Authors: Noah Gordon
Pero a las once de la mañana estaban de regreso en la sala de operaciones. La invasión de heridos del War Hawk había saturado las instalaciones del hospital y ocupado a todo el personal médico. Algunos cirujanos habían trabajado durante toda la noche y toda la mañana, y ahora Robert Jefferson Cole estaba operando a un joven de Ohio cuyo cráneo, hombros, espalda, nalgas y piernas habían sido alcanzados por la metralla de los confederados. La intervención era larga y laboriosa, porque cada fragmento de metal debía ser retirado de la carne con un mínimo de daño para los tejidos, y la sutura resultaba igualmente delicada porque se esperaba que los músculos se desarrollaran correctamente. El pequeño anfiteatro estaba repleto de estudiantes de medicina y de algunos miembros del profesorado, que observaban los casos desesperados que los médicos podían esperar de la guerra. El doctor Harold Meigs, que estaba situado en la primera fila, dio un codazo al doctor Barney McGowan, y con un movimiento de la barbilla le señaló a un hombre que se hallaba de pie a un lado de la sala de operaciones, abajo, lo suficientemente apartado para no molestar, pero observándolo todo. Era un hombre corpulento y barrigón, de pelo entrecano; estaba con los brazos cruzados y los ojos fijos en la mesa de operaciones, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Mientras observaba la habilidad y la seguridad del cirujano, asentía inconscientemente, a modo de aprobación. Los dos profesores se miraron y sonrieron.
Rob J. regresó en tren y llegó a la estación de Rock Island nueve días después de haber salido de Holden's Crossing. En la calle, fuera de la estación de ferrocarril, se encontró con Paul y Roberta Williams, que estaban en Rock Island haciendo compras.
—Hola, doctor. ¿Acaba de bajar del tren? -le preguntó Williams-.
He oído decir que estaba fuera, haciendo unas pequeñas vacaciones.
—Sí -repuso Rob.
—Bueno, ¿lo ha pasado bien?
Rob J. abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea.
—Muy bien, Paul, gracias -respondió por fin en tono sereno.
Fue hasta el establo a recoger a Boss y cabalgó en dirección a su casa.
El médico contratado
A Rob J. le llevó casi todo el verano planificar las cosas. Su primera idea había sido lograr que a otro médico le resultara económicamente atractivo ocupar su puesto en Holden's Crossing, pero después de un tiempo tuvo que enfrentarse al hecho de que eso era imposible, porque la guerra había creado una acusada escasez de médicos. Lo mejor que pudo hacer fue ponerse de acuerdo con Tobias Barr para que acudiera al dispensario de Holden's Crossing todos los miércoles, y en casos de urgencia. Para los problemas menos serios, los habitantes de Holden's Crossing se desplazarían al consultorio del doctor Barr en Rock Island, o consultarían a las monjas.
Sarah estaba furiosa, y a Rob J. le parecía que el enfado se debía tanto a que él iba a unirse al “bando equivocado” como al hecho de que se marchara. Ella rezó y consultó con Lucian Blackmer. Sin él se encontraría indefensa, insistía.
—Antes de irte debes escribir al ejército federal -le dijo- y preguntarles Si tienen registrado a Alex como prisionero o como baja.
Rob J. había hecho esa gestión algunos meses atrás, pero estuvo de acuerdo en que había llegado el momento de escribir otra vez, y se ocupó de ello.
Sarah y Lillian estaban más unidas que nunca. Jay había ideado un acertado sistema para enviar correspondencia y noticias sobre los confederados a Lillian a través de las lineas de batalla, probablemente por intermedio de los que cruzaban clandestinamente el río. Antes de que los periódicos de Illinois publicaran la noticia, Lillian les contó que Judah P. Benjamín había sido ascendido de la secretaria de guerra de la Confederación a la secretaria de Estado. En una ocasión, Sarah y Rob J. habían cenado con los Geiger y con Benjamín cuando éste viajó a Rock Island para consultar con Hume a propósito de un pleito del ferrocarril. Benjamín le había parecido inteligente y modesto, en absoluto el tipo de hombre que busca la oportunidad de dirigir una nueva nación.
En cuanto a Jay, Lillian dijo que se encontraba a salvo. Tenía el grado de suboficial y le habían asignado el trabajo de administrador de un hospital militar en algún lugar de Virginia.
Cuando se enteró de que Rob J. iba a unirse al ejército del Norte, asintió cautelosamente.
—Rezo para que tú y Jay jamás os encontréis mientras estemos en guerra.
—Creo que eso es muy improbable -dijo él, y le palmeó la mano.
Se despidió de la gente lo más discretamente posible. La madre Miriam Ferocia lo escuchó con pétrea resignación. Rob pensó que era parte de la disciplina de las monjas decir adiós a aquellos que se habían convertido en parte de su vida. Ellas iban adonde el Señor les ordenaba; en ese sentido, eran como soldados.
