Ciudad Zombie (19 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

BOOK: Ciudad Zombie
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—¿Ternera con tomate o agridulce? —preguntó Michael.

Habían encontrado todo un cargamento de estas comidas en el almacén de una tienda pequeña que habían saqueado a principios de la semana. El sabor de la comida era horrible, pero estaba caliente, era fácil de preparar y razonablemente nutritiva.

—No soporto lo agridulce —respondió Emma—, pero es mejor que la ternera con tomate.

El le pasó el recipiente y un tenedor. Aún sorbiéndose las lágrimas, Emma empezó a comer con hambre y sin quejarse más.

—Creo que volverán —comentó Michael entre bocados sin gusto.

—¿Quién? —preguntó Emma.

—Quienquiera que fuera que vi antes —suspiró.

—Otra vez no...

—Tenemos que hablar de eso.

—No hemos hecho nada más que hablar sobre eso. Escucha, lo siento —replicó Emma en voz baja—, estoy cansada. Sé lo importante que es esto, pero...

—¿De verdad?

—Sí, por supuesto.

—¿Te has parado a pensar de dónde podrían ser esas personas o cuántas podría haber? Es posible que esto no esté tan extendido como pensamos. Quizá sólo sea este país el afectado.

Michael dejó de hablar, consciente de que Emma había dejado de lado el tenedor y que lo estaba mirando fijamente.

—No lo hagas —le pidió en voz baja; pasó la mano sobre la mesa y acarició la de él con suavidad—. Por favor, no dejes que tu imaginación se desborde. Hasta que no sepamos nada, mantengamos los pies en el suelo y aceptemos cada día como venga. No quiero empezar a pensar que las cosas van a cambiar sólo para descubrir que estamos de vuelta en el maldito caos y que no ha ocurrido nada. ¿Sabes lo que intento decir?

—No, en realidad no.

Ella suspiró y le volvió a acariciar la mano.

—Por lo que a mí respecta, tú eres todo lo que me queda. Eres en lo único en lo que puedo confiar. Mi familia y mis amigos se han ido. No tengo un hogar y no poseo nada más que lo que hay en esta caravana. Eres lo único que parezco capaz de conservar y no quiero hacer nada que signifique el menor riesgo de perderte.

26

Sunita se había quedado sin cigarrillos. Una cosa era tener que pasar todo el tiempo encerrada en la maldita universidad en la que había estudiado durante los dos últimos años, pero estar ahí atrapada sin cigarrillos era algo totalmente diferente. Abrigada para combatir el frío, metió las manos en los bolsillos y salió sigilosamente por la parte trasera del bloque de alojamientos.

«Hazlo antes de que se vaya totalmente la luz», se dijo a sí misma.

Allí no había cuerpos, y era seguro estar en el exterior. Durante las dos últimas semanas de confinamiento, el grupo había conseguido aislar unas cuantas salidas y bloquear un par de senderos para hacer un poco más accesible el resto del campus. Esta parte de las instalaciones, al encontrarse completamente rodeada de edificios, se había declarado oficialmente «libre de cadáveres». En realidad, pocas personas se molestaban en salir. La mayoría de ellas, Sunita incluida, elegían entre permanecer en sus habitaciones individuales o merodear alrededor de la sala de reuniones, donde siempre tenían a mano a otros supervivientes.

Sunita se sentía incómoda al encontrarse sola en el exterior, pero su ansia de nicotina era demasiado fuerte para pasarla por alto. Una parte de ella se sentía mal por mantener en secreto su suministro personal, a la otra parte le importaba una mierda. Todos los fumadores habían tenido cigarrillos suficientes hasta el momento, y si resultaba imprescindible les explicaría a los demás lo de la máquina. En cualquier caso, sólo se trataba del doctor Croft, de Yvonne y de quizás uno o dos más. No les iba a negar un par de pitillos.

Se acercó al exterior del edificio de la asociación de estudiantes y sintió que se le aflojaban las piernas a causa de la emoción y los nervios repentinos. El contraste entre lo que veía en ese momento y lo que recordaba de antes era muy fuerte. Esta parte del campus siempre había sido un foco de actividad, un centro social lleno de luz, ruido y estudiantes, veinticuatro horas al día, siete días a la semana durante la época de clases. En ese momento estaba frío, silencioso y vacío, como en todas partes. Sunita subió los escalones, abrió con cuidado la reja de metal, que no dejó de chirriar, y desapareció en el interior. Atravesó el vestíbulo grande y de techo alto, pasó de largo el supermercado interior, con sus estanterías expoliadas de todo lo que podía ser útil durante los primeros días del desastre. Siguió por delante de las oficinas de orientación estudiantil; de la papelería y de la sala de fotocopias; de la oficina de la sociedad de gays y lesbianas, donde ejercía de voluntaria de vez en cuando; de la cafetería y entró en el bar. ¡Dios santo, el tiempo (y el dinero) que había malgastado ahí durante los dos últimos años! Era tan diferente, iluminado sólo por la poca luz que se filtraba a través de la puerta por la que acababa de entrar. Miró alrededor del espacio grande y escasamente decorado... La barra en la que se había apoyado en tantas ocasiones; los espejos que decoraban las paredes; los carteles fluorescentes que anunciaban acontecimientos que hacía mucho tiempo que se habían celebrado o que nunca iban a tener lugar; el reservado tranquilo en el rincón más alejado, donde se había sentado por primera vez con Monique aquella noche y habían hablado, hablado y hablado...

