Al doctor Drew (Drew McComber, el gurú, farmacéutico y consejero médico residente de los Animales) le daba miedo la oscuridad. Después de cuatro años trabajando en el turno de noche del Safeway de Marina, el miedo se le había subido poco a poco a la cabeza, como un brownie hecho con hachís, y le había producido una honda paranoia. Drew se levantaba al anochecer bajo el resplandor penetrante de las luces de invernadero de su apartamento, situado encima de un garaje, en Marina; recorría luego en coche cuatro manzanas bajo la luz de las farolas, hasta el Safeway brillantemente iluminado; salía de trabajar por la mañana cuando el sol estaba bien alto en el horizonte; regresaba a su apartamento alumbrado por lámparas de invernadero y dormía con un antifaz de satén sobre los ojos. Se topaba tan rara vez con la oscuridad que, cuando ello sucedía, le parecía una amenazadora desconocida.
La noche de Navidad, a eso de medianoche, estaba sentado en su cuarto de estar, entre una jungla de plantas de marihuana de metro y medio de alto, viendo en la tele (provisto de gafas de sol) una película sobre el idilio entre la señora de una casa solariega inglesa y su deshollinador. (Debido a su horario de trabajo y a la necesidad constante de emporrarse, a Drew le resultaba difícil tener novia. Hasta que los Animales encontraron a Blue, su vida sexual había sido muy solitaria y (¡ay!) por lo visto volvía a serlo otra vez.) Cada vez que la mano renegrida del deshollinador tocaba el trasero empolvado de la aristocrática señora, Drew se apenaba un poco: la huella oscura de aquella mano sobre el flanco de alabastro caía como una sombra sobre su espíritu erótico. Había excitación, pero no alegría. Una triste y solitaria tranca levantaba cual tienda de campaña sus pantalones de fibra de cáñamo.
Entonces, como si el guión lo hubiera escrito Erecto, el dios generosamente dotado de las citas improbables y el reparto de pizzas, llamaron a la puerta. En lugar de abrir directamente, Drew se enderezó y atravesó su selva de marihuana hasta una pantallita de vídeo que había en la cocina: una videomirilla. La había instalado antes de que su médico le diera la receta que había hecho de él un cultivador de marihuana cuasilegal («El paciente se queja de que la realidad le amarga la existencia. Le receto dos gramos de cannabis cada tres horas por inhalación, ingestión o supositorio.»).
Efectivamente, como si Drew hubiera hecho un pedido, la pantalla de vídeo mostró parada ante su puerta a una rubia pálida pero guapa, con tacones y un vestido de fiesta azul muy formalito. Parecía recién salida de una fiesta o una cena: llevaba el pelo sujeto con lacitos azules. Podría haberse presentado a las pruebas para el papel de la señora de la casa solariega.
Drew apretó la tecla del interfono.
—Hola. ¿Estás segura de que no te has equivocado de casa?
—Creo que no —dijo la chica—. Estoy buscando a Drew. —Sonrió a la cámara. Unos dientes perfectos.
—Ostras —dijo Drew, y entonces se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta, carraspeó y dijo—: Enseguida voy.
Se alisó la erección, se puso el pelo detrás de las orejas y en cinco zancadas cruzó el bosque y se plantó en la puerta. En el último momento se acordó de las gafas de sol, se las puso encima de la frente, sonrió ampliamente y abrió, liberando en medio de la bruma nocturna un ancho rayo de luz ultravioleta.
La rubia abandonó su sonrisa, estalló en llamas dando un chillido y se apartó de un salto. Drew corrió hacia las sombras para salvarla.
Las crónicas de Abby,
patética nosferatu novata
Bueno, excepto por el asesinato, la Navidad fue como arrastrarse lentamente encima de cristales rotos (ahora conozco verdaderamente el tedio de pasarse la eternidad en un aburrimiento total), comiendo y vomitando salchichas de tofu todo el santo día, atrapada con Ronnie y mamá hasta las seis, cuando vino Jared. Su padre tiene una familia nueva con unas hermanastras pequeñas que son unas gorronas, así que se olvidan de él en cuanto empiezan los grititos y los regalos por la mañana. Se pasó todo el día en su cuarto viendo el DVD de Pesadilla antes de Navidad y fumando cigarrillos de clavo. Su habitación es sacrosanta total desde que les dijo a sus padres que no podía garantizar que, si entraba alguien, no estaría masturbándose mientras veía una película porno gay. (Tiene una suerte a veces… Yo podría ponerme a hacer el pino y a tocarme la almeja encima de la mesa de la cena, y mi madre solo me diría: «Cariño, la Navidad es para estar en familia, tememos que estar todos juntos» y me haría acabar delante de todos.)
Así que vimos Pesadilla antes de Navidad con mamá y Ronnie hasta que se quedaron dormidas en el sofá; luego Jared y yo le dibujamos a Ronnie unos tatuajes tribales realmente guays en la cabeza rapada; se los hicimos con rotuladores gordos, pero solo en rojo y negro, así que parecen de verdad.
