Rivera le dio una tarjeta.
—¿Cómo te llamas?
—¿Mi nombre de esclava de día?
—Claro, probemos con ese.
—Allison. Allison Green. Pero en la calle se me conoce como Abby Normal. —¿En la calle?
—Tú a callar, que yo tengo mi reputación. —Luego añadió «poli» como el pitido de la alarma de un coche al activarse.
—Muy bien. Coge tu reputación y date el piro, Allison.
Ella se alejó, arrastrando los pies e intentando contonear sus inexistentes caderas.
—¿Crees que se han ido de la ciudad? —preguntó Cavuto.
—Quiero tener una librería, Nick. Quiero vender libros viejos y aprender a jugar al golf.
—¿O sea que no?
—Vamos a hablar con el meapilas del Safeway.
Cuatro robots y una estatua viviente se trabajaban el Embarcadero, junto al Ferry Building. No siempre. Algunos días, cuando había poco jaleo, solo había dos robots y una estatua viviente, y los días de lluvia no trabajaba ninguno porque el maquillaje dorado o plateado que usaban para teñirse la piel no aguantaba bien el agua. Pero por norma eran cuatro robots y una estatua. Monet era la estatua: la única estatua. Había delimitado su territorio hacía tres años, y si aparecía alguna otra tenía que vérselas con él en el campo de la quietud, donde chocaban en la inmóvil batalla del no hacer nada. Hasta entonces Monet siempre había prevalecido, pero aquel tipo (el nuevo) era todo un as.
Su competidor estaba ya allí cuando Monet llegó a última hora de la mañana, y en dos horas ni siquiera había parpadeado. Además, su maquillaje era perfecto. Parecía de bronce de verdad, así que Monet no acababa de entender por qué recogía sus ganancias en dos grandes vasos de refresco en los que había metido los pies. Monet llevaba un pequeño maletín con un agujero en el que los turistas podían meter sus billetes. Ese día había cebado su agujero con un billete de cinco, solo para demostrarle al nuevo que no se achantaba. Pero lo cierto era que, después de dos horas, no había ganado ni la mitad de lo que veía que le daban al recién llegado, y había empezado a acobardarse. Y además le picaba la nariz.
Le picaba la nariz y la estatua nueva le estaba dando por culo. Normalmente, Monet cambiaba de posición cada media hora o así; luego volvía a quedarse inmóvil mientras los turistas le provocaban e intentaban hacer que se moviera. Pero con el nuevo competidor tenía que quedarse quieto todo el tiempo que hiciera falta.
Los robots del paseo habían adoptado poses desde las que podían observarles. Ellos solo tenían que estarse quietos hasta que alguien echaba una moneda en su taza. Entonces hacían el baile del robot. Era un trabajo aburrido, pero la jornada no era mala y uno estaba al aire libre. Parecía que Monet se estaba yendo a pique.
Anochecía.
Tommy se sentía como si tuviera el culo en llamas. Se despertó al oír el ruido de una fusta de montar contra sus nalgas desnudas y el áspero ladrido de una voz de mujer.
—¡Dilo! ¡Dilo! ¡Dilo!
Intentó apartarse de la fuente de aquel dolor, pero no podía mover ni los brazos ni las piernas. Le costaba enfocar la vista. Oleadas de luz y calor daban vueltas como cohetes por su cerebro, y lo único que veía era un punto rojo y brillante del que salían ondas caloríficas, y una figura que se movía por sus bordes. Era como mirar al sol a través de un filtro rojo. Sentía el calor en la cara.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Maldita sea! —Tiró de sus ataduras y oyó un ruido metálico, pero nada se movió.
La luz roja y caliente se alejó y fue reemplazada por la forma borrosa de una cara de mujer, una cara azul, a unos centímetros de la suya.
—Dilo —murmuró ella ásperamente, escupiendo un poco.
—¿Decir qué?
