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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

¡Chúpate Esa! (4 page)

BOOK: ¡Chúpate Esa!
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—¿Seguro que esto está bien? —preguntó Tommy mientras se inclinaba sobre Chet, el enorme gato pelado—.

Dijiste que se suponía que solo teníamos que matar a los débiles y los enfermos. Las auras negras. Y el aura de Chet es rosa y brillante.

—Con los animales es distinto. —Jody no tenía ni idea de si era distinto con los animales. Una vez se había comido una polilla entera: la cogió al vuelo y se la tragó sin pensárselo dos veces. Ahora se daba cuenta de que debería haberle preguntado muchas más cosas a Elijah cuando tuvo la ocasión—. Además, no vas a matarlo.

—Ya —dijo Tommy. Puso la boca sobre el cuello de Chet—. ¿Azi?

Jody tuvo que volverse un poco para no echarse a reír.

—Sí, así está bien.

—Zabe a ezpuma de afeitad.

—Venga —dijo Jody.

—Vale. —Tommy mordió y empezó a gemir casi inmediatamente. No era un gemido de placer, sino el gemido de alguien a quien se le ha quedado la lengua pegada a la cubitera de hielo del congelador. Chet parecía extrañamente manso; ni siquiera luchaba por desatarse. Tal vez fuera por el poder que los vampiros ejercían sobre sus víctimas, pensó Jody.

—Vale, ya es suficiente —dijo.

Tommy sacudió la cabeza mientras seguía alimentándose del enorme gato pelado. —Suéltalo, Tommy. Tienes que dejar un poco. —No —dijo Tommy.

—Deja de sorber al gato, Tommy —dijo Jody severamente—. No es broma. —Era broma, un poco.

Tommy respiraba trabajosamente y su piel había recuperado un poco el color. Jody buscó a su alrededor algo con que distraerlo. Vio un jarrón de flores sobre la mesilla de noche.

Sacó las flores y vertió el agua sobre Tommy y el gato enorme. Tommy siguió chupando. El gato se estremeció, pero por lo demás siguió inmóvil.

—Vale—dijo Jody. El jarrón era de gres y pesaba lo suyo. Tommy lo había comprado para poner las flores que le había llevado de la tienda donde trabajaba, para pedirle disculpas. Era así de majo: a veces le llevaba flores antes de haber hecho nada por lo que tuviera que disculparse. En realidad, a un tío no podía pedírsele más: por eso Jody se refrenó al describir un amplio arco con el jarrón y estam-párselo en la frente. Del golpe, Tommy retrocedió metro y medio. Chet, el enorme gato pelado, se puso a aullar. Milagrosamente, el jarrón no se rompió.

—Gracias —dijo Tommy mientras se limpiaba la sangre de la boca. Tenía en la frente una brecha en forma de media luna que iba curando rápidamente.

—De nada —dijo Jody con los ojos fijos en el jarrón. Un jarrón estupendo, pensó. La porcelana, frágil y elegante, estaba muy bien para una vitrina de coleccionista o una reunión para tomar el té, pero cuando se trataba de dar un buen golpe, Jody se quedaba con la robustez del gres.

—Sabe a aliento de gato —dijo Tommy señalando a Chet. Las marcas de sus colmillos ya habían curado—. ¿Se supone que tiene que saber así?

Jody se encogió de hombros.

—¿A qué sabe el aliento de gato?

—A estofado de atún dejado una semana al sol. —Como era del Medio Oeste, Tommy creía que todo el mundo había probado el estofado de atún. Pero para Jody, que había nacido y se había criado en California, el estofado de atún era solo una cosa que comía la gente extinta de las teleseries de los años ochenta.

