«¡Me has matado, zorra! ¡Serás mamona!»
Estar muerto es un asco. Igual que estar no muerto. Y, si no, que se lo pregunten a Thomas Flood, que, al despertarse tras la noche más fantástica de su vida, descubre que su novia, Jody, es un vampiro. Y ¡sorpresa! Ahora él también lo es. Lo del mordisco habría hecho romper a muchas parejas. Pero Tommy y Jody están enamorados. Lo malo es que corre el rumor de que el chupasangre que mordió a Jody no debía reclutar más miembros para el club. Y lo que es peor: los antiguos compañeros de bolos de Tommy andan tras él, enviados por una prostituta de Las Vegas teñida de azul a la que llaman Blue (cómo no). Y esa sí que es una mamona.
Christopher Moore
¡Chúpate esa!
ePUB v1.1
Dukoman16.02.12
Título original: You Suck: a love story
© Christopher Moore, 2007
Ilustración de portada: © William Staehle
Traducción de Lorenzo Victoria Horrillo Ledesma
Para mis lectores,
a petición
Gracias, otra vez, a los sospechosos habituales: mi agente, Nick Ellison y Sara Dickman, Arija Weddle y Marissa Matteo, de Nicholas Ellison Inc.; Jennifer Brehl, Kate Nintzel, Lisa Gallagher, Michael Morrison, Mike Spradlin, Jack Womack, Debbie Stier, Lynn Grady y a todos mis amigos de William Morrow; y, cómo no, a Charlee Rodgers, por aguantar las partidas de bolos con pavo congelado.
—¡Me has matado, zorra! ¡Qué asco das!
Tommy acababa de despertarse por primera vez siendo un vampiro. Tenía diecinueve años, era delgado y se había pasado la toda la vida entre estados de pasmo y confusión.
—Quería que estuviéramos juntos. —Jody: pálida, guapa, pelo largo y rojo cayéndole sobre la cara, linda naricilla en busca de una hilera perdida de pecas, gran sonrisa revestida de carmín. Solo llevaba no muerta un par de meses y todavía estaba aprendiendo a dar miedo.
—Sí, ya, por eso pasaste la noche con él. —Tommy señaló la estatua de bronce de tamaño natural que había al otro lado del loft; la estatua representaba a un hombre vestido con un traje andrajoso. Dentro del cascarón de bronce estaba el viejo vampiro que había convertido a jody. Junto a él había una estatua de Jody. Cuando se habían quedado dormidos al amanecer con el sueño de los muertos, Tommy los había llevado a los escultores que vivían en el bajo de su edificio y los había hecho recubrir de bronce. Había creído que así tendría tiempo para pensar qué hacer y evitar que Jody se escapara con el viejo vampiro. Su error había sido taladrar agujeros en los oídos de la estatua de Jody, para que ella lo oyera. Pero durante la noche anterior a su bronceamiento, el viejo vampiro había enseñado a Jody a convertirse en niebla, y ella se había escapado por los agujeritos de las orejas, y (en fin) allí estaban: muertos, enamorados y furiosos.
—Necesitaba saber qué soy, Tommy ¿Quién iba a contármelo, si no?
—Sí, pero deberías haberme preguntado antes de hacer esto —dijo Tommy—. No puedes matar a alguien sin preguntar. Es de mala educación. —Tommy era de Indiana y su madre le había enseñado a tener buenos modales y a ser considerado con los sentimientos ajenos.
—Tú me hiciste el amor mientras estaba inconsciente —repuso ella.
—Eso no es lo mismo —contestó Tommy—. Solo quería ser amable, como cuando pones una moneda en el parquímetro de otro si no está allí: sabes que después te lo agradecerán, aunque no puedan darte las gracias personalmente.
—Sí, ya, espera a quedarte dormido en pijama y a despertarte todo pringoso y en traje de animadora y verás lo mucho que lo agradeces. ¿Sabes, Tommy?, cuando estoy dormida, técnicamente estoy muerta. ¿Adivinas en qué te convierte eso?
