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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

¡Chúpate Esa! (7 page)

BOOK: ¡Chúpate Esa!
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7
La lista

Mientras Jody se duchaba, Tommy hizo una lista.

- Comer

- Lavar la ropa

- Apartamento nuevo

- Pasta de dientes

- Hacer el amor dulcemente, como monos

- Limpiacristales

- Deshacerse del vampiro

- Esbirro

—¿Para qué queremos un burro? —preguntó Jody. Tenía ciertos problemillas para enfocar la vista.

—Un esbirro, un esbirro —dijo Tommy.

—¿Un ex burro? ¿Y para qué necesitamos eso?

—¡Un esbirro! Alguien que pueda andar por ahí durante el día y que nos eche una mano. Lo que yo era para ti.

—Ah, mi esclavo.

Tommy soltó la lista.

—De eso nada.

Jody la recogió y se acercó a la encimera de la cocina, donde estaba la cafetera. —Vendería mi alma por una buena taza de café.

—Yo no era tu esclavo —dijo Tommy.

—Vale, vale, vale. Lo que tú digas. Entonces, ¿cuánto tiempo tenemos para hacer todas las cosas de esta lista?

—He mirado el almanaque. Hoy amanece a las seis y cincuenta y tres, así que tenemos unas doce horas. Estamos casi en el solsticio, así que las noches son muy largas.

—¿El solsticio? Ay, Dios mío, casi es Navidad. -¿Y qué?

—Pues que hay que ir de compras.

—Tenemos una excusa. Estamos muertos.

—Eso mi madre no lo sabe. Tengo que encontrar algo que no le guste para regalárselo. Y tu familia...

—¡Ay, Dios mío! Navidad... Se suponía que iba a ir a casa, a Indiana. Hay que rehacer la lista.

—Encárgate tú. Yo voy a secarme el pelo —dijo Jody.

La nueva lista decía:

- Regalos de Navidad

- Llamar a casa

- Comer

- Esbirro (que no esclavo)

- Hacer el amor apasionadamente, como monos

- Limpiacristales

- Escribir literatura

- Deshacerse de este vampiro asqueroso

- Apartamento nuevo

- Lavar la ropa

- Pasta de dientes

—Creo que deberías quitar lo de hacer el amor como monos de la lista —dijo Jody—. ¿Y si la perdemos y alguien la encuentra?

—Bueno, creo que lo de «deshacerse de ese vampiro asqueroso» sería un poco más embarazoso, ¿no te parece?

—Tienes razón, quita lo de hacer el amor y cambia «vampiro» por «Elijah». —Jody dio unos golpecitos a la lista con un bolígrafo—. Y quita «limpiacristales» y pon «comprar café».

—No podemos tomar café.

—Pero podemos olerlo. Tommy, necesito desesperadamente un café. Es como el ansia de sangre, solo que en plan más civilizado, ¿entiendes?

—Hablando de ansia de sangre...

—Sí, será mejor que lo pongas lo primero de la lista.

—Y que añada una botella de güisqui. Vas a tener que comprarla tú.

—Perdona, escritorcillo, pero esta estúpida lista la estamos haciendo juntos. —Yo no tengo edad suficiente para comprar alcohol. Jody se apartó de él y se estremeció. —Hablas en serio, ¿no?

—Sí—contestó Tommy, asintiendo con la cabeza mientras intentaba parecer asombrado e inocente.

—Pues vaya. Tendría que haber pedido carnés antes de elegir a mi esclavo.

-¡Oye!

—Era una broma. ¿Qué vas a hacer con una botella de güisqui, de todos modos?

—Tachar otra cosa de la lista —dijo Tommy—. Tengo una idea. Coge tu bolso.

—¿Qué querían los Animales, por cierto?

—Veinte de los grandes.

—Espero que les dijeras que se fueran a tomar por culo.

—Eso ya lo habían hecho.

—¿Sospechan... ya sabes... lo que eres ahora?

