—Mira, un mensaje de voz.
Elijah ben Sapir lanzó al alcohólico al otro lado de la calle. El alcohólico, que se retorcía y salpicaba pis, rebotó contra la puerta metálica del garaje de la fundición y volvió a caer a la acera, donde su cabeza golpeó contra el retrovisor lateral de un Mazda mal aparcado. Luego el vampiro echó a andar a grandes zancadas, estirando los brazos como un monstruo de pacotilla para intentar que la felpilla meada del chándal no entrara en contacto con su piel. Aunque en sus ochocientos años de vida había tenido experiencias con toda clase de cosas sucias y repugnantes, y había pasado días enteros escondido desnudo bajo tierra fangosa para huir del sol, no recordaba que nada le hubiera dado tanto asco como verse meado por su comida. Quizá fuera porque ahora solo tenía aquella ropa y no había ya un yate lujoso con un guardarropa entero al que retirarse, o quizá porque había pasado el día entre dos colchones manchados de orina, debajo de un yonqui inconsciente, mientras la policía registraba el hotel a su alrededor. Ya no podía más, eso era todo.
Sabía que el recepcionista lo delataría, así que en cuanto había llegado a su habitación, había escondido el chándal en el rincón del armario, se había convertido en niebla, se había deslizado por debajo de la puerta hasta la habitación contigua y se había colado entre el colchón y el somier de un yonqui semiinconsciente. Había vuelto a su estado sólido nada más dormirse, al salir el sol.
Al anochecer, le había sorprendido lo contento que se había puesto al ver que el chándal seguía en el armario, después de alimentarse del yonqui (solo un sorbito) y partirle el cuello. (Dejando así una tarjeta de saludo a los inspectores de homicidios que lo habían atacado junto con los demás en el club náutico.) Ahora su preciado chándal estaba todo cubierto de pis y él estaba furioso.
Se acercó al mendigo y lo levantó por el tobillo. Elijah no era alto conforme a los parámetros modernos, pero descubrió que, si sostenía al mendigo por el tobillo muy por encima de su cabeza, podía sacudirlo lo suficiente como para lograr su propósito.
—Ni siquiera eres su esbirro, ¿verdad? —Elijah le golpeó la cabeza contra la acera para recalcar su pregunta.
—Por favor —dijo el mendigo—. Mi gato enorme...
Bong, bong, bong en la acera. Un meneíto. De los bolsillos del mendigo llovieron monedas, unos cuantos billetes, un mechero y una botella de Johnny Walker.
—No eres más que su vaca de ordeño, ¿eh? He notado el sabor de ella en ti.
—Hay una chica —dijo la vaca—. Una niña siniestrilla. Ella cuida de ellos.
—¿De ellos?
Elijah lanzó al mendigo contra el garaje y procedió a recoger el cambio y los billetes de la acera. La puerta de acero de al lado del garaje se abrió, y un tipo calvo y corpulento vestido con un mono salió a la acera, dándose golpes en la palma de la mano con una porra con la punta de plomo.
—¿Habéis hecho ya bastante ruido, hijoputas?
Elijah le enseñó los colmillos y soltó un siseo; luego saltó a la pared, encima de la puerta del garaje y se quedó allí colgado, boca abajo, encima de la cabeza del motero.
El motero miró al vampiro, miró al mendigo postrado y miró el Mazda abollado.
—Vale, entonces —dijo—. Ya veo que todavía tenéis cosas que discutir. —Volvió a meterse en la fundición y cerró la puerta de golpe.
Elijah se dejó caer al suelo de pie y enfiló la calle, sin molestarse siquiera en romperle el cuello al mendigo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? No iba a aterrorizar a Jody asesinando a su fuente de alimento. Tenía que amenazar a su esbirra, como había hecho con el chico. Pero ¿cómo iba a saber que ella acabaría traicionándolo y eli-giendo al chico? ¿Convirtiendo al chico? Aquello no volvería a suceder.
