Authors: Noah Gordon
La madre Miriam lo miró con interés.
—¿Y por qué te parece tan difícil responder?
—Cuando vivía aquí, siempre me sentía incompleto, era un chico sordo que crecía entre personas que oían perfectamente. Amaba y admiraba a mi padre y quería ser como él. Ansiaba ser médico, y trabajé y luché aunque todos, incluso él, decían que no lo lograría.
Mi sueño siempre fue convertirme en médico, y ahora estoy más allá del sueño. Ya no soy incompleto, y vuelvo a estar en el lugar que amo. Para mi, este lugar siempre pertenecerá al verdadero médico, a mi padre.
La madre Miriam asintió.
—Pero él ya no está, Chamán.
No respondió. Sintió el palpitar de su corazón, como si estuviera oyendo la noticia por primera vez.
—Quiero que me hagas un favor -le dijo ella. Señaló la silla de cuero-. Siéntate allí, donde siempre se sentaba él.
De mala gana, con el cuerpo casi rígido, se levantó de la silla de madera y se sentó en la tapizada.
Ella aguardó un instante.
—No es tan incómoda, supongo.
—Es muy cómoda -respondió él.
—Y tú la llenas perfectamente bien. -La madre superiora esbozó una sonrisa y luego le dio un consejo casi idéntico al que le había dado Gus Schroeder-. Debes pensarlo -dijo.
En el camino de regreso se detuvo en casa de Howard y compró una botella de whisky.
—Lamento lo de tu padre -musitó Julian Howard, incómodo.
Chamán asintió, consciente de que Howard y su padre no se habían soportado jamás. Mollie Howard dijo que imaginaba que Mal y Alex habían logrado alistarse en el ejército confederado, porque no habían recibido una sola noticia de Mal desde que ambos se habían marchado.
—Supongo que si estuvieran en algún sitio a este lado de las lineas, uno u otro habría enviado alguna carta a su casa -dijo Mollie, y Chamán respondió que pensaba que tenía razón.
Después de cenar llevó la botella a la cabaña de Alden, como una oferta de paz. Incluso se sirvió un poco en uno de los vasos, porque sabía que a Alden no le gustaba beber solo cuando estaba con alguien.
Esperó a que Alden hubiera bebido unos cuantos tragos antes de encauzar la conversación hacia el tema de la granja.
—¿A qué se debe que este año tú y Doug Penfield tengáis tantos problemas para que el trabajo esté al día?
Alden respondió al instante.
—¡Hace mucho tiempo que se está retrasando! Apenas hemos vendido alguna oveja, salvo uno o dos añales a algún vecino para la comida de Pascua. Por eso todos los años el rebaño crece, y cada vez son más los animales que hay que limpiar y esquilar, y más los pastos cercados que hay que proporcionarles. Intenté que tu padre estudiara la situación antes de irse al ejército, pero nunca lo logré.
—Bueno, hablemos de este asunto ahora mismo. ¿Cuánto consigues por un kilo de vellón? -preguntó Chamán mientras sacaba del bolsillo una libreta y un lápiz.
Estuvieron casi una hora hablando de precios y calidades de lanas, de las posibilidades del mercado cuando concluyera la guerra, del terreno necesario por cabeza, de los días de trabajo, y del costo diario.
Cuando concluyeron, Chamán tenía la libreta llena de garabatos.
Alden se había apaciguado.
—Ahora bien, si pudieras decirme que Alex regresará pronto, eso cambiaría el panorama, porque ese chico es una fiera trabajando. Pero la verdad es que podría estar muerto en cualquier sitio. Y sabes que tengo razón, Chamán.
—Si, es verdad. Pero a menos que me entere de lo contrario, pienso que sigue vivo.
—Bueno, claro. Pero será mejor que no cuentes con él cuando planifiques el trabajo, eso es todo.
Chamán lanzó un suspiro y se levantó para marcharse.
—Te diré una cosa, Alden. Mañana por la tarde tengo que volver a salir, pero dedicaré toda la mañana a los naranjos de Osage -anunció.
A la mañana siguiente salió al campo temprano, vestido con ropa de trabajo. Era un día excelente para trabajar al aire libre, un día seco y ventoso con el cielo lleno de nubes inofensivas. Hacia mucho tiempo que no realizaba ninguna actividad física, y antes de terminar de cavar el primer agujero sintió los músculos agarrotados.
Sólo había colocado tres plantas cuando su madre llegó a la pradera montando a Boss, seguida por un sueco llamado Par Swanson, que se dedicaba a cultivar remolachas, y al que Chamán apenas conocía.
—¡Es mi hija! -gritó el hombre antes de llegar a donde estaba Chamán-. Creo que se ha roto el cuello.
Chamán cogió el caballo de su madre y siguió al hombre. Tuvieron que cabalgar casi un cuarto de hora para llegar a casa de los Swanson.
Por la breve descripción del hombre imaginó lo que iba a encontrar, pero se dio cuenta enseguida que la pequeña estaba viva aunque con muchos dolores.