Luego Jared empezó a decir: «Deberíamos ir a tomar un café. Mi tía me ha regalado por Navidad una tarjeta regalo de cien dólares para el Starbucks».
Y yo odio que la gente presuma de sus regalos de Navidad porque es completamente superficial y materialista. Así que voy y le digo: «Sí, bueno, me encantaría, pero ahora soy una elegida, así que tengo responsabilidades».
Y él: «No me digas que eres judía».
Y yo: «No, soy una nosferatu».
Y él: «Pero qué dices».
Y yo: «¿Te acuerdas de ese tío tan sexi que vimos en la droguería? Fue él. Bueno, la verdad es que la que me introdujo en el sagrado círculo de la sanguineidad fue la condesa».
Y él: «¿Y ni siquiera me llamaste?».
«Lo siento, Jared, pero ahora eres de una especie inferior».
Y él: «Lo sé, doy asco».
Y como sabía que iba a ponérseme dramático, le digo: «Invítame a un mochacino y te revelo nuestras siniestras costumbres y todo eso».
Dejamos una nota diciendo que Jared me había dejado embarazada y que habíamos huido juntos para unirnos a una secta satánica, para que a mi madre no le entrara el pánico cuando se despertara, porque es muy totalitaria con lo de dejar notas. Luego nos fuimos al centro. Pero por lo visto todo el puto país cierra por Navidad, machacado por el opresivo puño de hierro del Niño Jesús, así que fuimos a nueve Starbucks y todos estaban cerrados.
Y Jared no paraba de decirme: «Llévame a conocerlos. Yo también quiero pertenecer al círculo oscuro».
Y yo: «Ni pensarlo, fracasado, tienes el pelo totalmente aplastado». Y era cierto. Solo tenía el pincho de delante. El gel moldeador lo había abandonado hacía horas, así que con su chubasquero de PVC parecía uno de esos percheros lacados en negro que se ven en el barrio chino. Pero no era por eso por lo que no podía llevarlo a ver a la condesa y a mi Señor Oscuro. Es que no podía y ya está. Sabía que la condesa se asustaría si veía que me estaba aprovechando de su exquisito regalo para fardar delante de un amigo, así que le dije: «Es supersecreto». Pero Jared se puso a hacer pucheros y a abismarse al mismo tiempo, cosa que le sale de perlas porque practica, así que empecé a sentirme como una fétida esencia de pedos machacados, como con tanto acierto diría Lautrémont. (Vosotros a callar: Lily dice que en francés suena más romántico.)
Así que dejé que viniera, pero le dije que tenía que quedarse fuera, al otro lado de la calle. Pero cuando doblamos la esquina del bloque del Señor Oscuro, había un tío con un chándal amarillo de pie en medio de la calle. Estaba allí parado, con la capucha subida y la cabeza agachada, con pinta de ir a quedarse así eternamente. Y entonces se volvió muy despacio hacia nosotros.
Y Jared me dijo al oído «Ese gangsta» y se rió con esa risita aguda de niña pequeña que le sale a veces y que a otros tíos les provoca arrebatos de violencia. (Que es por lo que Jared tiene que llevar en la bota un cuchillo de doble filo de medio metro de largo, que él llama su «Colmillo de lobo». Por suerte no le da ninguna falsa confianza en sí mismo y sigue siendo un gatito, pero le gusta llamar la atención cuando los porteros se lo requisan en los bares de copas.)
El caso es que creo que yo tenía los sentidos vampíricos, no sé, como a flor de piel, porque enseguida me di cuenta de que no era el típico rapero que te encuentras en medio de una calle desierta con un chándal de trescientos dólares a medianoche el día de Navidad, así que agarré a Jared del brazo, tiré de él y volví a doblar la esquina.
Y voy y le digo: «Cuidado, tío. Silencio. Mucho tiento. Perfil cero».
Así que nos asomamos a la esquina con mucho disimulo y el tío del chándal está junto a la puerta del loft, y entonces sale alguien. Es el borrachín costroso con el gato enorme afeitado, y va y se saca la minga como si fuera a echar una meada, cosa que no me habría importado no tener que ver en otros dieciséis años de vida. Y el del chándal lo agarra como si fuera un pelele, le echa la cabeza hacia atrás tirándole del pelo y lo muerde en el cuello. Y entonces veo que no es un rapero ni nada por el estilo, sino un vampiro blanco más bien carroza. Se le veían los colmillos a distancia. Así que el tío del gato enorme empieza a sacudirse y a chillar y a salpicarlo todo de pis y yo oigo sisear al gato enorme detrás de la puerta, y Jared me agarra por el bolso y empieza a tirar de mí calle abajo. Así que no vi más.
Y Jared venga a decir: «Qué fuerte».
Y yo: «Sí».