—Bueno... eh... sí, pero tú ni siquiera eres humana. Solo eres una cosa muerta y asquerosa. —Tommy se arrepintió enseguida de haber dicho aquello. Era hiriente y mezquino, y aunque Jody estaba, en efecto, muerta, él no la encontraba asquerosa en absoluto: de hecho, estaba convencido de que la amaba, solo que le avergonzaba un poco todo aquel lío de la necrofilia y el traje de animadora. En el Medio Oeste la gente no hablaba de esas cosas, a no ser que un perro desenterrara un pompón en el jardín de algún tío y la policía acabara descubriendo una pirámide de huesos enterrada bajo el balancín.
Jody resopló solo por resoplar. En realidad, le alegraba que Tommy se hubiera puesto a la defensiva.
—Pues bienvenido al Club de las Cosas Muertas y Asquerosas, señor Flood.
—Sí, te bebiste mi sangre—dijo Tommy—. Un montón.
Maldición, debería haber fingido que lloraba.
—Tú dejaste que me la bebiera.
—Por educación, nada más —dijo Tommy. Se levantó y se encogió de hombros.
—Dejaste que me la bebiera por el sexo.
—Eso no es cierto, fue porque me necesitabas. —Estaba mintiendo: había sido por el sexo.
—Sí, te necesitaba —confirmó Jody—. Todavía te necesito. —Le tendió los brazos—. De verdad.
Tommy se acercó y la abrazó. Le gustaba muchísimo, incluso más que antes. Era como si tuviera los nervios electrizados.
—Vale, fue por el sexo.
Genial, pensó ella, otra vez lo tengo en el bote. Besó su cuello. —¿Te apetece ahora?
—Puede que dentro de un rato, estoy muerto de hambre. —La soltó, atravesó a toda prisa el loft y entró en la cocina; sacó un burrito de la nevera, lo metió en el microondas y apretó el botón, todo ello en un simple y suave movimiento.
—Más vale que no te comas eso —le aconsejó Jody.
—Tonterías, huele de maravilla. Es como si cada frijolito y cada trocito de pollo emitieran deliciosos efluvios de vapor aromático.—Tommy usaba palabras como «efluvios» porque quería ser escritor. Por eso había ido a San Francisco: a comerse la vida a grandes mordiscos y a ponerlo por escrito. Ah, y a buscar novia.
—Deja el burrito y apártate de ahí, Tommy —dijo Jody—. No quiero que te siente mal.
—Ja, eso ha tenido gracia. —Dio un buen mordisco al burrito y sonrió mientras masticaba.
Cinco minutos después, como se sentía culpable, Jody estaba ayudándolo a quitar trozos de burrito masticado de las paredes de la cocina y el frente de la nevera.
—Es como si cada frijolito luchara por forzar las represivas puertas de la digestión.
—Sí, bueno, es lo que tienen los refritos —confirmó Jody mientras le acariciaba el pelo—. ¿Estás bien?
—Estoy muerto de hambre. Necesito comer.
—Bueno, comer, comer, no —puntualizó Jody.
—¡Ay, Dios mío! Es el ansia. Noto como si tuviera un boquete en las tripas. Deberías habérmelo dicho.
Jody sabía cómo se sentía; en realidad, ella lo había pasado peor. Por lo menos Tommy sabía qué le estaba pasando.
—Sí, cariño, vamos a tener que hacer algunos ajustes. —Bueno, ¿y qué hago? ¿Qué hiciste tú? —Pues alimentarme de ti, ¿recuerdas? —Deberías haberlo pensado antes de matarme. Estoy jodido.
—Estamos jodidos. Juntos. Como Romeo y Julieta, solo que en una secuela. Muy literario, Tommy.
—Menudo consuelo. No puedo creer que me hayas matado así como así.
—También te he convertido en un superser, si no te importa.
—Mierda, he potado encima de mis zapatillas nuevas.
—Ahora puedes ver en la oscuridad —dijo Jody alegremente—. ¿Quieres probar? Voy a desnudarme. Puedes mirarme en la oscuridad. Desnuda. Te gustará.
—Jody, que estoy muerto de hambre.
Ella no podía creer que no respondiera a la persuasión de su desnudez. ¿Qué clase de monstruo había creado?
—Está bien, voy a buscarte un bicho o algo así.