—Todavía no. Lash dijo que estaba un poco pálido. Los mandé a la tienda. Si Clint lo sabe, entonces...

—Muy bien hecho. A lo mejor deberíamos poner un anuncio. «Joven pareja de vampiros busca palurdos furiosos para que les den caza y los maten».

—Ja. Palurdos. Qué gracioso. Pon loción autobronceadora en la lista. Creo que mi palidez me delata.

A las siete de la tarde, tres días antes de Navidad, Union Square estaba inundada de compradores. Sobre la parte elevada de la plaza había una feria navideña con una fila de quinientos niños y padres que serpenteaba por un laberinto de compuertas para ganado forradas de terciopelo rojo. Alrededor de la plaza, los actores callejeros, cuya jornada laboral acababa normalmente sobre las cinco, bordeaban los peldaños de granito: un malabarista aquí, un prestidigitador allá, media docena de «robots» (gente pintada de plata y oro que se movía espasmódicamente, como una máquina, cada vez que oía caer una moneda o un billete) y hasta un par de estatuas humanas. El favorito de Jody era un tipo trajeado y pintado de oro que se pasaba inmóvil horas y horas, como si se hubiera quedado petrificado en mitad de un paso cuando iba camino del trabajo. Había un agujerito en su maletín en el que la gente metía billetes y echaba monedas tras fotografiarse con él o intentar hacer que se moviera.

—Antes ese tío me acojonaba —susurró Tommy—. Pero ahora lo noto respirar y veo su aura.

—Yo una vez estuve mirándolo una hora entera y no se movió —dijo ella—. En verano tiene que pasarlas canutas con ese traje pintado. —De pronto se estremeció al pensar en Elijah, el viejo vampiro, todavía encerrado en bronce, en el loft. Sí, técnicamente Elijah la había matado, pero de tal modo que le había abierto una puerta, una puerta que, por extraña que fuera, era inmediata, vital y apasionada. Y sí, lo había hecho por diversión (él mismo lo había reconocido), pero también porque estaba solo.

Jody cogió a Tommy del brazo y lo besó en la mejilla.

—¿A qué ha venido eso?

—A que estás aquí —dijo ella—. ¿Qué es lo primero de la lista? —Regalos de Navidad. —Sigue bajando. —Hacer el amor como monos.

—Vale, eso podemos hacerlo en la caseta de Papá Noel del supermercado. —¿En serio? —No, en serio, no.

—Vale, entonces necesitamos alcohol.

Jody le arrancó la lista de la mano tan rápidamente que la mayoría de la gente no la habría visto moverse.

—Ya no estás a cargo de la lista. Vamos a comprar una chaqueta de cuero nueva.

«Soy pobre y alguien ha rapado a mi gato enorme». William había cambiado de cartel. Chet el gato enorme seguía llevando el jersey de Jody. Miró recelosamente a los dos vampiros cuando se acercaron.

Tommy tendió a William la botella de Johnny Walker.

—Feliz Navidad.

William cogió el güisqui y se lo escondió en el abrigo. —La mayoría de la gente solo me da dinero —dijo. —Nosotros no somos tan pequeñoburgueses —repuso Jody—. ¿Qué tal te encuentras hoy?

—Genial, ¿por qué? Estoy estupendamente, teniendo en cuenta que soy un indigente y que le rapasteis el pelo a mi gato.

—Anoche estabas como una cuba.

—Sí, pero hoy me siento de maravilla.

—A mí solía pasarme lo mismo —dijo Tommy—. Me acuerdo. Era como revigorizante.

Jody hizo un ademán desdeñoso.

—¿No te mareabas ni nada? —preguntó.

—Tenía un poco de resaca cuando me despertaba, pero en cuanto me tomaba un par de cafés estaba como nuevo.

—¡Joder! —estalló Jody. Luego se llevó las manos a la cabeza.

—Calma —dijo Tommy, dándole unas palmaditas en el hombro—. El doctor Flood lo arreglará. A lo mejor.

Jody se puso a rezongar alzando la voz lo justo para que Tommy la oyera.