—¡Dilo, vampiro! —dijo ella, y le atizó con la fusta en la tripa.
Tommy soltó un aullido. Se retorció y oyó otra vez aquel ruido metálico. Cuando el foco de luz se alejó, vio que estaba sujeto con ataduras de nailon de aspecto muy profesional a un somier metálico puesto de pie. Estaba completamente desnudo y era evidente que la mujer azul, que solo iba vestida con un corpiño de vinilo negro y unas botas, llevaba algún tiempo atizándole. Tommy vio que tenía verdugones en la tripa y en los muslos y sintió que tenía el culo en llamas.
Ella se preparó para azotarlo de nuevo.
—Vaya, vaya, vaya—dijo Tommy, intentando no ponerse a chillar. Solo entonces se dio cuenta de que tenía los colmillos fuera y de que se había mordido los labios.
La mujer azul se detuvo.
—Dilo.
Tommy intentó mantener la voz en calma.
—Sé que llevas haciendo esto un rato, pero me he despertado hace un minuto, así que no tengo ni idea de qué me estás preguntando. Si paras un poco y repites la pregunta desde el principio, te diré encantado lo que quieres saber.
—Tu palabra de seguridad —dijo la mujer azul.
—¿Qué es…? —dijo Tommy. Notó por primera vez que ella tenía unas tetas inmensas que le rebosaban por el corpiño, y se le ocurrió pensar que nunca antes había visto unas enormes tetas de color azul. Eran como hipnóticas. No habría podido apartar la vista de ellas ni aunque no hubiera estado atado.
—Ya te lo dije —contestó ella, dejando que la fusta cayera junto a su costado. —¿Me dijiste qué es una palabra de seguridad? —Te dije cuál es.—Entonces, ¿ya lo sabes?
—Sí —contestó ella.
—¿Y por qué me lo preguntas?
—Para ver si estás a punto de derrumbarte. —Parecía de pronto un poco mohína—. No seas capullo, esta no es mi especialidad.
—¿Dónde estoy? —preguntó Tommy—. Tú eres la pitufa de Lash, ¿no? ¿Estamos en casa de Lash?
—Aquí las preguntas las hago yo. —Le dio otro latigazo en el muslo.
—¡Ay! ¡Joder! Para ya. Te estás pasando, tía.
—¡Dilo!
—¿El qué? ¡Estaba dormido cuando me lo dijiste, zorra estúpida! —Se equivocaba: era capaz de dejar de mirar las tetas azules. Le gruñó como si algo que no reconocía le saliera de dentro (algo que parecía salvaje y a punto de descontrolarse), como cuando hizo por primera el amor con Jody siendo un vampiro, solo que esta vez daba la sensación de ser… en fin, letal.
—Es «cheddar».
—¿Cheddar? ¿Como el queso? —¿Le estaban dando una zurra por culpa del queso cheddar? —Sí.
—Bueno, ya lo he dicho. ¿Y ahora qué? —Te has derrumbado.
—Vale —dijo Tommy, y empezó a luchar contra las gruesas ataduras de nailon. Ahora comprendía lo que sentía. Iba a matarla. Todavía no sabía cómo, pero nunca había estado tan seguro de algo. La hierba era verde, el agua era húmeda y aquella zorra iba a morir.
—Así que ahora tienes que convertirme —dijo ella.
—¿Convertirte? —preguntó él. Le dolían los colmillos como si fueran a saltársele de la boca.
—Hacerme como tú —dijo ella. —¿Quieres ser naranja? ¿Es otra vez por lo del cheddar? Porque…
—Naranja no, imbécil, ¡un vampiro! —contestó ella, y le cruzó el pecho con la fusta.
Tommy se mordió los labios otra vez y sintió que la sangre le corría por la barbilla.
—¿Y para eso tenías que pegarme? —dijo—. Ven aquí.
Ella se empinó y lo besó; luego se apartó bruscamente, con su sangre en la boca.