Entre la furia, el hambre y la excitación de tener una meta, Elijah ben Sapir sintió una punzada de tristeza. Había empezado aquella aventura pensando que era él quien manejaba las marionetas, y de pronto se veía enredado por completo en sus hilos. Y cometiendo errores.
Pero no había de qué preocuparse. Ladeó la cabeza y se concentró. Más allá de la respiración rasposa de la vaca lechera, de los ruidos de los edificios, del zumbido del puente de la bahía y de los miles de corazones que latían en los pisos que lo rodeaban, oyó los pasos en retirada de la chiquilla y su amigo.
Las crónicas de Abby Normal:
la presa
Por lo visto soy la Presa, cosa para la que, que conste, no estoy preparada. Aquí estoy, encaramada a las traviesas (creo que estas cosas son traviesas) del puente de Oakland como un ave nocturna lisiada, esperando a que el destino se abata sobre mí en forma de un ente antiguo y no muerto que desmembrará mi delicado cuerpo. En fin, un asco.
Por suerte tengo un poco de sustento hasta que mis Señores Oscuros se levanten de su sueño diurno para patearle el culo a algún cabrón. Sé que debería estar comiendo bichos y serpientes y cosas que facilitaran mi vampirismo, pero como vegetariana que soy, no he desarrollado habilidades para la caza, así que he empezado con unos ositos de gominola que me compré en el cine. (Supuestamente están hechos de pectina de ternera o de extracto de uña de caballo o algo así, así que creo que son una buena transición hacia la dieta nosferática. Y me gusta arrancarles de un mordisco las cabecitas.)
Aquí, muy arriba por encima de la ciudad (bueno, la verdad es que estamos unos cinco metros por encima de unos sin techo que viven debajo del puente), me siento como la guardiana de una tumba antigua, dispuesta a enfrentarme a cualquier atacante para proteger a mis amos, que están tumbados en la viga o la traviesa siguiente, o como se llame, envueltos en lonas.
Dios mío, las putas palomas están por todas partes. Perdón, una acaba de cagarse en mi cuaderno. No importa. Yo sigo adelante. Lo tengo superado. Pero qué asco.
Jared se ha ido a casa de su padre en Noe Valley a buscar el monovolumen y la carretilla para que podamos llevar a nuestros amos a lugar seguro. Me dejó su cuchillo, que solamente he tenido que blandir una vez, contra una mujer que quería quitarle la lona a mi Señor Oscuro. Luego lo usé para quitarme la laca de uñas, que estaba totalmente descascarillada de tanto hacer labores manuales de esbirra.
Bueno, pues mis amos nos encontraron enfrente del museo de Arte Moderno y no paraban de preguntar: «¿Estáis bien? ¿Os ha hecho algo?». Intentaban que Jared no se enterase, como si no supiera que somos vampiros. Y yo les dije: «Tranquilos, que es esbirro ayudante». Así que se relajaron.
Luego Flood se sacó del bolso una mano de bronce y dijo: «Abby, ¿sabes qué es esto?».
Y yo: «Pues sí, lord Flood», porque yo hablo el obvio como una segunda lengua. «Es una mano de bronce, ¿no?».
Entonces la condesa le quitó la mano. «Abby, esto es lo que queda del caparazón del vampiro que me convirtió».
Y yo: «Te suplico me perdones y todo ese rollo, condesa, pero eso es la mano de una estatua».
Y ella: «Eso es lo que estoy diciendo». Que no era para nada lo que estaba diciendo.