El 12 de agosto de 1862 por la mañana, Sarah se despidió de él en el muelle de barcos de vapor de Rock Island; Rob llevaba consigo el mee shoine y una pequeña maleta. Sarah lloraba y él la besó en los labios una y otra vez, casi con delirio, sin hacer caso a las miradas de la gente que se encontraba en el muelle.
—Eres mi querida muchachita -le dijo en un susurro.
Odiaba dejarla de esa forma, pero se sintió aliviado al subir a bordo y saludar con la mano mientras la embarcación lanzaba dos bocinazos cortos y uno largo y entraba en la corriente del río, y se alejaba.
Rob se quedó en la cubierta durante la mayor parte de la travesía. Le encantaba el Mississippi y disfrutó mirando el transito de la temporada de mayor actividad. Hasta ese momento, el Sur había contado con combatientes más temerarios y enérgicos que el Norte, y con mejores generales. Pero esa primavera, cuando los federales habían tomado Nueva Orleans, ellos se habían unido a la supremacía de la Unión en la sección inferior y superior del Mississippi. Junto con el Tennessee y otros ríos menores, aquél daba a las fuerzas federales una ruta navegable directa al vientre vulnerable del Sur.
Uno de los centros militares instalados a lo largo de la ruta fluvial era Cairo, donde Rob J. había empezado un viaje en el War Hawk, y fue allí donde desembarcó en esta ocasión. En Cairo no hubo inundaciones a finales de agosto, pero ésa fue una breve ventaja, porque miles de soldadaos habían acampado en las afueras, y los detritos de tanta humanidad concentrada habían llegado a la ciudad, donde la basura, los perros muertos y otros residuos en estado de descomposición se apilaban en las calles llenas de barro, frente a casas elegantes. Rob J. siguió el tránsito militar hasta el campamento, donde fue interceptado por un centinela. Se identificó y pidió que le permitieran hablar con el comandante, y enseguida fue conducido ante un coronel llamado Sibley, del regimiento l76 de voluntarios de Pensilvania. El 176 de Pensilvania ya contaba con los dos médicos castrenses permitidos por la organización del ejército, le informó el coronel Sibley. Dijo que en el campamento había otros tres regimientos, el 42 de Kansas, el 106 de Kansas, y el 201 de Ohio. Añadió que el 106 de Kansas tenía una vacante de médico auxiliar, y allí fue donde Rob J. se dirigió.
El comandante del 106 era un coronel llamado Frederick Hilton, a quien Rob J. encontró delante de su tienda, mascando tabaco y sentado ante una pequeña mesa, escribiendo. Hilton se mostró ansioso por contar con él. Habló de un grado de teniente “capitán, en cuanto sea posible”, y de un año de alistamiento como médico militar auxiliar, pero Rob J. se había informado y había pensado mucho antes de salir de casa. Si hubiera elegido someterse al examen de médico jefe habría tenido derecho al grado de comandante, con una generosa asignación para alojamiento y con el cargo de oficial del cuerpo médico, o el de médico en un hospital general. Pero sabía lo que quería.
—Ni reclutamiento ni nombramiento. El ejército emplea médicos civiles con carácter transitorio, y yo trabajaré con usted con un contrato de tres meses.
Hilton se encogió de hombros.
—Prepararé los papeles para el cargo de médico auxiliar interino.
Vuelva después de cenar para firmarlos. Ochenta dólares al mes, el caballo debe conseguirlo usted. Puedo enviarlo a un sastre de la ciudad para que le haga el uniforme.
—No llevaré uniforme.
El coronel lo miró con curiosidad.
—Sería aconsejable que lo llevara. Estos hombres son soldados. No van a aceptar las órdenes de un civil.
—No importa.
El coronel Hilton asintió afablemente y escupió el jugo del tabaco.
Llamó a un sargento y le indicó que acompañara al doctor Cole a la tienda de los médicos.
No habían llegado muy lejos cuando sonaron las primeras notas del bugle que señalaban la retreta, la ceremonia para arriar la bandera a la hora del crepúsculo. Todos los sonidos y los movimientos cesaron mientras los hombres miraban a la bandera y se cuadraban para saludarla.
Era la primera retreta de Rob J., y le resultó extrañamente conmovedora porque le pareció que era similar a una comunión religiosa de todos estos hombres que mantenían el saludo hasta que se apagaba la última nota trémula del remoto bugle. Entonces el campamento reanudaba la actividad.
La mayoría de las tiendas eran minúsculas, pero el sargento lo llevó hasta una zona de tiendas cónicas que a Rob J. le recordaron los tipis, y se detuvo delante de una de ellas.
—Hemos llegado, señor.
—Gracias.
En el interior de la tienda sólo había dos sitios para dormir, en el suelo, debajo de la tela. Un hombre, sin duda el médico del regimiento, dormía bajo los efectos del alcohol; su cuerpo despedía un olor agrio mezclado con el fuerte olor del ron.