—Supongo que voy a tener que acostumbrarme a esto —dijo, lamiéndose los labios.
—Acércate más —dijo Tommy.
Las crónicas de Abby Normal,
sierva completamente jodida del vampiro Flood
¡Oh, Dios mío, qué putada! He fallado, he dejado mis deberes sin hacer: la oscura acera de mi trágica vida está llena de caca de perro. Mientras estoy aquí sentada, en el Starbucks del Metreon, escribiendo esto, los esclavos del café espumoso parecen moverse como zombis de ojos plateados y mi Amaretto mocachino con leche desnatada de soja se ha vuelto más amargo que la bilis de serpiente. (Que es la bilis más amarga que puede haber.) Si no hubiera un tío buenísimo a dos mesas de la mía, haciendo como que no me ve, me echaría al llorar. Pero las lágrimas de verdad te corren el rímel, así que voy a mantenerme gélida en mi desesperación. Tú te lo pierdes, guapo, porque he sido elegida. ¡Sufre, cabrón!
Anoche tuve que dejar a lord Flood a su merced, pero antes de irme le confesé mi amor imperecedero. Soy una chupapollas sin remedio. Lo único que tenía que hacer era decir adiós, pero no, tuve que soltárselo. Es como si tuviera poderes sobre mí; como si yo tuviera un desorden alimentario y él fuera un paquete de galletas Oreo. (No tengo ningún desorden alimentario, solo estoy flaca porque me gusta comer mogollón y luego potarlo. No es un problema de imagen. Creo que mi organismo siempre ha querido vivir con dieta líquida, y hasta que mi Señor Oscuro me tome en su amoroso abrazo, solo me queda el Starbucks.)
Llevo todo el día intentando hablar con mi Señor Oscuro y con la condesa por el móvil, pero siempre me sale el buzón de voz. Pero, en fin, son vampiros. No contestan al teléfono. A veces soy de un lerdo…
El caso es que me fui al loft viejo esta mañana muy temprano (antes de que amaneciera, de hecho). Soy, no sé, como una de las hermanas Bronté por haberme inventado una historia para salir de casa tan temprano, pero quería hablar con mi amo antes de que se durmiera. El caso es que el borracho, ese tío que da tanta grima, y su gato enorme se habían ido, pero mi amo y la condesa tampoco estaban. Se lo habían llevado todo, menos la estatua de la tortuga y la de la condesa.
Así que salí de allí y me iba a ir al loft nuevo cuando vi a dos polis sentados en una mierda de coche de color marrón. Enseguida me di cuenta de que eran cazavampiros. Deben de ser los poderes oscuros del amo, que se me están pegando. Había un poli gay gordo y grandullón y otro hispano con la cara afilada.
Así que voy y les digo:
—¿No podríais parecer un poquito más polis? Y ellos:
—Circule, señorita.
Así que me vi obligada a decirles que no mandaban en mí y luego procedí a humillarles verbalmente hasta hacerles llorar. ¿Qué les pasa a los carrozas? Sus mentes funcionan tan despacio que tienes que animarlos a levantarse para volver a abofetearlos hasta que se desmayen como panolis. Yo no quiero ser nunca una carroza. Y no lo seré, porque mi Señor me hará de los suyos y recorreré majestuosamente la noche para toda la eternidad, y mi belleza quedará preservada para siempre tal y como es (aunque la verdad es que me gustaría tener las tetas un poco más grandes).
El caso es que estuve dando vueltas por la calle Market y por Union Square para que los polis tuvieran tiempo de largarse a lamerse las heridas, y luego volví a la calle del amo para echar un vistazo en el loft nuevo. Esta vez había un tío asiático sentado al otro lado de la calle, en un Honda; se hacía el indiferente, tipo manga, pero era evidente que estaba vigilando la puerta del loft. No parecía un poli, pero estaba vigilando, eso seguro, así que me paré y fingí mirar la obra de los escultores que trabajan en el local que hay debajo del antiguo loft del maestro. Son dos carrozas moteros, pero hacen unas cosas flipantes. Habían dejado la puerta del garaje abierta, así que entré.
