Chamán (67 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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No había dado más de una docena de pasos cuando sintió un dolor espantoso en la parte superior del brazo izquierdo, como si le hubiera picado un abeja de medio metro de largo. Dio tres pasos más, y la tierra ocre y cubierta de estiércol pareció levantarse para recibirlo. Pensaba con claridad. Sabía que se había desmayado y que enseguida recuperaría las fuerzas, y se quedó tendido, mirando con ojos de pintor el tosco sol ocre en un cielo teñido de azul, mientras los sonidos se apagaban a su alrededor, como si alguien hubiera arrojado una manta sobre el resto del mundo. No supo cuánto tiempo permaneció así. Tuvo conciencia de que le sangraba la herida del brazo y buscó a tientas unas vendas en la bolsa y las apretó sobre la herida para detener la hemorragia. Al mirar hacia abajo vio sangre en el Mee-shome. La ironía le resultó irresistible y se echó a reír al pensar en el ateo que había intentado convertir en un dios una vieja bolsa de cañones de pluma y un par de tiras de cuero curtido.

Finalmente fue a recogerlo el equipo de Wilcox. El sargento -tan feo como Pretty Boy, con su ojo desviado hacia fuera cargado de cariño y preocupación- le dijo a Rob J. el tipo de cosas tontas y sin sentido que él había dicho miles de veces a los pacientes para consolarlos. Los sudistas habían visto que el enemigo era mucho más numeroso y se habían retirado. había un montón de hombres y caballos muertos, de carros destrozados y cosas desparramadas, y Wilcox le comentó a Rob J. en tono de pesar que el granjero iba a pasarlo muy mal para volver a arar ese bonito campo.

Sabía que había tenido la suerte de que la herida no fuera más grave, pero era algo más que un rasguño. La bala no había tocado el hueso pero había arrancado carne y músculo.

Coppersmith había cosido la herida parcialmente y la había vendado con cuidado, y dio la impresión de que la tarea le producía una gran satisfacción.

Rob J. fue trasladado con otros treinta y seis heridos a un hospital de Fredericksburg, donde permaneció diez días. El lugar había sido un depósito y no estaba tan limpio como debía, pero el médico militar responsable, un comandante llamado Sparrow que había ejercido la medicina en Hartford, Connecticut, antes de la guerra, era un buen profesional. Rob J. recordó los experimentos que el doctor Milton Akerson había hecho en Illinois con el ácido clorhídrico, y el doctor Sparrow estuvo de acuerdo en permitirle que de vez en cuando se lavara la herida con una solución suave de ácido clorhídrico. Le escocía, pero la herida empezó a cicatrizar perfectamente y sin infección, y acordaron que tal vez daría buen resultado probar el sistema con otros pacientes. Rob J. podía flexionar los dedos y mover la mano izquierda, aunque le dolía. Coincidió con el doctor Sparrow en que aún era demasiado pronto para saber cuánta fuerza y movimiento recuperaría el brazo herido.

El coronel Symonds fue a visitarlo cuando pasó una semana en la ciudad.

—Váyase a casa, doctor Cole. Cuando se recupere, si quiere volver con nosotros, será bienvenido -le dijo, aunque ambos sabían que no regresaría. Symonds le dio las gracias torpemente-. Si sobrevivo, y algún día usted pasa por Fort Wayne, Indiana, vaya a visitarme a la Fábrica de Tubos de Lámparas Symonds y tomaremos una comida maravillosa, y beberemos todo lo que haga falta, y hablaremos largo y tendido de los malos viejos tiempos -propuso.

Se despidieron con un fuerte apretón de manos, y el joven coronel se marchó.

Le llevó tres días y medio llegar a casa, con cinco redes de ferrocarril diferentes, empezando por el Ferrocarril de Baltimore y Ohio. Todos los trenes llevaban retraso, y estaban mugrientos y atestados de viajeros con problemas. Llevaba el brazo en cabestrillo pero no era más que otro civil de mediana edad, y en varias ocasiones tuvo que viajar de pie a lo largo de ochenta kilómetros o más en un tren que no dejaba de balancearse. En Canton, Ohio, esperó medio día para cambiar de tren, y luego compartió un asiento con un tambor llamado Harrison que trabajaba para una gran empresa de cantineros que vendía polvos de tinta al ejército. El hombre le confió que había oído los disparos de cerca muchas veces. Tenía montones de historias inverosímiles sobre la guerra, condimentadas con los nombres de importantes figuras militares y políticas, y las historias hacían que los kilómetros pasaran más deprisa.

En los vagones, atestados y calurosos, la gente se había quedado sin agua. Al igual que los demás, Rob J. bebió lo que le quedaba en la cantimplora y después pasó sed. Finalmente el tren se detuvo en un apeadero cercano a un campamento del ejército, en las afueras de Marion, Ohio, para cargar combustible y coger agua de una pequeña corriente, y los pasajeros bajaron para llenar sus recipientes.

Rob J. estaba entre ellos, pero cuando se arrodilló con su cantimplora, algo que había en la orilla opuesta le llamó la atención, y enseguida supo de qué se trataba.