—Creo que voy a pasar —dijo Jody. Tenía hambre, pero no de aliento de gato. No estaba segura de qué iba a hacer respecto a la cuestión alimenticia. Ya no podía seguir viviendo de Tommy, y a pesar de que le emocionaba saber que estaba sirviendo a la causa de la naturaleza matando únicamente a los débiles y los enfermos, no le gustaba la idea de cebarse en los humanos (por lo menos, en los desconocidos). Necesitaba tiempo para pensar, para descubrir cómo iba a ser su nueva vida. Las cosas habían ido demasiado rápido desde que Tommy y sus amigos se habían cargado al viejo vampiro.

—Deberíamos devolver a Chet a su dueño esta misma noche, si podemos —dijo Jody—. No querrás quedarte sin carné de conducir. Puede que necesitemos algún documento de identidad para alquilar otra casa.

—¿Otra casa?

—Tenemos que mudarnos, Tommy. Les dije a los inspectores Rivera y Cavuto que me iría de la ciudad. ¿No crees que vendrán a comprobarlo? —Rivera y Cavuto eran los inspectores de homicidios que habían seguido el rastro de los cadáveres dejado por el viejo vampiro y habían acabado descubriendo la delicada situación en la que se encontraba Jody. Ella les había prometido irse de la ciudad y llevarse al vampiro si la dejaban marchar.

—Ah, sí, claro —dijo Tommy—. ¿Eso significa que tampoco puedo volver a trabajar en el Safeway?

No era tonto, Jody sabía que no era tonto, así que, ¿por qué tardaba tanto en comprender lo obvio?

—No, no creo que sea buena idea—contestó—, dado que vas a quedarte frito al amanecer, igual que yo.

—Sí, sería embarazoso —dijo Tommy.

—Sobre todo cuando te dé el sol y estalles en llamas.

—Sí, seguro que la política de la empresa tiene algo en contra de eso.

Jody soltó un chillido, llena de irritación.

—Jo, solo estaba bromeando —dijo Tommy, acobardado.

Ella suspiró al darse cuenta de que le había estado tomando el pelo.

—Vístete, aliento de gato, que se nos va a hacer de día. Vamos a necesitar ayuda.

Fuera, en el salón, el vampiro Elijah ben Sapir intentaba averiguar qué estaba sucediendo a su alrededor exactamente. Sabía que estaba preso, retenido en el interior de un recipiente, y fuera lo que fuese lo que lo constreñía, era inamovible. Incluso se había convertido en niebla, lo cual aliviaba un poco su ansiedad (un ánimo etéreo acompañaba a aquella forma física; hacía falta concentración para no dejarse llevar y caer en un profundo sopor). Pero el cascarón de bronce era hermético. Los oía hablar, pero sus comentarios no le decían gran cosa, excepto que su polluela lo había traicionado. Sonrió para sí mismo. Qué error tan neciamente humano, dejar que la esperanza se impusiera a la razón. Debería haberlo sabido.

Pasarían días antes de que el hambre volviera a apoderarse de él, e incluso entonces, si no se movía, podía subsistir indefinidamente sin sangre. Podía vivir mucho, muchísimo tiempo así encerrado, era consciente de ello. Solo su cordura sufriría. Decidió quedarse en forma de niebla: flotar como en un sueño de noche y dormir como un muerto de día. Así esperaría y, cuando llegara el momento —y llegaría (llevar vivo ochocientos años le había enseñado al menos a tener paciencia)—, estaría preparado para asestar el golpe.

5
El Emperador de San Francisco

Dos de la mañana. Normalmente, el Emperador de San Francisco habría estado arropado tras un contenedor, roncando como un buldócer congestionado, con la guardia real acurrucada a su alrededor para darle calor. Esa noche, sin embargo, le había perdido la generosidad de un adicto al Starbucks de Union Square, que había donado un mocachino especiado del tamaño de un cubo a la causa del regio bienestar, dejando de ese modo al Emperador y a sus dos acompañantes atacados de los nervios y deambulando de madrugada por la calle Market casi desierta, a la espera de que llegara la hora del desayuno.

—Es como crac con canela —dijo el Emperador, que era un hombre grande como una caldera, una locomotora de carne ambulante con abrigo de lana, con la cara como un horno enmarcada por una tempestad de pelo gris y una barba de las que solo se encuentran entre los dioses o los lunáticos.

