Chamán (55 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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—Dice el doctor McGowan que debes ir inmediatamente a su laboratorio.

Cuando llegó a la sala de disección del sótano, vio que el doctor McGowan estaba con el doctor Berwyn. Sobre la mesa yacía el cuerpo de Arthur Herrenshaw.

—Le estábamos esperando -dijo el doctor McGowan en tono irritado, como si Chamán llegara tarde a una cita acordada previamente.

—Sí, señor -fue lo único que se le ocurrió responder.

—¿Le importaría abrirlo? -preguntó el doctor McGowan.

Chamán jamás había abierto un cadáver. Pero había visto en varias ocasiones cómo lo hacía su padre, y cuando asintió, el doctor McGowan le entregó el escalpelo. Era consciente de que los dos médicos observaban atentamente mientras abría el pecho. El doctor McGowan cortó personalmente las costillas. Después de quitar el esternón, el patólogo se inclinó sobre el corazón; lo cogió y lo levantó ligeramente para que el doctor Berwyn y Chamán pudieran ver la marca redonda, parecida a una quemadura, en la pared del músculo cardiaco del señor Herrenshaw.

—Algo que debería saber -le dijo el doctor Berwyn a Chamán-, es que a veces el fallo se produce en el interior del corazón, y por lo tanto no se puede ver en la pared del músculo.

Chamán asintió, para indicar que comprendía.

McGowan se volvió hacia Berwyn y le dijo algo, y el doctor Berwyn se echó a reír. El doctor McGowan miró a Chamán. Su rostro parecía un trozo de cuero arrugado, y fue la primera vez que Chamán lo veía iluminado por una sonrisa.

—Le he dicho “Tráigame más alumnos sordos” -aclaró el doctor McGowan.

47

Los días de Cincinnati

Todos los días de aquella gris primavera de tormenta nacional, las multitudes ansiosas se apiñaban a las puertas de las oficinas del Cincinnati Comercial para leer los boletines de noticias de la guerra, escritos con tiza en una pizarra. El presidente Lincoln había ordenado el bloqueo de todos los puertos confederados por parte del departamento federal de la marina, y les había pedido a los hombres de todos los Estados del Norte que respondieran a la llamada a filas. En todas partes se hablaba de la guerra, y todo el mundo hacia especulaciones. El general Winfield Scott, general en jefe del ejército de la Unión, era un sureño que apoyaba a Estados Unidos, pero era un hombre viejo y cansado; un paciente del hospital le transmitió a Chamán el rumor de que Lincoln se había dirigido al coronel Robert E. Lee y le había pedido que tomara el mando del ejército de la Unión. Pero unos días más tarde los periódicos informaron que Lee había renunciado a la misión federal y había decidido luchar junto a los Estados del Sur.

Antes de que concluyera ese semestre en la Facultad de Medicina Policlínica, más de una docena de estudiantes, la mayoría de ellos con problemas académicos, habían abandonado el centro para unirse a uno u otro ejército. Entre ellos se encontraba Ruel Torrington, que dejó dos cajones de la cómoda vacíos pero impregnados de olor a ropa sucia.

Otros alumnos hablaban de terminar el semestre y luego alistarse. En mayo, el doctor Berwyn convocó una reunión de alumnos y les explicó que el cuerpo docente había considerado la posibilidad de cerrar la facultad durante el estado de emergencia militar, pero después de reflexionar detenidamente habían decidido continuar impartiendo clases.

Apremiaron a los alumnos a que permanecieran en la facultad.

—Muy pronto los médicos serán más necesarios que nunca. En el ejército y para atender a la población civil.

Pero el doctor Berwyn tenía malas noticias. Dado que los profesores cobraban su sueldo gracias a las matriculas, y que las matriculaciones se habían reducido, los importes de aquellas debían aumentar considerablemente. Para Chamán esto significaba que tendría que contar con una cantidad que no había previsto. Pero así como no permitiría que la sordera se interpusiera en su camino, tampoco estaba dispuesto a que algo tan nimio como el dinero le impidiera llegar a ser médico.

Chamán y Paul Cooke se hicieron amigos. En los temas de la facultad y médicos, Chamán era el consejero y el guía; en las demás cuestiones, Cooke era el que llevaba la iniciativa. Paul lo llevó a los restaurantes y al teatro. Fueron llenos de admiración al Pike's Opera House, a ver a Edwin Thomas Booth en el papel de Ricardo III. El teatro tenía tres filas de palcos, tres mil asientos y espacio para mil personas más de pie.

Ni siquiera las butacas de la octava fila que Cooke había conseguido en la taquilla le habrían permitido a Chamán una comprensión total de la representación, pero había leído toda la obra de Shakespeare mientras estaba en el Knox College, y antes de la representación releyó ésta en particular. El hecho de estar familiarizado con el argumento y con el texto supuso una gran ventaja, y disfrutó enormemente de la experiencia.