Y en cuanto nos alejamos un par de manzanas, saqué el móvil y llamé a la condesa, pero me salió directamente el buzón de voz. Así que ahora estamos en un pase especial de medianoche de Pesadilla antes de Navidad en el Metreon, bebiendo una Coca-Cola Light gigante para calmar los nervios mientras esperamos que mi aquelarre vampírico me devuelva la llamada. (A Jared se le ha olvidado el inhalador y no ha parado de jadear desde que vimos el ataque. Da un corte... La gente no para de mirar y yo me he cambiado un par de asientos más allá para que no crean que le estoy haciendo una paja o algo así.) Estoy totalmente abrumada por el temor y los malos presentimientos, y el tiempo pasa como una infección purulenta en una ceja con un pirsin mal hecho. Así que esperamos. Ojalá tuviéramos algo de hierba. Más adelante, más.
¡Ah, sí!, mamá me ha regalado un oso de peluche verde por Navidad. ¡Me chifla!
—¿Seguro que es aquí donde lo dejaste? —Jody miraba arriba y abajo por el Embarcadero. No había gente en la calle; los actores y los buscavidas se habían ido hacía tiempo. Oía el zumbido del puente de la bahía a lo lejos, y en Alameda el lamento de una sirena de niebla empezaba a apagarse. Un tren vacío salió eructando de un túnel a una manzana de allí y se dirigió hacia el estadio. Un coche de la policía que salía de la calle Market los ametralló con sus faros antes de dirigirse hacia Fisherman's Wharf, más allá del Ferry Building. Tommy saludó con la mano a los policías.
—Sí. Estaba justo aquí y mi alarma empezó a pitar. Pesaba una tonelada. Habrían hecho falta un montón de tíos para moverlo.
Jody vio algo brillar sobre los adoquines, cerca de sus pies, y se agachó para tocarlo. Limaduras metálicas de algún tipo. Se lamió el dedo y acabó con una capa de partículas metálicas amarillentas en la yema del dedo.
—A no ser que lo hicieran trozos.
—¿Y quién iba a hacer eso? ¿Quién cortaría una estatua y robaría los trozos?
—Eso no importa. Puede que ladrones, o quizá empleados municipales. Si alguien cortó el cascarón de bronce, pudieron pasar dos cosas. Si era de día, Elijah se frió al sol. Si era de noche, está libre.
—No era de día, ¿verdad?
Jody negó con la cabeza.
—Me parece que no. —Vio unas huellas ligeras entre los adoquines, a unos pasos de distancia, y se agachó otra vez. Había un polvillo grisáceo entre las piedras. Cogió un poco entre los dedos y sacudió la cabeza—. Está claro que no.
—¿Qué? ¿Qué es eso?
Ella se limpió los dedos en los pantalones y hurgó en el bolsillo de su chaqueta.
—Tommy, ¿recuerdas que te dije que no habías dejado seca a la puta porque, si no, no habría estado allí?
—Sí.
—Pues te lo dije porque, cuando un vampiro deja seco a alguien... cuando dejamos seco a alguien, ese alguien se convierte en un polvillo gris. No puedo explicarte por qué, pero se parece a eso. Y tiene el mismo tacto. —Señaló las llagas de cemento entre los adoquines.
Tommy se arrodilló, tocó el polvo y miró para arriba.
—¿Cómo sabes eso?
—¿Sabes cómo lo sé?
—Has matado a gente.
Ella se encogió de hombros.
—Solo a un par. Y estaban enfermos. En estado terminal. Lo iban pidiendo, más o menos.
—Entonces, ¿por eso no te molestó lo de la puta?
Ella sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta, puso las manos a la espalda y empezó a balancearse adelante y atrás, mirándose los pies, como una niñita a la que acabaran de preguntarle cómo se había roto la lámpara de mamá.
—¿Estás enfadado?
—Estoy un poco decepcionado.
—¿En serio? Lo siento mucho. Tú habrías hecho lo mismo si hubieras estado en mi lugar.
—Estoy decepcionado porque pensaras que no podías confiar en mí.
—El cambio te estaba costando. No quería preocuparte.
—Pero no fue sexual, ni nada, ¿verdad?
—Claro que no. Fue puramente alimenticio. —No creía necesario contarle lo del beso que le había dado al anciano. Habría complicado las cosas.
—Bueno, entonces supongo que no pasa nada. Imagino que si tenías que hacerlo...
Se levantó y Jody corrió hacia él y lo besó.
—No sabes cuánto me alegra haberme quitado ese peso de encima.
—Sí, bueno...
—Espera. —Levantó un dedo y pulsó el botón de encendido de su teléfono.
—¿Vas a llamar a tu madre para decirle que tenía razón cuando decía que eras una golfa?
—Voy a llamar a la niña.
—¿A Abby?
—Sí. Tengo que decirle que no se pase por casa. Elijah va a empezar a complicarnos la vida, igual que antes.
Jody observó los pequeños iconos que indicaban que su teléfono estaba buscando cobertura.
—Pero si dijo que no iba a pasarse esta noche. Es Navidad.
—Ya lo sé, pero creo que a lo mejor se pasa de todos modos. —¿Por qué?
—Bueno, creo que está un poco colada por mí. Anoche la mordí. —¿Mordiste a Abby?
—Sí. Ya te lo dije, estaba herida. Necesitaba...
—Dios, eres una zorra sanguinaria.
—Sabía que ibas a enfadarte.
—Joder, que es Abby. Que soy su señor oscuro.