Holgazán, el más pequeño de la tropa, un boston terrier, resopló y sacudió la cabeza. Había dado unos lametazos al rico café y estaba dispuesto a hincar el diente a cualquier roedor o sandwich de pastrami que se cruzara en su camino. Lazarus, un golden retriever, normalmente el más tranquilo de los dos, hizo una cabriola y se puso a dar brincos al lado del Emperador como si en cualquier momento fueran a empezar a llover patos (una pesadilla recurrente entre los retrievers).

—Sosiéguense, caballeros —les reprendió el Emperador—. Aprovechemos esta inoportuna vigilia para inspeccionar una ciudad menos frenética que la que conocemos a la luz del día y ver dónde podemos ser de alguna utilidad. —El Emperador creía que el deber principal de cualquier gobernante era servir a sus súbditos más débiles, y se esforzaba por prestar atención a la ciudad que le rodeaba, no fuera a ser que alguien se cayera por las grietas y se perdiera. Estaba claro que era un majadero—. Calma, amigos míos —dijo.

Pero la calma no llegaba. El olor a gato se elevaba en el aire y sus hombres estaban desquiciados por el café. Lazarus ladró una vez y echó a correr acera abajo, seguido de cerca por su compañero de ojos saltones. Se acercaron los dos a una figura oscura que yacía acurrucada alrededor de un letrero de cartón, sobre la isleta de la calle Battery, bajo una enorme escultura de bronce que representaba a cuatro hombres fornidos manejando una prensa de metal. Al Emperador siempre le habían parecido cuatro tíos abusando de una grapadora.

Holgazán y Lazarus olfatearon al hombre de debajo de la escultura, convencidos de que tenía que haber un gato escondido entre sus harapos. Un hocico frío tocó una mano y, al ver que el hombre se movía, el Emperador dejó escapar un suspiro de alivio. Al mirarlo más de cerca, reconoció a William, el del gato enorme. Se conocían de vista y se saludaban con un gesto, pero debido a las tensiones raciales entre sus respectivos compañeros caninos y felinos, nunca se habían hecho amigos.

El Emperador se arrodilló sobre el cartel de cartón y zarandeó al hombre.

—William, despierta. —William gruñó y una botella vacía de Johnny Walker etiqueta negra se deslizó de su abrigo.

—Puede que esté borracho como una cuba —dijo el Emperador—, pero por suerte no está muerto.

Holgazán gimió. ¿Dónde estaba el gato?

El Emperador apoyó a William contra el pedestal de cemento de la escultura. William gruñó.

—Se ha ido. Ido. Ido. Ido.

El Emperador cogió la botella de güisqui vacía y la husmeó. Sí, había contenido güisqui recientemente. —William, ¿esto estaba lleno?

William levantó el letrero de la acera y se lo puso sobre el regazo.

—Se ha ido —dijo. El cartel rezaba: «Soy pobre y me han robado mi gato enorme».

—Mi más sentido pésame —dijo el Emperador. Se disponía a preguntarle cómo había conseguido una botella del mejor güisqui cuando oyó el largo eco de un maullido calle abajo y, al levantar la mirada, vio a un enorme gato afeitado que, envuelto en un jersey rojo, se dirigía hacia ellos. Logró agarrar a Holgazán y a Lazarus por los collares antes de que salieran tras el gato y se los llevó de allí a rastras. El gato enorme saltó al regazo de William y ambos se fundieron en un abrazo ebrio que incluyó tal cantidad de ronroneos, carantoñas y babas que el Emperador tuvo que contener una pequeña náusea al verlo.

Hasta los sabuesos reales tuvieron que apartar la mirada: ambos se daban cuenta instintivamente de que un gato de catorce kilos, afeitado, sensiblero y vestido con un suéter rojo estaba fuera de su alcance. No había protocolo canino para tal cosa, y al final se pusieron a dar vueltas en la acera, como si buscaran un buen sitio donde fingir una siesta.