Y allí estaba, al fondo del bar. La máquina de cigarrillos. Nathan Holmes y su colega Richard se habían llevado todo el alcohol poco después de llegar a la universidad, pero habían pasado por alto el expendedor. Ella sabía que estaba ahí porque había sido una clienta habitual y había tenido que comprar cigarrillos de madrugada en más de una ocasión. A pesar de todo lo que había ocurrido en las últimas semanas, sus prioridades y su moral habían cambiado, se seguía sintiendo incómoda al abrir el frontal de la máquina con un gran destornillador y sacar un paquete de pitillos. No era robar, se dijo a sí misma, mientras se metía un par de paquetes más en los bolsillos del abrigo para evitar volver durante unos días. De hecho, decidió, como posiblemente era la última estudiante que quedaba, estaba autorizada a hacerlo.

Sunita no podía soportar la idea de regresar con los demás. Había tenido que reunir todo su valor para ir allí, pero una vez lo había hecho, no quería volver de inmediato. En vez de eso se sentó en el reservado de Monique y ella, y recordó el breve período de tiempo que habían pasado juntas. Encendió un cigarrillo, le dio una calada larga y lenta, después expulsó el humo a un ritmo constante e intentó relajarse. Recordó lo mucho que había deseado volver a ver a Monique. Cuando pensaba en lo que seguramente le había ocurrido, se sentía insoportablemente vacía por dentro. Debía parar y salir de esta depresión. No ayudaba en nada. Aún sin ganas de regresar con los demás y encerrarse de nuevo, miró a su alrededor en busca de una distracción.

Detrás de la barra había una puerta que no había visto antes. Bajo la luz mortecina sólo podía ver el contorno y el pomo. Se puso en pie y se acercó a ella, preguntándose si al otro lado podría descubrir una reserva de bebida ignorada hasta entonces o quizás algo de comida. La puerta estaba atrancada. Tiró y empujó muchas veces antes de que se abriera al fin.

Esperó y escuchó. Silencio total. Una única ventana en una pared permitía la entrada en el cuarto de un poco de la luz de última hora de la tarde, y Sunita dio un par de pasos hacia el interior. A su izquierda se encontraba un escritorio con un ordenador sin vida, su teclado enterrado bajo una pila de papeles cubiertos de polvo. Al otro lado de la pequeña habitación había una pila alta de cajas de cartón y de productos de limpieza, a las que se acercó deprisa con la esperanza de encontrar una olvidada botella de cerveza o de vino. Inmediatamente quedó claro que eso sólo eran los restos descartados de la última visita de Nathan Holmes y que no quedaba nada que valiera la pena llevarse. Durante un segundo creyó que acababa de ver una botella de algo (Dios santo, en ese momento se bebería cualquier cosa), y se inclinó para apartar una de las cajas inferiores. Tiró de una solapa de cartón húmeda, que se le quedó en las manos; el impuso hizo que se tambaleara de espaldas hasta el otro lado del cuarto. Tropezó con algo, y cuando bajó la mirada vio que era la palma de una mano vuelta hacia arriba. Chilló de asco y sorpresa, y se alejó de un salto. Pisó el palo de una escoba olvidada y se cayó contra una caja de botellas de cerveza vacías, llenando la habitación de un ruido inesperado.

«No hay nada de qué preocuparse —se dijo, intentando no perder la calma—. Sólo es un cadáver. No es nada de lo que preocuparse...»

Sunita respiró hondo de nuevo, intentando recuperarse. Había conseguido no perder el cigarrillo e inspiró una bocanada más del humo relajante mientras miraba hacia el otro lado del cuarto para ver mejor el cadáver del suelo. No podía ver gran cosa desde donde se encontraba, sólo los dedos extendidos de una mano masculina engarfiada, escasamente visible entre las sombras. ¿Sería alguien que conociera? ¿Sería Sam, el tipo que trabajaba detrás de la barra y que había tenido su habitación a unas pocas puertas de la suya? ¿O sería aquel tío australiano que la solía hacer reír cada vez que entendía mal lo que le pedía...?