Estaban pinchando gallinas muertas en alambres; luego las sumergían en pintura plateada y las colgaban de unos palos por los alambres.
Así que voy y les digo:
—¿Qué coño estáis haciendo, moteros?
Y uno de ellos va y dice:
—Casi estamos en el año de la polla.
Y yo:
—No seas cerdo, carroza de mierda, como te saques la pilila te rocío con spray de pimienta hasta freírte. (Hay que ponerse dura con los pajilleros: he tenido que vérmelas con ellos en el autobús unas diecisiete veces, así que lo sé por experiencia.)
Y él va y dice:
—No, digo que es el año de la polla en el zodíaco chino. Cosa que yo ya sabía, por supuesto.
—Estamos haciendo estatuillas —dijo el más grandullón, que se llamaba Frank. (El otro se llamaba Monk. No hablaba mucho, lo que podría explicar el nombre).
10
Así que me enseñaron cómo cogen las gallinas muertas que compran en el barrio chino, las atraviesan con alambres para colocarlas en distintas posturas y luego las sumergen en pintura metálica fina, las meten en un tanque grande y les ponen unas pinzas de batería. Hacen pasar corriente por las grapas y la electricidad atrae las moléculas del bronce o algo así y las pega a la pintura metálica. Es como si el pollo quedara bronceado al instante. Pensé en la estatua de la condesa y me dio un poco de repelús.
Así que fui y les dije:
—¿Alguna vez habéis hecho eso con una persona? Y ellos:
—Qué va, eso estaría mal. Ahora será mejor que te vayas, porque vamos con retraso y, además, ¿tú no tienes clase y esas cosas?
Así que me fui y al salir vi que el asiático me estaba mirando y le dije:
—Eh, tú, es casi el año de la polla. ¿No deberías ir a comprarte una?
Parecía muy nervioso, pero sonrió. Luego puso en marcha el coche y se fue. Pero me desea, lo noto, así que volverá. Espero que me desee. Era tan mono, con ese aire de Final Fantasy 37… Lo que quiero decir es que con este el sexo-fu es muy fuerte.
En la casa nueva no había ni rastro de mi Señor Oscuro y de la condesa. Me pregunto si se habrán enterrado en algún parque y habrán satisfecho sus deseos perversos el uno con el otro entre raíces de árboles y lombrices. ¡Puaj!
Bueno, casi es de noche. Será mejor que vuelva al loft y les espere.
APÉNDICE: el champú antipiojos no funcionó con mi hermana. Parece que tendremos que afeitarle la cabeza. Voy a intentar convencerla de que se tatúe un pentagrama en el cuero cabelludo. Conozco a un tío en el Haight que te lo hace gratis si lo sometes a vejaciones verbales mientras te tatúa. Luego, más.
El sol se había puesto. Jody despertó dolorida y oliendo a carne guisada. Se apartó de la fuente de aquel dolor, cayó a través de las planchas del techo acústico y fue a aterrizar en un fregadero industrial lleno de platos y agua jabonosa. Salió de un salto del fregadero y empezó a sacudirse los espumarajos de la chaqueta y los pantalones. Un mexicano retrocedía por el cuarto, santiguándose e invocando a los santos en español. Cuando Jody se tocó la parte delantera de los muslos, sintió un dolor tan agudo que a punto estuvo de volver a atravesar el techo.
—¡Joder, qué dolor! —dijo mientras daba vueltas saltando a la pata coja (cosa que por lo general alivia toda clase de dolores, con independencia de la parte del cuerpo afectada). El taconeo de su bota sobre las baldosas sonaba como el de un bailaor de flamenco cojo.