Al acercarse se dio cuenta de que efectivamente alguien había arrojado en la corriente vendas usadas, gasas ensangrentadas y otros desechos de hospital; cuando después de un corto paseo descubrió otros vertederos, volvió a tapar su cantimplora y aconsejó a los demás pasajeros que hicieran lo mismo.

El revisor dijo que conseguirían agua buena en Lima, un poco más abajo, y Rob J. regresó a su asiento; cuando el tren reanudó la marcha, se quedó dormido a pesar del balanceo del vagón.

Al despertar se enteró de que el tren acababa de salir de Lima.

—Quería coger agua -dijo irritado.

—No se preocupe -le dijo Harrison-. Tengo el termo lleno.

Se lo pasó, y Rob J. bebió una buena cantidad.

—¿había mucha gente recogiendo agua en Lima? -preguntó mientras le devolvía el termo.

—Oh, ésta no la cogí en Lima. Llené el termo en Marion, cuando nos detuvimos a cargar combustible -respondió el vendedor.

El hombre se puso pálido cuando Rob J. le contó lo que había visto en la corriente de agua de Marion.

—¿Entonces enfermaremos?

—No se sabe. -Después de Gettysburg, Rob J. había visto a toda una compañía beber durante cuatro días de una fuente en la que después descubrieron a dos confederados muertos, pero no habían sufrido con secuencias importantes. Se encogió de hombros-. No me sorprendería que dentro de unos días los dos tuviéramos diarreas.

—¿No podemos tomar algo?

—Un poco de whisky ayudaría, si pudiéramos conseguirlo.

—De eso me ocupo yo -le aseguró Harrison, y se marchó a toda prisa en busca del revisor.

Cuando regresó, sin duda con el billetero mucho más vacio, llevaba una botella grande con dos tercios de whisky. La bebida era suficientemente fuerte para que surtiera efecto, comentó Rob J. después de probarla. Cuando se despidieron en South Bend, Indiana, un poco mareados, cada uno estaba convencido de que el otro era un individuo fantástico, y se saludaron con un caluroso apretón de manos. Rob llegó a Gary antes de darse cuenta de que no conocía el nombre de pila de Harrison.

Llegó a Rock Island a primera hora de la mañana, con la fresca, mientras soplaba el viento desde el río. Se alegró de bajar del tren y caminó por la ciudad con la maleta en la mano sana. tenía la intención de alquilar un caballo y un cabriolé, pero enseguida se encontró con George Cliburne, quien le dio la mano, le palmeó la espalda e insistió en llevarlo a Holden's Crossing personalmente, en su calesa.

Cuando Rob J. atravesó la entrada de la granja, Sarah estaba sentándose para tomar el huevo del desayuno y la galleta del día anterior, y lo miró sin decir una palabra y se echó a llorar. Se abrazaron.

—¿Estás malherido?

El le aseguró que no.

—Estás muy delgado.

Le dijo que le prepararía el desayuno, pero él le aseguró que lo tomaría más tarde. Empezó a besarla, y estaba tan ansioso como un niño. Quería hacerle el amor en la mesa, o en el suelo, pero ella le dijo que ya era hora de que volviera a su cama, y él la siguió escalera arriba. Al llegar a la habitación, ella lo hizo esperar hasta que estuvieron desnudos.

—Necesito darme un buen baño -dijo él, nervioso; pero ella respondió en un susurro que el baño también podía esperar.

Todos esos años, la enorme fatiga y el dolor de la herida desaparecieron con sus ropas. Se besaron y se exploraron mutuamente con más ansia que la que habían sentido en aquel granero, después de casarse durante el Gran Despertar, porque ahora sabían qué era lo que les había faltado. La mano sana de Rob encontró el cuerpo de ella y sus dedos hablaron por él. Finalmente, Sarah no pudo mantenerse en pie, se apoyó en el brazo de Rob, y él se encogió de dolor.

Sarah miró la herida y lo ayudó a volver a poner el brazo en el cabestrillo y lo hizo tenderse en la cama boca arriba mientras ella se ocupaba de todo, y cuando hicieron el amor, Rob J. gritó varias veces, una de ellas porque el brazo le dolía.

Se sentía auténticamente contento no sólo de estar junto a su esposa sino de poder ir al establo a darles manzanas secas a los caballos y ver que ellos lo recordaban; y de encontrarse con Alden, que arreglaba unas vallas, y ver la enorme alegría reflejada en el rostro del anciano; y de recorrer el Camino Corto que cruzaba el bosque hasta el río y detenerse a arrancar las hierbas de la tumba de Makwa; y de sentarse con la espalda apoyada en un árbol, cerca de donde había estado el hedonoso-te, y contemplar las aguas que se deslizaban serenamente, sin que nadie llegara desde la otra orilla gritando como los animales ni le disparara.