Resulta que la estatua de bronce que antes estaba en el loft era en realidad el vampiro que convirtió a la condesa, y que luego la condesa convirtió al vampiro Flood, que por entonces era Flood a secas. Así que al viejo vampiro, cuyo nombre es Elijah, le entró el síndrome premenstrual y empezó a putear a la condesa dejando cadáveres por toda la ciudad con pruebas que señalaban hacia ella, y luego amenazó con matar a su esbirro, que en aquella época era Flood, y la cosa se desmadró completamente y unos polis y esos pardillos del Safeway volaron el yate de Elijah, y Elijah se cabreó de verdad, y entonces la condesa fingió que quería salvarlo cuando en realidad le estaba sonsacando sus secretos vampíricos, y Flood los recubrió a los dos de bronce, pero dejó salir a la condesa porque ella es el amor de su vida y tal. Así que Flood (que no es para nada una misteriosa y antigua criatura de la noche, sino que se convirtió en vampiro como una semana antes que yo), se llevó la estatua al puerto para tirarla a la bahía. Así la condesa no se acordaría de que había tenido el corazón dividido entre dos amantes y todo eso. Pero salió el sol y Flood dejó la estatua en el Embarcadero, y cuando volvieron ya no estaba, y resulta que Elijah está suelto y que era el vampiro carroza del chándal amarillo que vi sacudiendo al tío del gato enorme y que ahora me está persiguiendo para vengarse de la condesa por ser una zorra traicionera.
Así que Jared va y dice: «Joder, es increíble».
Y yo: «Me mentisteis».
Y la condesa: «Sí, solete, por eso te lo estoy contando ahora», lo cual era un sarcasmo completamente innecesario por su parte.
Y Jared va y suelta: «Esta es la mejor Navidad que he tenido».
Y yo: «Cállate, loca, que me han traicionado».
Y la condesa: «Lo superarás. Tenemos que ir a ver si William está bien».
Y ahora me doy cuenta de que tenía razón, pero mientras volvíamos al loft iba enfurruñada, solo para que se enteraran, porque odio que la gente no me tenga en cuenta. Cuando llegamos a la calle de la condesa había una ambulancia y policías por todas partes, así que Flood y la condesa se quedaron atrás y me mandaron a mí a ver qué pasaba. Vi que el tío del gato enorme estaba en una camilla y que le estaban poniendo oxígeno.
Y voy y les digo: «Dejen paso, ese hombre es mi padre».
Y los enfermeros: «Ni lo sueñes».
Así que no me dejaron pasar. Y yo voy y les digo: «¿Quién os ha llamado, a ver?».
Y me dicen: «Un tío de este edificio. Un escultor o algo así».
Y entonces el tío del gato va y dice: «Dejadla pasar». Así que pasé volando entre los enfermeros, me acerqué al tío del gato y le dije: «¿Estás bien?».
Y él va y contesta: «Bueno, me duele un huevo la cabeza, y creo que tengo la pierna rota».
Y yo: «¿Puedo hacer algo por ti?». Porque la condesa me había dado órdenes de conseguir información y ofrecer ayuda.
Y me dice: «Si pudieras cuidar de Chet... Está en la escalera. Tendrá hambre».
Y yo: «Hecho».
Y entonces se quitó la máscara de oxígeno y me hizo una seña para que me inclinara para poder susurrarme algo al oído, y yo voy y digo: «Sí, papá», por los de la ambulancia, que estaban mirando.
Y me susurra: «Antes de que se me lleven, ¿podría verte las tetas?».
Así que le di una patada en las costillas. Los de emergencias se cabrearon y todo ese rollo y me dijeron que me largara, pero son unos exagerados, porque llevaba puestas mis Converse All Star rojas, que no hacen ni un moratón.
Así que lo metieron en la ambulancia y justo cuando estaban cerrando las puertas sacó una mano como si fuera un ahogado que intentara aferrarse a su última chispa de vida antes de verse arrastrado por las negras olas de la muerte... Así que le enseñé las tetas en un santiamén: me subí rápidamente el sujetador y la camiseta, porque creo que no hacemos lo suficiente para ayudar a los sin techo, y quería que muriera feliz. Y además mis tetas son muy pequeñas y no me lo piden a menudo.