Selma Swanson era una niñita muy rubia, que aún no tenía tres años.
Le gustaba subir con su padre en el distribuidor de estiércol. Esa mañana los caballos de su padre habían sorprendido a un enorme halcón que había bajado hasta el campo para comerse un ratón. El halcón levantó el vuelo súbitamente, espantando a los caballos. Cuando éstos saltaron hacia delante, Selma perdió el equilibrio y cayó. Mientras luchaba por dominar a los animales, Par vio que su hija se había golpeado con un ángulo del distribuidor en el momento de caer.
—Me miraba a mí, y se golpeó el cuello -dijo el padre.
La niñita se sujetaba el brazo izquierdo con la mano derecha, contra el pecho.
tenía el hombro izquierdo adelantado.
—No- lo corrigió Chamán después de examinar a la pequeña-. Es la clavícula.
—¿Está rota? -preguntó la madre.
—Bueno, un poco doblada, y tal vez algo astillada, pero no hay por qué preocuparse. Sería grave si le hubiera ocurrido a usted, o a su marido. Pero a la edad de la niña los huesos se curvan como ramas verdes y se curan con gran rapidez.
La clavícula había quedado lesionada no muy lejos de su unión con el omóplato y el esternón. Con unos trapos que le proporcionó la señora Swanson hizo un pequeño cabestrillo para el brazo izquierdo de Selma, y después de colocarlo en él, ató todo al cuerpo con otro trapo para impedir que la clavícula se moviera.
La niña ya se había calmado cuando él terminó de beber el café que la señora Swanson había calentado en el hornillo.
Chamán se encontraba a poca distancia de varios de los pacientes que tenía que visitar ese día, y no tenía sentido regresar a su casa y volver a salir, de modo que empezó las visitas en ese momento.
Una mujer llamada Royce, la esposa de uno de los nuevos colonos, le dio pastel de carne para comer. Empezaba a caer la tarde cuando regresó a la granja.
Al pasar por el campo en el que había empezado a trabajar esa mañana, vio que Alden había puesto a Doug Penfield a trabajar en la barrera, y que una larga y admonitoria linea de brotes de naranjo de Osage se extendía por la pradera.
El padre reservado
—No lo permita Dios -susurró Lillian.
Ninguno de los Geiger había mostrado síntomas de fiebre tifoidea, dijo. Chamán observó que el rostro de Lillian reflejaba el esfuerzo de llevar la granja, la casa y la familia sin la ayuda de su esposo. Aunque el negocio de boticario se había resentido, ella aún trabajaba en algunos aspectos del negocio farmacéutico de Jason, importaba medicamentos para Tobias Barr y Julius Barton.
—El problema es que Jay solía conseguir mucho material en la empresa farmacéutica que su familia tenía en Charleston. Y ahora, por culpa de la guerra, Carolina del Sur está apartada de nosotros, por su puesto -le comentó a Chamán mientras le servia el té.
—¿Has recibido alguna noticia de Jason?
—Ultimamente no.
Lillian pareció incómoda cuando Chamán le hizo preguntas sobre Jason, pero él comprendió que se mostrara reacia a hablar demasiado de su esposo por temor a revelar algo que pudiera perjudicarlo, o a revelar información militar, o a poner en peligro a su familia. Para una mujer resultaba difícil vivir en un estado de la Unión mientras su esposo trabajaba en Virginia con los confederados.
Lillian se sintió más relajada cuando hablaron de la carrera médica de Chamán. Ella estaba al tanto de sus progresos en el hospital y de las ofertas que le habían hecho allí. Evidentemente, Sarah había comentado con ella las noticias que él transmitía en sus cartas.
—Cincinnati es un sitio muy cosmopolita -apuntó Lillian-. Sería fantástico que hicieras tu carrera allí, que enseñaras en la facultad de medicina, que ejercieras tu profesión. Jay y yo estamos muy orgullosos de ti. -Cortó rebanadas delgadas y perfectas de tarta de café y se las sirvió en el plato-. ¿Tienes idea de cuándo regresarás?
—No estoy seíuro.
—Chamán. -Puso una mano sobre la de él y se inclinó hacia delante-. Regresaste cuando murió tu padre, y te has ocupado de todo maravillosamente bien. Ahora debes empezar a pensar en ti, y en tu carrera.
¿Sabes lo que tu padre habría querido que hicieras?
—¿Qué, tía Lillian?
—Tu padre habría querido que regresaras a Cincinnati y reanudaras tu carrera. ¡Debes volver allí lo más pronto posible! -dijo ella en tono solemne.
Sabía que Lillian tenía razón. Si iba a marcharse, sería mejor que lo hiciera sin demora. Todos los días tenía que visitar una casa diferente, porque la gente lo llamaba, como reacción al hecho de que en Holden's Crossing volvía a haber médico. Cada vez que trataba un paciente era como si quedara atado por un finísimo hilo. Esos hilos podían romperse, ciertamente; cuando él se fuera, el doctor Barr podía ocuparse del tratamiento de cualquiera que siguiera necesitando cuidados médicos. Pero aumentaba su sensación de que había cosas allí que no deseaba dejar inconclusas.