—¿Un bicho? ¿Un bicho! No pienso comerme un bicho.
—Te he dicho que tendríamos que hacer algunos ajustes.
Tommy ya había tenido que hacer bastantes ajustes desde que había llegado al Oeste procedente de su pueblo, Incontinence, en Indiana; y el menor de ellos no había sido echarse una novia que, aunque lista, sexi y ocurrente, se bebía su sangre y se quedaba inconsciente en el momento exacto en que salía el sol. Tommy siempre había sospechado que quizá Jody lo hubiera elegido porque trabajaba por las noches y podía andar por ahí durante el día; sobre todo, porque una vez le había dicho:
—Necesito alguien que trabaje de noche y pueda andar por ahí durante el día.
Pero ahora que él también era un vampiro, podía cerrar la puerta de aquella inseguridad y abrir la de un nuevo mundo de dudas con el que antes ni siquiera había soñado. La edad apropiada para un vampiro son cuatrocientos años: un vampiro debía ser una criatura sofisticada y hastiada del mundo, que hubiera superado hacía mucho tiempo sus ansiedades humanas y evolucionado hacia macabras per-versiones. Lo malo de un vampiro de diecinueve años es que se lleva consigo a la oscuridad todos sus complejos adolescentes.
—Estoy muy pálido —comentó al mirarse al espejo del cuarto de baño. Habían descubierto enseguida que los vampiros se reflejaban, en efecto, en los espejos, y también que podían soportar la proximidad del ajo y los crucifijos. (Tommy había hecho experimentos con Jody mientras dormía, incluidos algunos que requerían traje de animadora y lubricantes.)—. Y no me refiero a pálido como en Indiana en invierno. Estoy pálido como tú.
—Sí —dijo Jody—. Creía que te gustaba la palidez.
—Claro, a ti te sienta bien, pero yo parezco enfermo.
—Sigue mirando —dijo ella. Estaba apoyada en el marco de la puerta, vestida con unos vaqueros negros muy ajustados y una camiseta corta; llevaba el pelo recogido hacia atrás, y la melena le caía por la espalda, roja y flácida, como la cola de un cometa. Intentaba no reírse demasiado.
—Falta algo —insistió Tommy—. Algo aparte del color.
—Ajá. —Jody sonrió.
—¡Se me ha alisado la piel! No tengo ni un solo grano.
—Din, din, din —canturreó Jody onomatopéyicamente, insinuando que la respuesta de Tommy era acertada.
—Si hubiera sabido que se me iban a quitar los granos, te habría pedido que me convirtieras hace mucho tiempo.
—Hace mucho tiempo no hubiera sabido cómo convertirte —dijo Jody—. Y eso no es todo. Quítate los zapatos.
—No entiendo, yo...
—Quítatelos.
Tommy se sentó en el borde de la bañera y se quitó las zapatillas y los calcetines. —¿Qué?
—Mírate los dedos.
—Están rectos. El meñique ya no se me dobla. Es como si nunca hubiera llevado zapatos.
—Eres perfecto —dijo Jody. Recordaba haber descubierto aquella cualidad del vampirismo y haberse sentido al mismo tiempo encantada y horrorizada porque ahora tenía la sensación de que siempre le sobrarían diez kilos: diez kilos que conservaría ya para toda la eternidad.
Tommy se subió la pernera de los pantalones y se miró la espinilla.
—La cicatriz de cuando me di con un hacha ha desaparecido.
—Y para siempre —dijo Jody—. Siempre serás perfecto, como eres ahora. A mí hasta me han desaparecido las puntas abiertas.
—¿Siempre seré igual?
—Sí.
—Como soy ahora. —Que yo sepa, sí —contestó Jody. —Pero iba a empezar a hacer ejercicio. Iba a ponerme cachas. Iba a tener abdominales de acero. —De eso nada.
—Que sí. Iba a ser un tiarrón como un armario.
—Qué va. Querías ser escritor. Ibas a tener brazos de palillo y a quedarte sin aliento cada vez que pulsaras más de tres veces seguidas la tecla de retroceso del ordenador. Estás en muy buena forma por trabajar en el supermercado. Espera a ver cómo corres.