Authors: Noah Gordon
—¿Nos está pidiendo que aceptemos que un sargento mayor del ejercito de Estados Unidos fue asesinado cuando intentaba cometer un robo a mano armada?
—No, no estoy pidiendo que acepten nada. Comandante Poole, ¿usted cree que yo le envié una invitación a este hombre para que rompiera una ventana de la casa que alquilo, para que entrara en ella ilegalmente a las dos de la madrugada, para que subiera y entrara en la habitación de mi hermano enfermo y disparara?
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
—No lo sé -respondió Chamán, y el comandante frunció el ceño.
Mientras Poole interrogaba a Chamán, el teniente interrogaba a Alex en la sala. Al mismo tiempo, los dos soldados y los ayudantes del sheriff llevaban a cabo un registro del establo y de la casa, inspeccionaban el equipaje de Chamán y vaciaban los cajones de la cómoda y el armario.
De vez en cuando se producía una pausa en el interrogatorio y los dos oficiales deliberaban.
—¿Por qué no me dijo que su madre es sureña? -le preguntó el comandante Poole a Chamán después de una de esas pausas.
—Mi madre nació en Virginia pero ha vivido en Illinois más de la mitad de su vida. No se lo dije porque usted no me lo preguntó.
—Hemos encontrado esto en su maletín. ¿Qué es, doctor Cole?
—Poole extendió sobre la cama cuatro trozos de papel-. Cada papel tiene el nombre y la dirección de una persona. De una persona del Sur.
—Son las direcciones de parientes de los hombres que estaban en la misma tienda que mi hermano, en el campo de prisioneros de Elmira.
Esos hombres cuidaron a mi hermano y lo mantuvieron con vida.
Cuando la guerra termine, les escribiré para saber si han sobrevivido Y si es así, les daré las gracias.
El interrogatorio se prolongó durante horas. Poole repetía a menudo las preguntas que ya había formulado, y Chamán repetía las respuestas anteriores.
A mediodía los hombres se fueron a comer algo a la tienda de Barnard, y dejaron a los dos soldados y a uno de los sargentos en la casa.
Chamán fue a la cocina, preparó unas gachas y se las dio a Alex, que parecía alarmantemente agotado.
Alex dijo que no podía comer.
—¡Debes comer! ¡Es tu manera de seguir luchando! -le dijo Chamán en tono grave, y Alex empezó a meterse en la boca cucharadas de la pastosa mezcla.
Después de la comida, los interrogadores intercambiaron sus puestos:
El comandante interrogó a Alex y el teniente se encargó de preguntar a Chamán. A media tarde, para enfado de los oficiales, Chamán pidió que se interrumpiera la sesión y se tomó su tiempo para cambiar el vendaje del muñón de Alex, delante de todos.
El comandante Poole le pidió a Chamán que acompañara a tres de los militares a la zona del bosque donde había quemado el trozo amputado de la pierna de Alex. Cuando él señaló el sitio exacto, empezaron a apartar la nieve y los restos de la fogata hasta que recuperaron algunos trozos de tibia y peroné calcinados, los colocaron dentro de un pañuelo y se los llevaron. Los hombres se marcharon a última hora de la tarde. La casa parecía felizmente desierta, aunque insegura y violada.
En la ventana rota habían clavado una manta. El suelo estaba lleno de barro y en el aire aún flotaba el olor de las pipas y los cuerpos de aquellos hombres.
Chamán calentó la sopa de carne. Para alegría suya, Alex sintió apetito de repente; le sirvió una abundante ración de carne y verduras, además de caldo. Esto también estimuló su apetito, y después de la sopa comieron pan con mantequilla y mermelada, y compota de manzana, y preparó más café.
Llevó a Alex a la planta alta y lo acostó en la cama de la señora Clay.
Se ocupó de todas sus necesidades y se quedó sentado a su lado hasta tarde, pero finalmente regresó a la habitación de huéspedes y cayó rendido en la cama, intentando olvidar las manchas de sangre que había en el suelo. Esa noche durmieron poco.
A la mañana siguiente no se presentaron ni el sheriff ni sus hombres, pero los militares llegaron antes de que Chamán hubiera recogido las cosas del desayuno.
Al principio pareció que el día sería una repetición del anterior, pero aún era muy temprano cuando un hombre llamó a la puerta; dijo llamarse George Hamilton Crockett, ayudante del delegado para Asuntos Indios de Estados Unidos, estacionado en Albany. Se sentó con el comandante Poole y hablaron durante un rato, y entregó al oficial un fajo de papeles a los que se refirió varias veces en el curso de la conversación.
Poco después los militares recogieron sus cosas, se pusieron la chaqueta y se retiraron, encabezados por el ceñudo comandante Poole.
El señor Crockett se quedó un rato conversando con los hermanos Cole. Les dijo que ellos habían sido el motivo de una larga serie de telegramas entre Washington y su oficina.
—El incidente es muy desafortunado. Al ejército le resulta difícil aceptar que ha perdido a uno de los suyos en la casa de un militar confederado. Están acostumbrados a matar a los confederados que los matan a ellos.