—¿Sabéis? —dijo William cuando hubo un parón en el tráfico de peatones y no tuvo que concentrarse en parecer patético—, estoy forrado, pero ya que estáis con el espíritu navideño subido, sigo queriendo verle las tetas a la pelirroja.

—Que te jodan, capullo —dijo Jody acercándose a él.

—Cariño. —Tommy la agarró por la espalda de la chaqueta de cuero roja recién comprada, por si acaso. Nunca sabrían si su idea funcionaba si Jody le partía el cuello a William.

—No voy a permitir que el aperitivo me acose sexualmente.

—¿Te ha sentado mal algo que has comido? —Tommy le sonrió cuando ella lo miró; sus ojos habían perdido ardor.

—Ya puedes tachar de la lista lo de hacer el amor como monos —dijo Jody.

—Jo, qué zorra —dijo William—. ¿Está con la regla?

Tommy rodeó rápidamente a Jody con los brazos, la levantó del suelo y se la llevó unos pasos más allá, al otro lado de la esquina, mientras ella se retorcía.

—Suéltame, no voy a hacerle daño.

—Sí, ya.

—Mucho daño, quiero decir.

—Eso me parecía —dijo Tommy, apretándola con fuerza—. ¿Por qué no te vas a la droguería mientras yo acabo con el tío del gato?

Una familia de compradores navideños sonrió al pasar a su lado creyendo que eran dos jóvenes enamorados demostrándose su afecto en público. El padre le susurró a su mujer «Buscaos una habitación» en voz tan baja que una persona normal no lo habría oído.

—Date con un canto en los dientes, colega, hemos estado a punto de hacerlo en la caseta de Santa Claus, en el escaparate. Follando como duendecillos cachondos y sudorosos. Delante de los niños. A los crios les habría encantado, ¿eh?

El padre se llevó a toda prisa a su familia calle abajo.

—Muy bonito —dijo Jody—. A eso lo llamo yo no llamar la atención.

—Bueno, ya sabes, me gusta seguir siendo guay —dijo Tommy. Como tenía diecinueve años y solo había empezado a practicar el sexo regularmente desde que conocía a Jody, se creía aún poseedor de una especie de saber secreto e inaccesible para el prójimo. ¿Cómo es posible que piensen en otra cosa?, se preguntaba en un rincón íntimo de su mente.

—Apuesto a que huele a pipermín —dijo. —¿El qué?

—El sexo de los duendes.

—¿Te importaría bajarme?

—Vale, pero no le hagas nada al tío del gato.

—Estoy bien. Nos vemos en la droguería dentro de cinco minutos. Más vale que esto funcione.

—Cinco minutos —dijo Tommy—. Canela. Tal vez huela a canela.

La pálida pareja se paseaba por los pasillos de la droguería. Se lo estaban pasando en grande despreciando los burdos oropeles de la vida burguesa americana y burlándose, en general, de todas las convenciones de la cultura tradicional. A fin de cuentas, formaban parte de una élite. Eran especiales. Los elegidos (por decirlo así), aunque solo fuera por sus sentidos afinados y su sensibilidad superior. Ambos creían poseer la capacidad de ver más allá de las apariencias y de vislumbrar las mismísimas profundidades del alma humana. Fue raro, pues, que no estuvieran prevenidos cuando el tipo flacucho de la camisa de franela apareció de pronto al otro lado de la esquina, delante de ellos.

—Vamos a preguntarles a esos —dijo Franela—. Parecen heroinómanos.

Jared Lobo Blanco y Abby Normal se apartaron del expositor en el que estaban buscando un lápiz de ojos hipoalergénico. A Abby no habían parado de llorarle los ojos en toda la noche, razón por la cual se le había corrido el maquillaje y tenía más aspecto de payaso tristón del que pretendía.