A última hora de la tarde recorrió con Sarah el sendero que había entre su casa y la de los Geiger. Lillian también se echó a llorar al verlo, y lo besó en la boca. Le dijo que lo último que sabía de Jason era que estaba sano y salvo, y que trabajaba como administrador de un enorme hospital que se encontraba a orillas del río James.

—Estuve muy cerca de allí -comentó Rob J.-. Sólo a un par de horas de viaje.

Lillian asintió.

—Dios quiera que él también regrese pronto a casa -dijo en tono seco, y no pudo evitar mirar el brazo de Rob J.

Sarah no quiso quedarse a cenar. Se negaba a compartir a Rob J.

Sólo pudo estar a solas con él un par de días, porque al tercero por la mañana se había extendido la noticia de que había regresado, y la gente empezó a llegar a su casa, algunos sólo para darle la bienvenida, pero muchos más para hacer girar casualmente la conversación en torno a un furúnculo en la pierna, o una fuerte tos, o un dolor de estómago que no se calmaba. El tercer día, Sarah capituló. Alden ensilló a Boss, y Rob J. visitó media docena de sus antiguos pacientes.

Tobías Barr había abierto un dispensario en Holden's Crossing, donde atendía casi todos los miércoles; pero la gente sólo iba a verlo en los casos de mayor urgencia, y Rob J. se encontró con el mismo tipo de problemas que había descubierto al llegar por primera vez a Holden's Crossing hernias descuidadas, dentaduras cariadas, toses crónicas.

Cuando pasó por casa de los Schroeder les dijo que se sentía aliviado de ver que Gustav no había perdido más dedos trabajando en la granja, lo cual era verdad aunque lo dijera en tono de broma. Alma le dio café mezclado con achicoria y mandelbrot, y lo puso al corriente de las novedades del lugar, algunas de las cuales lo entristecieron. Hans Grueber había caído muerto en su campo de trigo el agosto anterior.

—El corazón, supongo -comentó Gus.

Y Suzy Gilbert, que siempre insistía en que Rob J. se quedara a tomar sus pesadas tortas de patata, había muerto durante el parto, hacia un mes.

En el pueblo había personas nuevas, familias de Nueva Inglaterra y del Estado de Nueva York. Y tres familias católicas, recién llegadas de Irlanda.

—Ni siquiera saben hablar su idioma -sentenció Gus, y Rob no pudo ocultar una sonrisa.

Por la tarde guió al caballo por el sendero de entrada del convento de San Francisco de Asís, pasando junto a lo que ahora era un respetable rebaño de cabras.

Miriam la Feroz lo saludó radiante de alegría. El se sentó en la silla del obispo y le contó lo que le había ocurrido.

Ella pareció profundamente interesada al oírle hablar de Lanning Ordway y de la carta que éste había escrito al reverendo David Goodnow, de Chicago.

Le pidió permiso para copiar el nombre y la dirección de Goodnow.

—Hay personas que se alegrarán de recibir esta información -le aseguró la madre superiora.

Después le habló de su mundo. El convento prosperaba. había cuatro monjas nuevas y dos novicias. Ahora los laicos iban al convento para el culto dominical. Si seguían asistiendo, pronto existiría una iglesia católica.

Rob J. supuso que ella esperaba una visita, porque sólo hacía unos minutos que había llegado cuando la hermana Mary Peter Celestine les sirvió una fuente con galletas recién horneadas y un excelente queso de cabra.

Y café de verdad, el primero que probaba después de más de un año, con cremosa leche de cabra para aclararlo.

—¿La cría engordada, reverenda madre?

—Es fantástico tenerlo otra vez en casa -dijo ella.

Se sentía cada día más fuerte. No se excedía, dormía hasta tarde, comía bien y con placer, se paseaba por la granja. Por la tarde visitaba a unos pocos pacientes.

No obstante, tenía que volver a acostumbrarse a la buena vida. Al séptimo día de estar en casa, le dolían las piernas, los brazos y la espalda. Se rió y le dijo a Sarah que no estaba acostumbrado a dormir en una cama.

A primeras horas de la mañana, cuando estaba acostado en la cama, sintió el retortijón de estómago e intentó pasarlo por alto porque no quería levantarse. Finalmente tuvo que hacerlo, y estaba en mitad de la escalera cuando empezó a dar bandazos y a correr, y Sarah se despertó.

No logró llegar al retrete; se detuvo a un lado del sendero y se agachó entre la maleza como un soldado borracho, gruñendo y gimiendo mientras sus intestinos se vaciaban como en un estallido.

Ella lo había seguido hasta fuera, y él lamentó que lo viera en ese trance.

—¿Qué te ocurre? -le preguntó Sarah.

—El agua… en el tren-dijo Rob J. jadeando.

Por la noche tuvo tres episodios más. Por la mañana se administró aceite de ricino para eliminar la enfermedad de su organismo, y esa noche, al ver que el malestar no lo abandonaba, tomó sulfato de magnesio. Al día siguiente empezó a arder de fiebre y comenzaron los terribles dolores de cabeza, y supo lo que tenía antes de que Sarah lo desnudara esa noche para bañarlo y vieran las manchas rojas de su abdomen.

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