Otro sábado por la noche, Cooke lo llevó a un prostíbulo, donde Chamán siguió a una mujer taciturna hasta su habitación y recibió un servicio rápido. La mujer no abandonó en ningún momento su sonrisa fija y no dijo casi nada. Chamán nunca sintió el impulso de volver, pero a veces, como era un joven normal y sano, el deseo sexual representaba un problema. Un día en que se le encomendó la misión de conducir la ambulancia del hospital, fue a la Compañía de Velas P. L. Trent, en la que trabajaban mujeres y niños, y atendió a un niño de trece años de varias quemaduras en la pierna causadas por una salpicadura de cera hirviendo. Llevó al niño a la sala del hospital, acompañado por una joven de piel de melocotón y pelo negro que renunció a su paga por horas para ir al hospital con el paciente, que era primo suyo. Chamán volvió a verla ese jueves por la noche durante la visita semanal a la sala de caridad. Había otros familiares que esperaban para ver al niño quemado, de modo que la visita fue breve y tuvo la oportunidad de hablar con ella. Se llamaba Hazel Melville. Aunque no podía permitírselo, le pidió que cenara con él el domingo siguiente. Ella intentó parecer sorprendida, pero en cambio sonrió satisfecha y asintió.

La joven vivía a poca distancia del hospital, en el tercer piso de una casa de vecinos muy parecida a la que albergaba los dormitorios de la facultad. Su madre había muerto. Chamán tuvo conciencia de su pronunciación gutural cuando el coloradote padre de la chica, alguacil del tribunal de justicia municipal de Cincinnati, lo miró con suspicacia, incapaz de decir con certeza qué era lo que le resultaba diferente en el amigo de Hazel.

Si el día hubiera sido más cálido podría haberla llevado al río, a pasear en barca. Soplaba una brisa pero llevaban abrigo y era agradable caminar. Mientras oscurecía, miraron los escaparates de las tiendas.

Chamán pensó que la joven era muy bonita, salvo sus labios, delgados, severos y con diminutas lineas de insatisfacción en las comisuras. Ella se sintió impresionada al saber que era sordo. Mientras él le explicaba cómo leía el movimiento de los labios, la joven mostró una sonrisa insegura.

Pero resultó agradable hablar con una mujer que no estaba enferma ni herida. Hazel le contó que llevaba un año fabricando velas; odiaba ese trabajo, pero las mujeres no tenían mucho dónde elegir. Le contó con cierto resentimiento que tenía dos primos más grandes que ella que habían ido a trabajar por un buen sueldo a Wells Company.

—Wells Company ha recibido un encargo de la milicia del estado de Indiana para fundir diez mil barriles de balas para mosquetes. ¡Ojalá contrataran a mujeres!

Cenaron en un pequeño restaurante que Cooke le había recomendado porque no era caro y estaba bien iluminado, de modo que él podría ver lo que la chica decía. Ella parecía pasárselo bien, aunque devolvió los panecillos a la cocina porque no estaban calientes, y le habló al camarero en tono áspero. Cuando regresaron al apartamento de Ha zel, su padre no estaba. La joven dejó que Chamán la besara y respondió tan favorablemente que para él fue algo natural tocarla por encima de la ropa y finalmente hacerle el amor en el incómodo sofá. Por miedo a que su padre regresara, ella dejó la luz encendida y no quiso quitarse la ropa; simplemente se levantó la falda por encima de la cintura. Su olor íntimo quedaba eclipsado por el de las bayas de arrayán de la parafina en la que sumergía las velas seis días a la semana. Chamán la tomó con fuerza y rápidamente, sin que hubiera nada parecido al placer, consciente de la posible interrupción furiosa del alguacil, y sin compartir más contacto humano con ella que el que había experimentado con la mujer del burdel.

En las siete semanas siguientes ni siquiera pensó en ella.

Pero una tarde, impulsado por la añoranza, fue caminando hasta la fábrica de velas y entró a buscarla. El aire del interior era caliente y pesado debido al olor concentrado a bayas de arrayán. Hazel Melville pareció molesta al verlo.

—No están permitidas las visitas. ¿Quieres que me despidan?

Pero antes de que él saliera, le dijo a toda prisa que no podría volver a verlo, porque durante las semanas que él no había aparecido, ella se había prometido a otro hombre, alguien a quien había conocido hacia mucho tiempo. Era un profesional, un contable de la empresa, le dijo sin hacer el más mínimo intento de ocultar su satisfacción.

La verdad era que Chamán tenía menos distracciones físicas de las que habría deseado. Lo volcó todo -anhelos y deseos, esperanzas y expectativas de placer, energías e imaginación- en el estudio de la medicina.

Cooke decía con sincera envidia que Robert J. Cole estaba destinado a ser estudiante de medicina, y Chamán creía que era verdad; toda su vida había estado esperando lo que había encontrado en Cincinnati.