Jared se escondió detrás de Abby, solo un poco, lo cual resultaba chocante teniendo en cuenta que medía casi medio metro más que ella. El tío de la camisa de franela iba con una pelirroja muy guapa y pálida que llevaba en los brazos un montón de productos de droguería. Qué pelo tan alucinante, pensó Abby mientras miraba los largos mechones rojizos de Jody. Yo daría cualquier cosa por un pelo así.

—Tommy, deja en paz a esa pobre gente —dijo la pelirroja.

—No, espera. —Franela se volvió hacia Abby y sonrió—. Chicos, ¿sabéis dónde están las jeringuillas?

Abby miró a Jared, que a su vez miró al tipo de la camisa de franela.

—Bueno, es que no se venden así como así —dijo Jared mientras toqueteaba tímidamente las tiras de cuero de los pantalones de bondage de Abby. Ella le dio un manotazo.

—Se necesita receta para comprar jeringuillas —dijo.

—¿En serio crees que parezco un heroinómano? —Jared se apartó teatralmente el flequillo de la cara. Llevaba la cabeza afeitada, salvo por el flequillo, que le llegaba a la barbilla precisamente para poder apartárselo de la cara teatralmente—. Pensaba que a lo mejor tenía que engordar un poco. Ya sabes, comer y esas cosas, pero...

—Bueno, gracias —dijo Camisa de Franela. La pelirroja echó a andar por el pasillo—. Quería probar la heroína, pero si no se pueden comprar jeringuillas, pues qué se le va a hacer. Hasta luego, chicos. Bonita camiseta, por cierto.

Abby se miró la camiseta, que era negra (por supuesto) y llevaba estampado el retrato de un poeta sacado de un grabado del siglo XIX.

—Ni que supieras quién es.

—«Camina bella, como la noche» —citó el tío de la camisa de franela. Le guiñó un ojo y luego sonrió—. Byron es mi héroe. Nos vemos.

Se volvió y empezó a alejarse. Abby alargó la mano y lo agarró de la manga.

—Oye, hay puntos de cambio de jeringuillas por toda la ciudad. En el Bay Guardian viene una lista.

—Gracias —dijo el de la camisa de franela. Se dio la vuelta y Abby lo agarró de nuevo.

—Vamos a ir al Glas Kat. Esta noche hay fiesta gótica. En la manzana cuatrocientos de la Calle Cuatro. Conozco a un camello allí. Ya sabes, por lo de tu heroína.

El tipo de la camisa de franela asintió con la cabeza, echó un vistazo al retrato de Byron estampado en su camiseta y luego volvió a mirar su cara. Qué putada. Me está mirando los churretes del maquillaje.

—Gracias, milady —dijo Camisa de Franela. Y se marchó, perdiéndose entre los oscuros eriales del pasillo de los tampones.

—¿De qué iba todo eso? —se quejó Jared—. Es tan, tan retro... —Jared Lobo Blanco pasaba mucho tiempo viendo teleseries de los años ochenta, cuando no estaba abismándose en sus pensamientos o experimentando con su apariencia.

Abby se metió entre los faldones del negro guardapolvos de Jared y golpeó su flaco pecho con las palmas de las manos.

—¿Es que no lo has visto? ¿No lo has visto?

—¿El qué? ¿Que te has comportado como un zorrón?

—¡Ese tío tenía colmillos! —dijo ella.

—Bueno, yo también los tengo —repuso Jared, y se metió la mano en el bolsillo y sacó un par de perfectos colmillos de vampiro de calidad odontológica—. Todo el mundo los tiene, tonta.

—¡Sí, pero los suyos crecían! Los he visto. Vamonos —dijo Abby, y tiró de Jared Lobo Blanco por las grandes solapas de su guardapolvos, que eran como alas de murciélago—. Tengo que ponerme algo sexi antes de ir a la fiesta.

—Espera, quiero comprar unos Halls. Me duele la garganta de todo lo que fumamos anoche.

—Date prisa. —Las hebillas de las botas de plataforma negras de Abby tintinearon cuando pasó delante de los lápices de labios y los productos para el pelo tirando de su amigo para que no se interesara por ellos.

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