—Lo han dejado muy claro con sus preguntas y su persistencia -comentó Chamán.
—Ustedes no tienen nada que temer. La prueba es demasiado obvia.
El caballo del sargento mayor estaba atado en el bosque, escondido.
Las huellas que dejó el sargento mayor en la nieve iban desde donde está el caballo hasta la ventana de la parte de atrás de la casa. El cristal estaba roto, la ventana abierta. Cuando examinaron el cadáver, aún tenía el arma en la mano, y comprobaron que había sido disparada dos veces.
En el calor de las pasiones que despierta la guerra, una investigación escrupulosa podría haber pasado por alto la prueba convincente de este caso, pero eso no ocurre cuando personas poderosas siguen de cerca el caso.
Crockett sonrió y les transmitió los cálidos saludos del honorable Nicholas Holden.
—El delegado me ha pedido que les asegure que vendrá a Elmira personalmente si lo necesitan. Yo me alegro de poder asegurarle que ese viaje no será necesario-concluyó.
A la mañana siguiente, el comandante Poole envió a uno de los sargentos con el mensaje de que se solicitaba a los hermanos Cole que no abandonaran Elmira hasta que la investigación quedara cerrada formalmente. Cuando le preguntaron al sargento cuándo se daría esa circunstancia, él contestó en tono cortés que no lo sabia.
De modo que se quedaron en la pequeña casa. La señora Clay se habia enterado inmediatamente de lo ocurrido y les hizo una visita; observó con el rostro pálido y sin decir una palabra la ventana rota, y con expresión horrorizada los agujeros dejados por las balas y el suelo manchado de sangre. Cuando vio el cajón del tocador destrozado, se le llenaron los ojos de l grimas.
—Era de mi madre.
—Me ocuparé de que lo arreglen, y de que la casa quede como estaba -la tranquilizó Chamán-. ¿Puede recomendarme un carpintero?
Esa misma tarde ella envió a un hombre desgarbado y de edad avanzada llamado Bert Clay, primo de su difunto esposo. El hombre lanzó exclamaciones de sorpresa pero se puso inmediatamente a trabajar. Consiguió un cristal de las dimensiones adecuadas y reparó la ventana. Los desperfectos del dormitorio resultaron más complicados. Las tablas del suelo que estaban astilladas tuvieron que ser reemplazadas, y las que tenían manchas de sangre, lijadas y pulidas nuevamente. Bert dijo que rellenaría los agujeros de la pared con yeso y que pintaría la habitación. Pero cuando miró el cajón del tocador, sacudió la cabeza.
—No sé. Este es un arce especial. Tal vez pueda conseguir una pieza en algún sitio, pero será carisima.
—Consígala -respondió Chamán con expresión ceñuda.
Llevó una semana hacer todas las reparaciones. Cuando Bert concluyó el trabajo, la señora Clay volvió a hacerles una visita e inspeccionó todo cuidadosamente. Asintió y le dio las gracias a Bert y dijo que todo estaba bien, incluso el cajón del tocador. Pero se mostró fría con Chamán, y él comprendió que para ella la casa nunca volvería a ser la misma.
Toda la gente con la que trataba se mostraba fría. El señor Barnard ya no le sonreía ni conversaba cuando él pasaba por la tienda; en la calle, la gente lo miraba y hacia comentarios. La animosidad general le ponía los nervios de punta. El comandante Poole había confiscado el Colt, y tanto Chamán como Alex se sentían desprotegidos. Por la noche, Chamán se iba a la cama con el atizador de la chimenea y un cuchillo de cocina que dejaba en el suelo, al lado de la cama, y se quedaba despierto mientras el viento azotaba la casa, intentando detectar las vibraciones producidas por los intrusos.
Al cabo de tres semanas, Alex había ganado peso y tenía mejor aspecto, pero estaba desesperado por marcharse de allí. Se sintieron aliviados y contentos cuando Poole les envió el mensaje de que podían marcharse. Chamán le había comprado a Alex ropas de paisano, y lo ayudó a ponérselas, sujetando la pierna izquierda del pantalón para que no le estorbara. Alex intentó caminar con ayuda de la muleta, pero le resultaba difícil.
—Me falta un trozo de pierna tan grande que me da la impresión de que voy a perder el equilibrio -dijo, y Chamán le aseguró que se acostumbraría.
En la tienda de Barnard, Chamán compró un queso enorme, y lo dejó encima de la mesa para la señora Clay, como regalo de compensación. Había quedado de acuerdo en devolver el caballo y el carro en la estación de ferrocarril, y Alex viajó hasta el andén tendido sobre la paja, tal como lo había hecho al salir del campo de prisioneros.
Cuando llegó el tren, Chamán subió a su hermano en brazos y lo acomodó en el asiento de la ventanilla mientras los demás pasajeros lo miraban fijamente o apartaban la mirada. Ambos hablaron muy poco, pero cuando el tren abandonó Elmira, Alex apoyó la mano en el brazo de su hermano, en un ademán elocuente.
