Read Cinco horas con Mario Online

Authors: Miguel Delibes

Tags: #Drama

Cinco horas con Mario (3 page)

BOOK: Cinco horas con Mario
9.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Carmen se incorpora de golpe, tan violentamente que Valentina se asusta:

—Ahora sí que han llamado, no digas que no, Valen, lo he oído perfectamente.

—Bueno, mujer, ten calma. Será Vicente. Enseguida te vamos a dejar sola. No te alteres.

Carmen baja las piernas de la cama y al hacerlo se la recogen las faldas, y muestra unas rodillas demasiado redondas y acolchadas. Tantea con los pies sin agacharse y se calza los zapatos. Luego se atusa la cabeza, introduciendo los dedos de ambas manos abiertos entre los cabellos, ahuecándolos. Al concluir, se estira el suéter bajo las axilas, primero del lado izquierdo; luego, del derecho. Menea la cabeza enérgicamente, denegando:

—No tengo pechos de viuda, ¿verdad que no, Valen? —dice desalentada—. No me engañes.

Del recibidor llega un murmullo amortiguado de voces varoniles. Valentina se pone de pie:

—Mujer, no seas pesada —se vuelve hacia la mesilla de noche, hacia el libro y el tubo de Nasopit y el frasco de Sedanil y añade—: ¿Puedes decirme qué significa esta farmacia?

Carmen sonríe evasivamente:

—Mario. Ya le conocías —dice—. Muy bueno pero lleno de complejos. Si no se tomaba una píldora y se embadurnaba las narices, como yo digo, una y otra vez, no se dormía. Manías. Con decirte, que no te lo querrás creer, que una noche se levantó a las tres de la madrugada a buscar una farmacia de guardia, está dicho todo.

Valentina alza de golpe la cabeza con lo que la ráfaga albina de su cabello destella un momento como una estrella fugaz. Sonríe a su vez:

—Pobre —dice—. Mario era un hombre de lo más original.

Carmen se ha incorporado y se observa en el espejo. Se tira por dos veces, con rabia, del suéter bajo las axilas, primero del lado izquierdo; luego, del derecho:

—Estoy hecha una facha —murmura—. Con sujetador negro y con sujetador blanco estos pechos míos no son luto ni cosa que se le parezca. Valentina no la escucha. Ha tomado el libro de la mesilla de noche y lo está hojeando:

—La Biblia —dice—. No me digas que también Mario leía la Biblia —reinicia su sonrisa y lee en voz alta—: “Marchad con paso firme por el recto camino: a fin de que alguno por andar claudicando en la fe no se descamine de ella, sino antes bien se corrija”.

Carmen la observa con la cabeza gacha, como si asistiese a una inspección humillante. De vez en cuando, en un movimiento mecánico, se estira con los dedos el jersey negro por debajo de los pechos. Cuando habla, lo hace como excusándose:

—Él decía que la Biblia le fecundaba y le serenaba.

Valentina lanza una risita:

—¿Eso decía? ¡Qué divertido! Fecundarle, nunca oí una cosa tan graciosa, Menchu, te lo prometo. ¿Y los subrayados?

Carmen carraspea; se siente cada vez más empequeñecida. Agrega:

—Manías. Mario leía sobre leído, sólo lo señalado, ¿comprendes? Yo ahora —se la ablandan los ojos pero, paradójicamente, su voz se va afirmando—, cogeré el libro y será como volver a estar con él. Son sus últimas horas, ¿te das cuenta?

Valentina cierra el libro de golpe y se lo entrega a Carmen. El murmullo de voces crece en el vestíbulo. De improviso, cesa y, tras unos segundos de silencio, se oyen unos discretos golpecitos en la puerta de la habitación.

—Ya va —dice Carmen. E, instintivamente, se estira el suéter bajo los sobacos.

Se oye la voz de Mario:

—Es Vicente.

—Voy —dice Valentina—. Ya voy. Se aproxima a Carmen y la toma por la cintura: —¿De veras, bobina, que no quieres que me quede contigo?