Así que saqué a Chet de la escalera del loft y lo llevaba en brazos estilo bebé cuando vi a los dos polis de antes (esos de los que la condesa dice que les ayudaron a cargarse a Elijah), así que me acerqué al hispano y le dije: «¿Qué pasa, poli?».
Y él: «Tienes que irte a casa, tú no pintas nada aquí a estas horas, deberíamos llevarte a jefatura y llamar a tus padres y blablablá», venga a soltarme amenazas y reproches y dogmas fascistas, y venga a decirme que a ver si te borramos la sonrisa y dejamos de verte esos piños tan bonitos. (Estoy parafraseando. Aunque es verdad que tengo unos piños preciosos porque de pequeña tuve que llevar aparato tres años, y ahora mis dientes son mi rasgo más pasable. Espero que los colmillos me salgan derechos.)
Y el poli grandullón va y me dice: «¿Qué estás haciendo aquí?».
Y yo le contesto: «Vivo aquí, julandrón, ¿y vosotros qué pintáis aquí? ¿No sois de homicidios?».
Y él: «Déjame ver tu documentación, y blablablá», y venga a soltar tacos y cagarse en todo lo que se menea.
Y yo: «Imagino que no tendríais que aguantar toda esta mierda si os hubierais cargado a ese vampiro como Dios manda cuando le robasteis su colección de arte».
Y de pronto el hispano y su compañero, el maricón grandote, empiezan: «¿Cóooomo...?».
Y yo: «Lo digo para que sepamos a qué atenernos. ¿Cuánto tiempo vais a estar aquí, capullos?».
Y ellos: «Solo media hora o un poco más, señorita. Tenemos que interrogar a unos testigos y luego ir a limpiarnos los calzoncillos cuando acabemos de cagarnos del todo. ¿Necesita que la llevemos a alguna parte?». (Otra vez estoy parafraseando.)
Total, que me fui mientras todavía estaban pasmados, dejé a Chet en el loft nuevo como si la casa fuera mía y luego rodeé corriendo la manzana para informar a la condesa y a Flood. Jared me miraba como si estuviera hipnotizado o algo así. Y yo le dije: «Hola, Boo», para que se diera cuenta de que se estaba portando como un retra-sado, y se espabiló de golpe. (Lily, Jared y yo hemos visto Matara un ruiseñor en DVD como seis veces y nuestra parte favorita es cuando Scout ve a Boo Radley detrás de la puerta y le dice: «Hola, Boo». Es como agradecer al universo que te mande un retrasado bonachón para sacarte de apuros, que es como me siento muchas veces con Jared.) Así que voy y digo: «Invitadme a un café». Y la condesa y Flood se miran y sacuden la cabeza. No tenían pasta.
Y yo: «Sois unos putos inútiles. Tenéis dinero a montones y salís sin un pavo. Ya no sois mis Señores Oscuros». No lo decía en serio, pero estaba estresada y empezaba a dolerme la cabeza por falta de cafeína. Pero Jared va y me dice «Hola, Boo» con un billete de diez dólares en la mano. Y yo hice como que me encontraba un enganchón en las medias de rejilla para que todo el mundo dejara de mirarme.
La condesa dijo que conocía un restaurante chino cerca de la calle Freemont que en Navidad abría toda la noche y que podíamos esperar allí hasta que se largara la pasma.
Jared y yo pedimos café y una ración de patatas fritas (que, dicho sea de paso, en un restaurante chino saben un poco a gambas). Y Flood y la condesa nos miraban muy tristes. Así que les dije: «¿Qué pasa?». Y la condesa: «Nada».
Pero yo sabía que pasaba algo, porque yo hago lo mismo: siempre digo que nada cuando me pasa algo. Y veo que la condesa sigue con los ojos la taza de Jared mientras Jared se bebe su café y digo: «Coño, condesa, haberlo dicho». Y le saqué a Jared el puñal de la bota, lo cogí de la mano y le pinché en el pulgar.