Regresaron a casa por un camino situado más al norte que el que había utilizado Chamán para llegar a Elmira. Se dirigieron a Chicago, y no a Cairo, porque Chamán pensaba que el Mississippi tal vez estuviera helado cuando llegaran a Illinois. La travesía resultó agotadora. El traqueteo del tren le producía a Alex un dolor agudo y continuo. A lo largo del viaje tuvieron que hacer varios transbordos, y en cada ocasión Alex tuvo que trasladarse de un tren a otro en brazos de su hermano.
Los trenes casi nunca llegaban ni salían a la hora prevista. El tren en el que viajaban tuvo que esperar varias veces en un vía muerta para permitir el avance de un tren militar. En una ocasión, Chamán consiguió asientos tapizados en un coche salón, en el que recorrieron ochenta kilómetros, pero la mayor parte del tiempo tuvieron que viajar en duros asientos de madera. Cuando llegaron a Erie, Pensilvania, Alex tenía calentura en las comisuras de los labios, y Chamán comprendió que no podía seguir viajando.
Alquiló una habitación en un hotel para que Alex pudiera descansar en una cama blanda. Esa noche, mientras le cambiaba el vendaje, empezó a contarle algunas cosas de las que se había enterado leyendo el diario de su padre.
Le habló de la suerte que habían corrido los tres hombres que habían violado y asesinado a Makwa-ikwa.
—Creo que yo tengo la culpa de que Henry Korff nos siguiera. Cuando estuve en el asilo de Chicago en el que está internado David Goodnow, hablé demasiado de los asesinos. Le pregunté por la Orden de la Bandera Estrellada y por Hank Cough, y les di la clara impresión de que les causaría infinidad de problemas. Probablemente algún miembro del personal forma parte de la Orden, o tal vez todos los que llevan a ese asilo pertenecen a ella, cualquiera sabe. Pero de lo que no cabe duda es que se pusieron en contacto con Korff, y él decidió seguirnos.
Alex guardó silencio durante un instante, pero miró a su hermano con expresión preocupada.
—Escucha, Chamán… Korff sabía dónde debía buscarnos. Lo que significa que alguien de Holden's Crossing le informó que tú habías ido a Elmira.
Chamán asintió.
—He pensado mucho en eso -respondió serenamente.
Una semana después de salir de Elmira llegaron a Chicago. Chamán le envió un telegrama a su madre, comunicándole que regresaba a casa con Alex. No le informó de que Alex había perdido una pierna, y le pedía que les fuera a esperar a la llegada del tren.
Cuando el tren llegó a Rock Island, con una hora de retraso, ella estaba en el andén con Doug Penfield. Chamán bajó a Alex del vagón y Sarah abrazó a su hijo mayor y lloró en silencio.
—Déjame que lo acomode en la calesa, pesa mucho -se quejó Chamán finalmente, y puso a Alex en el asiento del vehículo.
Alex también había llorado.
—Tienes muy buen aspecto, mamá -dijo por fin.
Sarah se sentó junto a Alex y le cogió la mano. Chamán sujetó las riendas mientras Doug montaba su caballo, que había sido atado a la parte posterior de la calesa.
—¿Dónde está Alden? -preguntó Chamán.
—Está en cama. Ha ido empeorando, Chamán; los temblores son mucho más graves. Y hace unas semanas resbaló y sufrió una caída terrible mientras cortaban hielo en el río -le informó Sarah.
Mientras avanzaban, Alex contempló ávidamente el paisaje. Chamán hizo lo mismo, pero se sentía raro. Así como la casa de la señora Clay nunca volvería a ser la misma para ella, la vida de Chamán tampoco sería la de antes. Desde su partida hasta este momento había matado a un hombre, y ahora el mundo parecía trastocado.
Al anochecer llegaron a casa y acostaron a Alex en su cama. El se quedó tendido con los ojos cerrados, y su rostro mostraba una expresión de profundo placer.
Sarah cocinó algo especial para celebrar el regreso de su hijo. Le preparó pollo asado y puré de patatas y zanahorias. En cuanto la cena estuvo lista, Lillian llegó a toda prisa por el Camino Largo, cargada con una fuente en la que llevaba estofado.
—¡Los tiempos de hambre se han acabado para ti! -le dijo a Alex después de besarlo y darle la bienvenida a casa.
Le dijo que Rachel había tenido que quedarse con los niños, pero que por la mañana pasaría a verlo.
Chamán los dejó conversando, su madre y Lillian sentadas tan cerca como era posible de la cama de Alex, y se dirigió a la cabaña de Alden.
Al entrar vio que el anciano dormía, y la cabaña olía a whisky barato.
Salió sin hacer ruido y echó a andar por el Camino Largo. La nieve había sido pisada y luego se había congelado, y en algunos tramos era fácil resbalar. Cuando llegó a casa de los Geiger se acercó a la ventana y vio a Rachel sentada junto a la chimenea, leyendo. Cuando golpeó el cristal, a ella se le cayó el libro de las manos.