—De veras, Valen, prefiero estar sola, si no te lo diría igual, ya me conoces.

Valentina se inclina, y ambas cruzan las cabezas, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho y besan con indolencia al aire, a la nada, de forma que una y otra sientan los estallidos de los besos pero no su calor.

En el pequeño vestíbulo, Vicente espera con el gabán puesto. Mario está a su lado, enfundado en su suéter azul. Carmen ayuda a Valentina a ponerse el abrigo y, luego, entre las dos, buscan la cartera a juego. Vuelven a cruzar las cabezas y a besar al aire, al vacío. “Adiós, mona, mañana a primera hora estaré aquí. ¿De veras que no quieres que me quede contigo?” “De veras, Valen, gracias por todo —se vuelve a Vicente—: ¿Y Encarna?”

Vicente carraspea. Los duelos no son su elemento. Se encuentra desplazado:

—Se durmió —dice—. Al fin terminó por dormirse. Luis dice que no despertará hasta mañana. Estaba imposible. Nunca he visto una cosa igual.

Mario mira a uno y a otra como si hablaran un idioma extraño y la traducción le resultase demasiado penosa. Al darle la mano, Valentina dice:

—Tienes cara de cansancio, Mario. Debes acostarte.

Mario no responde. Lo hace Carmen por él:

—Ahora se acostará —dice—. Ya están todos acostados.

—¿Y papá?

—Yo voy a quedarme con él.

Al fin marchan Valentina y Vicente y durante un buen rato se oyen los cautos tacones de Valentina descendiendo las escaleras y el adormecedor murmullo de la voz de Vicente. Carmen se encara con su hijo y le muestra el libro:

—Mario —dice—, acuéstate, te lo suplico. Quiero quedarme a solas con tu padre. Es la última vez.

Mario vacila:

—Como quieras —dice—, pero si necesitas algo, avísame; yo no podré dormirme.

Espontáneamente se inclina y besa francamente la mejilla derecha de Carmen. Ella siente una tibia, súbita humedad en los vértices de los ojos. Levanta los brazos y durante unos segundos le oprime contra sí. Al cabo dice:

—Hasta mañana, Mario.

Mario se va pasillo adelante. Tiene unos andares extraños, entre cansinos y atléticos, como si le costase dominar su propia fuerza. Carmen se vuelve y entra en el despacho. Vacía los ceniceros en la papelera y la saca al pasillo. Con todo, huele a colillas allí, pero no la importa. Cierra la puerta y se sienta en la descalzadora. Ha apagado todas las luces menos la lámpara de pie que inunda de luz el libro que ella acaba de abrir sobre su regazo y cuyo radio alcanza hasta los pies del cadáver.