—William, creo que te han pelado al gato —dijo el Emperador.

—He sido yo —dijo Tommy Flood al doblar la esquina de la isleta, dando un susto de muerte a todo el mundo. Una mano pálida y delicada salió de detrás de la esquina, agarró a Tommy por la solapa de la chaqueta y tiró de él hacia atrás como si fuera un muñeco de trapo.

—¿Tommy? —dijo el Emperador. El hombretón dobló la esquina del artístico búnker de cemento. Holgazán y Lazarus se habían ido calle abajo, hacia el mar, como si acabaran de ver saltando por allí un bistec de solomillo particularmente atractivo al que mereciera la pena echar un vistazo. El Emperador encontró a su amigo C. Thomas Flood en las garras de su novia, Jody Stroud, la vampira. Jody le tapaba con fuerza la boca mientras con los nudillos de la otra mano le daba furiosos capones. Cada vez que le daba uno, se oía un ruido hueco y los gritos sofocados de Tommy.

—Jody, debo insistir en que sueltes al joven —dijo el Emperador.

Ella obedeció. Tommy se apartó de ella de un brinco.

—¡Ay! —gimió, frotándose la cabeza.

—Perdona —dijo Jody—. No he podido evitarlo.

—Creía que ibas a marcharte de la ciudad con ese demonio —dijo el Emperador. Había estado allí, con los sabuesos reales y los amigos de Tommy, los del Safeway, cuando se enfrentaron al viejo vampiro en el club de yates Saint Francis.

—Bueno, sí, claro. Él ya se ha ido y yo voy a reunirme con él—dijo Jody—. Como le prometí al inspector Rivera. Pero quería asegurarme de que Tommy estaba bien antes de irme.

Al Emperador le caía bien Jody. Se había llevado una pequeña desilusión al enterarse de que era una chupasangre, pero de todos modos era una chica agradable, y siempre había sido generosa en golosinas con sus hombres, a pesar de que Holgazán se ponía a ladrar como un loco cuando la veía.

—Bueno, entonces supongo que no quedaba otro remedio —dijo el Emperador—. Parece que nuestro joven escritor necesita de la supervisión de un adulto antes de quedarse solo en la ciudad.

—Eh, que yo me las apaño muy bien solo —dijo Tommy.

—Has afeitado al gato —dijo el Emperador, levantando una ceja alborotada que parecía una ardilla gris con la cresta de un mohawk.

—Yo... eh, íbamos a probar, para ver si debo comprarme un gato que me haga compañía cuando Jody se vaya. —Miró a Jody, que asintió con entusiasmo mientras intentaba parecer ingenua y sincera.

—Y... y... —continuó Tommy—, yo estaba mascando chicle, ¿sabe?, un chicle de esos con los que se hacen unos globos enormes... Bueno, resumiendo, el caso es que en un descuido Chet se abalanzó sobre uno de mis globos y acabó completamente cubierto de chicle.

Jody dejó de asentir y se limitó a mirarlo fijamente.

—Así que lo afeitaste —añadió el Emperador.

Ahora le tocó a Tommy el turno de asentir y parecer sincero.

—Lamentablemente, sí.

Jody volvió a asentir con la cabeza.

—Lamentablemente —repitió.

—Ya veo —dijo el Emperador. Parecían sinceros, desde luego—. Bueno, lo del jersey ha sido todo un detalle.

—Fue idea mía —dijo Jody—. Ya sabe, para que no se resfríe. El jersey es mío. Tommy lo lavó y lo metió en la secadora, así que me queda un poco pequeño.

—Y no crea que ha sido fácil meter a un gato de ese tamaño en un jersey —dijo Tommy—. Ha sido como intentar vestir a una bola de alambre de espino. Estoy hecho trizas. —Se subió las mangas para dejar al descubierto sus antebrazos, que no estaban hechos trizas. No tenían, de hecho, ni una sola marca, aunque estaban un poco pálidos.

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