Rob J. dejó el maletín en el suelo y se sentó. Pensó que había cometido muchos errores, que había hecho más locuras que algunos y menos que otros. Y no pudo dejar de preguntarse si no estaría dando uno de los pasos más estúpidos de su vida.
El cirujano era el comandante G. H. Woffenden. Rob J. se dio cuenta enseguida de que nunca había asistido a la facultad de medicina, pero que había trabajado de aprendiz durante un tiempo “con el viejo doctor Cowan”, y luego se había independizado; que había sido nombrado por el coronel Hilton en Topeka; que la paga de comandante era el dinero más regular que había ganado jamás, y que se daba por contento dedicándose a beber y dejando que el médico auxiliar interino se ocupara de atender a los enfermos.
La atención de los enfermos llevaba casi toda la jornada, y todos los días, porque las filas de pacientes parecían interminables. El regimiento tenía dos batallones. El primero estaba completo y constaba de cinco compañías. El segundo batallón sólo se componía de tres compañías. El regimiento tenía menos de cuatro meses de antigüedad, y se había formado cuando los hombres más capacitados ya estaban en el ejército. El l06 se había quedado con lo que sobraba, y el segundo batallón había cogido los restos de Kansas. Muchos de los hombres que esperaban ver a Rob J. eran demasiado viejos para ser soldados, y otros muchos demasiado jóvenes, incluidos media docena de muchachos que apenas parecían adolescentes. Todos se encontraban en un estado lamentable. Las afecciones más frecuentes eran de diarrea y disentería, pero Rob J. vio distintos tipos de fiebres, fuertes constipados que afectaban el pecho y los pulmones, casos de sífilis y gonorrea, delirium tremens y otros síntomas de alcoholismo, hernias y muchos casos de escorbuto.
aaa Había una tienda que hacía las veces de dispensario, donde encontró una especie de serón de medicinas del ejército de Estados Unidos, una caja enorme de mimbre y lona en la que se guardaban artículos medicinales. Según el inventario, también debía incluir té, azúcar blanco, extracto de café, extracto de carne, leche condensada y alcohol. Cuando Rob J. le preguntó a Woffenden por esos artículos, el médico pareció molesto.
—Los robaron, supongo -le espetó en actitud demasiado defensiva.
Después de las primeras comidas, Rob se dio cuenta de cuál era el motivo de tantos problemas estomacales. Buscó al oficial del economato, un angustiado subteniente llamado Zearing, y se enteró de que el ejército le daba al regimiento dieciocho centavos diarios para alimentar a cada hombre. El resultado era una ración diaria de trescientos cuarenta gramos de grasa de cerdo salada, setenta gramos de judías o guisantes, y quinientos gramos de harina, o en su defecto trescientos cuarenta gramos de galletas. La carne solía estar negra por fuera y amarilla de putrefacción por dentro, y los soldados llamaban “castillo de gusanos” a las galletas, porque las más grandes y gruesas, a menudo llenas de moho, solían estar habitadas por gusanos y gorgojos.
Cada soldado recibía su ración sin cocinar y se la preparaba él mismo sobre la llama de una pequeña fogata, generalmente hirviendo las judías y friendo la carne y la galleta -a veces incluso la harina- en la grasa de cerdo. Combinada con la enfermedad, la dieta representaba un desastre para miles de estómagos, y no había letrinas. Los hombres defecaban donde les venía en gana, por lo general detrás de las tiendas, aunque muchos con problemas intestinales sólo llegaban al espacio comprendido entre su tienda y la del vecino. En todo el campo flotaban efluvios que recordaban los del War Hawk, y Rob J. llegó al convencimiento de que todo el ejército olía a mierda.
Se dio cuenta de que no podía hacer nada con respecto a la dieta, al menos inmediatamente, pero estaba decidido a mejorar las condiciones. La tarde siguiente, después de visitar a los enfermos, se acercó a un sargento de la compañía C, primer batallón, que instruía a medía docena de hombres en el uso de la bayoneta.
—Sargento, ¿sabe dónde hay algunas palas?
—¿Palas? Claro que lo sé -respondió el sargento con cautela.
—Bien, pues quiero que traiga una para cada uno de estos hombres y que caven una zanja -le indicó Rob J.
—¿Una zanja, señor?
El sargento contempló la curiosa figura vestida con el traje negro holgado, la camisa arrugada, la corbata de lazo y el sombrero de paisano, de ala ancha.
—Si, una zanja -confirmó Rob J.-. Exactamente aquí. De tres metros de largo, un metro de ancho y dos metros de profundidad.
El médico civil era un hombre corpulento. Parecía muy decidido.
Y el sargento sabía que ostentaba el grado de teniente, aunque vistiera de paisano.
Pocos minutos después el coronel Hilton y el capitán Irvine, de la compañía C del primer batallón, se acercaron a los seis hombres que cavaban laboriosamente bajo la atenta mirada de Rob J. y del sargento.