A mediados del semestre empezó a ir al laboratorio de disección siempre que tenía una hora libre -en ocasiones solo, aunque la mayor parte de las veces con Cooke o con Billy Henreid-, para ayudarlos a mejorar la técnica con el instrumental, o para terminar de explicarles un problema planteado por un libro de texto o en una clase. Al iniciar el curso de A y F, el doctor McGowan le había pedido que ayudara a los alumnos que tuvieran alguna dificultad. Chamán sabía que sus calificaciones en los otros cursos eran excelentes, e incluso el doctor Meigs había llegado a saludarlo cordialmente inclinando la cabeza cuando se cruzaba con él en el pasillo. La gente se había acostumbrado a que él fuera diferente. A veces se concentraba tanto en una clase o en el trabajo del laboratorio que volvía a su antigua costumbre de canturrear sin darse cuenta. En una ocasión el doctor Berwyn había interrumpido la clase para decirle: “Deje de canturrear, señor Cole”. Al principio los otros alumnos se reían disimuladamente, pero pronto aprendieron a tocarle el brazo y a lanzarle una mirada para indicarle que guardara silencio. A él no le molestaba. Era un joven seguro de si mismo.

Disfrutaba paseándose solo por las salas del hospital. Un día una paciente se quejó de que había pasado junto a su cama sin prestarle atención, a pesar de que ella lo había llamado por su nombre varias veces.

Después de eso, para demostrarse a si mismo que su sordera no hería a sus pacientes, adoptó la costumbre de detenerse brevemente delante de cada cama y sostener las manos del paciente entre las suyas y decirle unas pocas palabras en voz baja a cada uno.

El fantasma de su situación provisional había caído en el olvido cuando el doctor McGowan le ofreció un trabajo en el hospital durante los meses de julio y agosto, el periodo de vacaciones de la facultad. El doctor McGowan le dijo sinceramente que tanto él como el doctor Berwyn se habían disputado los servicios de Chamán, pero que final mente habían decidido compartirlo.

—Pasaría el verano trabajando para los dos, haciendo el trabajo sucio para Berwyn en la sala de operaciones todas las mañanas, y ayudándome a practicar la autopsia a sus errores todas las tardes.

Chamán se dio cuenta de que era una oportunidad fantástica; y el pequeño salario le permitiría hacer frente al aumento de la matrícula.

—Me encantaría -le dijo al doctor McGowan-. Pero este verano mi padre me espera en casa para que lo ayude en el trabajo de la granja.

Tendré que escribirle y pedirle permiso para quedarme.

Barney McGowan sonrió.

—Ah, la granja -dijo, restándole importancia al tema-. Joven, creo que para usted ya se ha terminado eso de trabajar en la granja. Su padre es un médico rural de Illinois, tengo entendido. Hace tiempo que quiero comentárselo. En el hospital del colegio universitario de Edimburgo había un hombre que me llevaba varios años de adelanto. Se llamaba igual que usted.

—Si. Es mi padre. El cuenta la misma anécdota que usted contó en la clase de anatomía, sobre la descripción que sir William Fergusson hizo de un cadáver como una casa de la que el propietario se ha mudado.

—Recuerdo que usted sonrió cuando conté esa anécdota. Y ahora en tiendo por qué. -McGowan lo miró atentamente, entrecerrando los ojos-. ¿Usted sabe por qué…, por qué su padre abandonó Escocia?

Chamán se dio cuenta de que el doctor McGowan intentaba ser discreto.

—Si. El me lo contó. Se metió en problemas de política. Estuvo a punto de ser deportado a Australia.

—Lo recuerdo. -McGowan sacudió la cabeza-. Nos lo pusieron como ejemplo para que nos sirviera de advertencia. En la universidad todo el mundo lo conocía. Era el protegido de sir William Fergusson, tenía un futuro ilimitado. Y ahora es un médico rural. ¡Qué pena!

—No hay por qué sentir pena.-Chamán luchó con un sentimiento de rabia y finalmente sonrió-. Mi padre es un gran hombre -dijo, y con cierto asombro reconoció que era verdad.

Empezó a hablarle a Barney McGowan de Rob J., de que había trabajado con Oliver Wendell Holmes en Boston, del viaje que había hecho por todo el país con los leñadores, y de que había trabajado como médico del ferrocarril. Le contó que en una ocasión su padre había tenido que cruzar dos ríos y un riachuelo a caballo para llegar a una casa de tepe donde ayudó a una mujer a parir mellizos. Le habló de las cocinas en las que su padre había operado, y de las veces que había practicado la cirugía sobre una mesa sacada del interior mugriento de una casa a la limpia luz del sol. Le contó que su padre había sido secuestrado por unos forajidos que a punta de pistola le habían ordenado que le quitara una bala a uno de los suyos. Le habló de una ocasión en que su padre regresaba a casa una noche en que la temperatura en la llanura había descendido a treinta grados bajo cero y había salvado la vida bajando del caballo, cogiéndose a la cola del animal y corriendo tras él para que volviera a circularle la sangre.

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