I

Casa y hacienda, herencia son de los padres, pero una mujer prudente es don de Yavé
y en lo que a ti concierne, cariño, supongo que estarás satisfecho, que motivos no te faltan, que aquí, para inter nos, la vida no te ha tratado tan mal, tú dirás, una mujer sólo para ti, de no mal ver, que con cuatro pesetas ha hecho milagros, no se encuentra a la vuelta de la esquina, desengáñate. Y ahora que empiezan las complicaciones, zas, adiós muy buenas, como la primera noche, ¿recuerdas?, te vas y me dejas sola tirando del carro. Y no es que me queje, entiéndelo bien, que peor están otras, mira Transi, imagínate con tres criaturas, pero me da rabia, la verdad, que te vayas sin reparar en mis desvelos, sin una palabra de agradecimiento, como si todo esto fuese normal y corriente. Los hombres una vez que os echan las bendiciones a descansar, un seguro de fidelidad, como yo digo, claro que eso para vosotros no rige, os largáis de parranda cuando os apetece y sanseacabó, que las mujeres, de sobras lo sabes, somos unas románticas y unas tontas. Y no es que yo vaya a decir ahora que tú hayas sido una cabeza loca, cariño, sólo faltaría, que no quiero ser injusta, pero tampoco pondría una mano en el fuego, ya ves. ¿Desconfianza? Llámalo como quieras, pero lo cierto es que los que presumís de justos sois de cuidado, que el año de la playa bien se te iban las vistillas, querido, que yo recuerdo la pobre mamá que en paz descanse, con aquel ojo clínico que se gastaba, que yo no he visto cosa igual, el mejor hombre debería estar atado, a ver. Mira Encarna, tu cuñada es, ya lo sé, pero desde que murió Elviro ella andaba tras de ti, eso no hay quien me lo saque de la cabeza. Encarna tiene unas ideas muy particulares sobre los deberes de los demás, cariño, y ella se piensa que el hermano menor está obligado a ocupar el puesto del hermano mayor y cosas por el estilo, que aquí, sin que salga de entre nosotros, te diré que, de novios, cada vez que íbamos al cine y la oía cuchichear contigo en la penumbra me llevaban los demonios. Y tú, dale, que era tu cuñada, valiente novedad, a ver quién lo niega, que tú siempre sales por peteneras, con tal de justificar lo injustificable, que para todos encontrabas disculpas menos para mí, ésta es la derecha. Y no es que yo diga o deje de decir, cariño, pero unas veces por fas y otras por nefás, todavía estás por contarme lo que ocurrió entre Encarna y tú el día que ganaste las oposiciones, que a saber qué pito tocaba ella en ese pleito, que en tu carta, bien sobrio, hijo, “Encarna asistió a la votación y luego celebramos juntos el éxito”. Pero hay muchas maneras de celebrar, me parece a mí, y tú, que en Fuima, tomando unas cervezas y unas gambas, ya, como si una fuese tonta, como si no conociera a Encarna, menudo torbellino, hijo. ¿Pero es que crees que se me ha olvidado, adoquín, cómo se te arrimaba en el cine estando yo delante? Sí, ya lo sé, éramos solteros entonces, estaría bueno, pero, si mal no recuerdo, llevábamos hablando más de dos años y unas relaciones así son respetables para cualquier mujer, Mario, menos para ella, que, te digo mi verdad, me sacaba de quicio con sus zalemas y sus pamplinas. ¿Crees tú, que, conociéndola, estando tú y ella mano a mano, me voy a tragar que Encarna se conformase con una cerveza y unas gambas? Y no es eso lo que peor llevo, fíjate, que, al fin y al cabo de barro somos, lo que más me duele es tu reserva, “no desconfíes”, “Encarna es una buena chica que está aturdida por su desgracia”, ya ves, como si una se chupase el dedo, que a lo mejor a otra menos avisada se la das, pero lo que es a mí… Tú viste la escenita de ayer, cariño, ¡qué bochorno!, no irás a decirme que es la reacción normal de una cuñada, que llamó la atención, y yo achicada, a ver, que hasta parecía una mujer sin sentimientos, yo que sé, y Vicente Rojo “sacadla de aquí, está muy afectada”, que me puso frita, te lo confieso. Con la mano en el corazón, Mario, ¿es que venía eso a cuento? ¡Si parecía ella la