksonville, pero Barr no sabe mucho sobre ella. Yo podría viajar hasta allí y ver de qué se trata. Aunque Chamán es tan pequeño…
—Jacksonville está a casi doscientos cincuenta kilómetros de distancia. Apenas veríamos al niño.
El le dijo que el médico de Rock Island le había confesado que no sabía cómo tratar la sordera en los niños. De hecho, algunos años antes había renunciado a una niña de ocho años y a su hermano de seis. Últimamente los niños habían sido enviados como pupilos del Estado al Asilo de Illinois en Springfield.
—Rob J. —dijo Sarah. A través de la ventana abierta le llegaba el gruñido gutural de sus hijos, un sonido delirante, y de pronto recordó la mirada vacía de Bessie Tunner—. Encerrar a un niño sordo con personas locas… es una maldad. —Como siempre, pensar en la maldad le produjo escalofríos—. ¿Tú crees —susurró— que Chamán ha sido castigado por mis pecados?
El la cogió entre sus brazos y ella se entregó a él como siempre hacia.
—No —respondió Rob J., y la siguió abrazando—. Oh, mi Sarah. Nunca debes pensar semejante cosa.
Pero no le dijo qué podían hacer.
Una mañana, mientras los dos niños estaban sentados frente al hedonoso—te con Perro Pequeño y Mujer Pájaro, quitando la corteza a una ramita de sauce que Makwa herviría para preparar sus medicinas, un indio desconocido salió del bosque de la orilla del río montado en un caballo esquelético. Ya no era joven y parecía el fantasma de un siux, delgado y de aspecto tan lastimoso como su caballo. Iba descalzo y tenía los pies sucios. Llevaba polainas, un taparrabo de gamuza, y un trozo harapiento de piel de búfalo alrededor de la parte superior del cuerpo, como si fuera un chal, sujeto por un cinturón hecho con un trapo anudado. Su largo pelo canoso había sido arreglado sin cuidado con una trenza corta en la nuca y dos más largas a los lados, atadas con tiras de piel de nutria.