Su padre guardaba una lista de nombres y direcciones, y Chamán la leyó cuidadosamente. Le comunicó la muerte de su padre a Oliver Wendell Holmes, de Boston, y a su tío Herbert, al que nunca había visto, y que nunca más tendría que preocuparse de que su hermano mayor regresara a Escocia a reclamar sus tierras.
Chamán dedicaba todos sus momentos libres a la lectura de los diarios, cautivado por las visiones momentáneas de su padre, que le resultaban interesantes y desconocidas. Rob J. Cole había escrito sobre la sordera de su hijo con angustia y ternura, y mientras leía, Chamán sentía todo su gran amor. El dolor de su padre al escribir sobre la muerte de Makwa-ikwa, y la muerte posterior de Viene Cantando y de Luna, reavivó sentimientos que habían quedado enterrados profundamente.
Volvió a leer el informe de su padre sobre la autopsia de Makwa-ikwa, por si había pasado algo por alto en las anteriores lecturas, y trató de determinar si su padre había omitido algo en su examen, y si él habría hecho algo diferente en caso de que hubiera realizado la autopsia.
Cuando cogió el volumen correspondiente al año 1853, quedó atónito. En el cajón del escritorio de su padre encontró la llave del cobertizo cerrado que había detrás del granero. La cogió y la llevó al granero, y una vez allí abrió la enorme cerradura y entró. Era simplemente el cobertizo, un sitio en el que había estado cientos de ve ces. En las estanterías de la pared había provisiones de medicamentos, tónicos y otros específicos, y ramilletes de hierbas secas colgados de las vigas, legado de Makwa. Aún seguía allí la vieja estufa de leña, no muy lejos de la mesa de las autopsias, donde tantas veces había ayudado a su padre. De unos clavos de las paredes colgaban cacerolas y cubos, y de otro que había en un tronco todavía colgaba el viejo jersey marrón de Rob J.
El cobertizo no había sido barrido ni limpiado desde hacía varios años. Había telarañas por todas partes, pero Chamán no hizo caso. Se acercó al lugar de la pared que le pareció el correcto, pero cuando tiró de la tabla, ésta se mantuvo firme. En la parte de delante del establo había una palanca, pero no fue necesario ir a buscarla porque cuando tocó la tabla contigua se soltó fácilmente, junto con otras.
Fue como mirar dentro de una cueva. El interior estaba muy oscuro, y sólo entraba una luz natural grisácea por una ventana pequeña y llena de polvo. Primero abrió la puerta grande del cobertizo, pero la luz seguía siendo pobre, así que cogió la lámpara, que aún contenía un poco de aceite, y la encendió.
Cuando la acercó a la abertura, arrojó sombras vacilantes al interior de la habitación secreta.
Chamán se agachó y entró. Su padre la había dejado limpia. Aún había un bol, una taza y una manta pulcramente doblada que Chamán recordó haber visto en su casa durante mucho tiempo. El sitio resultaba pequeño para Chamán, que era tan corpulento como había sido su padre.
Sin duda algunos de los esclavos fugitivos también habían sido corpulentos.
Apagó la lámpara y se quedó a oscuras en ese espacio secreto. Intentó imaginar que la entrada estaba cerrada con los tablones, y que el mundo exterior era un sabueso ladrador que lo perseguía. Que sólo podía elegir entre ser un animal de carga o un animal cazado.
Cuando salió instantes después, cogió el viejo jersey marrón y se lo puso, a pesar de que ya hacia bastante calor. Conservaba el olor de su padre.
Pensó que todo ese tiempo, durante todos esos años en los que él y Alex habían vivido en la casa y se habían peleado y hecho travesuras, y se habían confiado sus necesidades y deseos, su padre había guardado este inmenso secreto, había vivido esta experiencia solo. Ahora Chamán sintió la abrumadora necesidad de hablar con Rob J., de compartir la experiencia, de hacerle preguntas, de expresarle su amor y admiración. En su habitación del hospital había llorado al recibir el telegrama que anunciaba la muerte de su padre. Pero se había mostrado imperturbable en el tren, y fuerte durante y después del funeral, pensando en su madre.
Ahora apoyó la espalda contra la pared del cobertizo, junto a la habitación secreta, y se deslizó hacia abajo hasta quedar sentado en el suelo como un niño, y como un niño que llama a su padre se entregó a la pena con la convicción de que su silencio iba a ser más solitario que nunca.
Una criatura con Crup
Dios no lo permitió. No hubo más casos de fiebre tifoidea en Holden's Crossing. habían pasado dos semanas, y no había aparecido sarpullido en el cuerpo de Tilda Snow. La fiebre le había bajado enseguida, sin que se presentara hemorragia ni ninguna señal de pérdida de sangre, y una tarde en que Chamán fue a la granja de los Snow encontró a la mujer lavando los cerdos.