viuda! Me apuesto lo que quieras a que cuando lo de Elviro no llegó a esos extremos, que a saber qué hubiera tenido que hacer yo. Es lo mismo que cuando murió tu padre, Mario, que de siempre lo dije, el caso es ponerme en evidencia, que me dejó en mal lugar, no lo discutas. Para serte sincera, nunca me gustó Encarna, Mario, ni Encarna ni las mujeres de su pelaje, claro que para ti hasta las mujeres de la vida merecen compasión, que yo no sé dónde vamos a llegar, “nadie lo es por gusto; víctimas de la sociedad”, me río yo, que los hombres puestos a disculpar resultáis imposibles, porque lo que yo digo, ¿por qué no trabajan? ¿Por qué no se ponen a servir como Dios manda? Que el servicio desaparece no es ninguna novedad, Mario, cariño, y aunque tú salgas con que es buena señal, que buen pelo hemos echado con tus teorías, lo cierto es que cada vez hay más vicio y, hoy en día, hasta las criadas quieren ser señoritas, para que te enteres, que la que no fuma, se pinta las uñas o se pone pantalones, yo qué sé. ¿Crees tú que esto es formalidad? Estas mujeres están destrozando la vida de familia, Mario, así como suena, que yo recuerdo en casa, dos criadas y una señorita para cuatro gatos, que aquello era vivir, que cobrarían dos reales, no lo niego, pero, comidas y vestidas, ¿quieres decirme para qué necesitaban más? Pues bueno era papá para eso: “Julia, ya está bien; deja un poco para que lo prueben también en la cocina”. Entonces existía vida de familia, daba tiempo para todo y, cada uno en su clase, todos contentos. Ahora, tú me ves, aperreada todo el día de Dios, si no estoy entre pucheros, lavando bragas, ya se sabe; que una no puede dividirse y por mucha disposición que tenga, con una criada para siete de familia, a duras penas se puede ser señora. Pero de estas cosas los hombres no os dais cuenta, cariño, que el día que os casáis, compráis una esclava, hacéis vuestro negocio, como yo digo, que los hombres, ya se sabe, no tiene vuelta de hoja, siempre los negocios. ¿Que la mujer trabaja como una burra y no saca un minuto ni para respirar? ¡Allá se las componga! Es su obligación, qué bonito, y no es que te reproche nada, querido, pero me duele que en más de veinte años no hayas tenido una palabra de comprensión. Ya lo sé, tampoco has sido lo que se dice un marido exigente, es cierto, pero con no exigir no basta a veces, ya ves tu hermano Elviro, y no es que yo diga que Elviro, fuese un ideal de hombre, ni hablar, pero tu hermano era de otra pasta, dónde va, tenía detalles. ¿Recuerdas el portamonedas que me regaló la tarde que merendamos juntos en junio del 36? Aún le conservo, fíjate, en la cómoda creo que está, con un montón de trastos, me parece. ¡Y cómo se puso Encarna! Menuda, creí que le tragaba, palabra, que luego a los tres meses, cuando Elviro murió, bien que la pesaría. Tú hermano era delicado, Mario, y cualquier otro hombre con más arranques, simplemente con que fuera como tenía que ser, hubiera atado a su mujer más corto. Dios me perdone pero desde que los conocí, tengo entre ceja y ceja que Encarna se la pegaba, fíjate, no sé por qué, era mucho temperamento para él. Y conste que no me gusta hacer juicios temerarios, de sobra lo sabes, aunque luego sí, al enviudar, ella iba por ti, eso no hay quien me lo saque de la cabeza, pero con el mayor descaro, ¿eh? Y así me lo jures en cruz, nunca me llegaré a creer que el día de Fuima se conformase con una cerveza y unas gambas, y no por nada, que ya me conoces, que otra cosa no, pero me horroriza dramatizar. Pero, ¿lo quieres más claro? ¿Tú sabes que Valentina ayer, cuando me llevó a un aparte, me dijo, pero como te lo cuento, me dijo: “tu cuñada ni muerto le deja en paz”? ¿Qué te parece? ¿Es que todavía me vas a decir que son figuraciones mías? Porque por mucho que digas de Valen no me vayas a negar que inteligente lo es un rato largo, que no es hablar por hablar, pues ya lo oyes, “ni muerto le deja en paz”. Claro que, bien mirado, la tonta fui yo, o no tonta, vete a saber, el caso es que una tiene principios y los principios son sagrados, ya se sabe, que te pones a ver y nada como los principios. ¡Anda que si yo hubiera querido! Con cualquiera, Mario, fíjate bien, con cualquiera. Mira Elíseo San Juan, el de la tintorería, sin ir más lejos, no hay vez, sobre todo si salgo con el suéter azul, que no se meta conmigo: “qué buena estás, qué buena estás; cada día estás más buena”. Ni a sol ni a sombra, hijo, que es ceguera la de este hombre, que ya lleva años, que no es de hoy, y, como ése, otros que me callo, tonto del higo, que aún estoy para gustar, que no soy ningún vejestorio, qué te has creído. Los hombres todavía me miran por la calle, para que lo sepas, Mario, que vives en la luna, “un tipo vulgar ese San Juan”, me río yo, cuántas no le harían ascos. Lo que pasa es que una tiene principios aunque hoy en día los principios no sirvan más que de estorbo, en particular cuando los demás no los respetan, que ésa es otra. “Un tipo vulgar ese San Juan”, ¿qué te parece? Y luego, a la noche, ni caso, que no he visto hombre más apático, hijo mío, y no es que a mí eso me interese especialmente, que ni frío ni calor, ya me conoces, pero al menos contar conmigo, que los días buenos los desaprovechabas y luego, de repente, zas, el antojo, en los peores días, fíjate, “no seamos mezquinos con Dios”, “no mezclemos las matemáticas en esto”, qué fácil se dice, que luego la que andaba reventada nueve meses, desmayándose por los rincones era yo, que lo que es tú, con tus clases y tus tertulias tenías bastante, a ver, que así cualquiera. Y ¿quieres más? ¿Es que crees que una es de cartón–piedra, que ni siente ni padece? ¿Es que no te dabas cuenta de mi humillación cada vez que estaba gorda y me negabas? Armando hizo muy requetebién, para que te enteres, nada de que es un bárbaro, lo que pasa es que canta las verdades al lucero del alba, qué es eso de ponerte tú al lado de Esther, por muy intelectual que sea, que Armando estuvo aquel día como las propias rosas, ya ves, “que cada cual cargue con sus responsabilidades”. Pero figúrate para mí qué bochorno, todo por puro capricho, porque los días buenos no querías y en los malos, zas, se te antojaba, que eso sí, luego te molestaba hasta mi vientre. ¿Qué culpa tiene una de abultarse así, me lo quieres decir? No, Mario, querido, nada de involuntario, ahora me sales con ésas, te pusiste junto a Esther a ciencia y conciencia, no le demos más vueltas. Es como lo de dormir con los niños, eso, ¿cuántas veces me lo echaste en cara, di? Y ¿qué de particular tiene? ¿No es natural que teniendo tú la primera clase a las once y estando yo bregando desde las nueve, te hicieras cargo del pequeñín? Sí, ya sé que son latosos, qué me vas a decir a mí, imagínate, un trago, pero es una cosa por la que hay que pasar, que los hombres a nada, unos mártires, que me gustaría a mí verte dando a luz, una y no más, Santo Tomás, en cuanto lo probases, a ver, como tu cuñada, que tampoco sabía lo que es eso, ella dice que Elviro, adivina. Pero como no lo sabe tiene que inventarlo y soltar la lengua y malmeterte con que si yo abuso de tu paciencia, mira quién fue a hablar, y que si no sé el marido que tengo, como si yo te llevara a la tumba o poco menos. Encarna tiene más conchas que un galápago, Mario, para qué te voy a decir otra cosa, aunque con vosotros, ya se sabe, cuanto más buena se es, peor, que los hombres sois todos unos egoístas y el día que os echan las bendiciones, un seguro de fidelidad, ya podéis dormir tranquilos. Me gustaría veros con una mujer sin principios, un poco ligera de cascos, ya te digo desde aquí que andaríais con más ojo, lógico, por la cuenta que os tiene, a ver.

BOOK: Cinco horas con Mario
9.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

I Live With You by Carol Emshwiller
Bewitched by Lori Foster
Royal Discipline by Joseph,Annabel
Dawn of a Dark Knight by Zoe Forward
Hard and Fast by Erin McCarthy
Jesse by C. H. Admirand
Undercover Marriage by Terri Reed