De repente pudo oír algo más. ¿Alguno de los otros habría salido a buscarla? Imaginándose que debería empezar a regresar, cerró la puerta (para ofrecer a Sam, el chico australiano o a quienquiera que fuera, un poco de intimidad innecesaria), cogió un par de paquetes de cigarrillos más y el destornillador, y emprendió el camino de regreso.

¿Qué era eso?

Sunita oía un extraño ruido de correteos y rasguños. Se dio la vuelta y vio que el suelo detrás de ella parecía que se estuviera moviendo. Al acercarse la negra oleada de movimiento repentino vio que se trataba de un montón de ratas y cuando los roedores se deslizaron alrededor de ella, gritó e intentó alejarlos a patadas. Con el corazón desbocado, atravesó el vestíbulo a la carrera y se aplastó contra la pared más cercana, contemplando cómo las horribles alimañas desaparecían escaleras abajo, como una breve cascada de piel sarnosa y cubierta de gérmenes.

Pero aún podía oír algo más. Apretó con fuerza el destornillador.

«Si ese jodido Nathan Holmes me ha seguido hasta aquí —decidió—, le voy a meter esta maldita cosa por el culo».

—¿Hay alguien ahí? —gritó, y su voz despertó ecos en el espacio vacío.

Estaba de pie en el centro del vestíbulo cuando una forma oscura avanzó con torpeza hacia ella. Por los movimientos desequilibrados y el sonido de arrastre y succión que emitía, dedujo que era una criatura. Su velocidad le sorprendió y empezó a retroceder. ¿Cómo había podido entrar? La parte delantera del edificio de la asociación era segura, de manera que el no vivo había tenido que encontrar otra forma de entrar. Había otras entradas al otro extremo del edificio, y un pasillo que conectaba el edificio de la asociación con otras partes del campus, pero no se trataba de una ruta directa y los muertos no habían entrado nunca antes por este lado. ¿Cómo había conseguido llegar aquí ese cadáver y, lo que era más importante, por qué? ¿Había entrado por casualidad o...?

Dios santo. Más cuerpos. Muchos más.

Una masa repentina avanzaba hacia ella, moviéndose con una velocidad y determinación inesperadas. Sunita se dio la vuelta y corrió, deteniéndose sólo para cerrar la verja de seguridad que cubría la entrada a la asociación. Forzó el pestillo para que encajara en su lugar, apartando los dedos con rapidez cuando el primero de los cadáveres se precipitó contra el metal. Segundos más tarde había cuerpos que presionaban contra toda la anchura de la barrera, extendiendo los brazos apestados por los huecos del enrejado de metal, intentando alcanzarla. Hacía más de una semana que no había estado tan cerca de ningún cadáver, y el cambio dramático en su comportamiento la estaba aterrorizando. La última vez casi no la habían visto, en ese momento casi parecía que la habían estado buscando. Ya no eran torpes y letárgicos, las criaturas se estaban volviendo cada vez más rápidas y peligrosas.

Sunita corrió de vuelta al bloque de alojamientos, se metió en el interior y se dirigió directamente a su habitación.

27

Cooper se despertó.

No podía recordar que se hubiera quedado dormido. Se acordaba de la pasada noche sentado junto a la ventana, mirando hacia la oscuridad y disfrutando con el ruido de la lluvia golpeando el cristal, pero, aparte de eso, nada. Su pie tropezó en el suelo con la máscara que había tirado, y retazos de lo que había ocurrido le fueron volviendo. Instintivamente se realizó una revisión y tuvo que admitir que se encontraba bien. Seguía respirando y aún tenía pulso. Por lo que veía seguía en forma, sano y vivo. Seguramente la enfermedad ya le habría afectado.

La mañana en el exterior era seca y, a pesar de que el cielo estaba pálido y muy nublado, relativamente brillante. El olor pesado a muerte y descomposición se cernía sobre la ciudad como una densa nube de polución, impregnándolo todo con su horrible hedor. Sin el aparato de respiración, el hedor era insoportable. Aun así, decidió que era preferible al aire procesado y reciclado que se había visto forzado a respirar durante la mayor parte de las últimas dos semanas y media. Se recordó que se encontraba en medio de una gran ciudad que había estado densamente poblada, y que el aire estaría, con toda seguridad, más limpio y respirable en cualquier sitio donde hubiera menos cuerpos. No cabía duda de que habría lugares mejores que ése.

Durante un rato permitió que su mente divagara. Instintivamente pensó de nuevo en el viaje de regreso a la base. Ya había establecido los planes y los preparativos mentales básicos antes de que le asaltara la idea de que, en realidad, no tenía por qué volver. ¿Qué sentido tenía? ¿Qué diferencia podían representar trescientos soldados en el mundo actual? El ejército era tan inútil y caduco como parecía serlo todo lo demás.

Durante un rato, Cooper alternó entre sentirse libre y sentirse obligado a cumplir con su deber. Se quedó mirando el callejón bajo la ventana y contempló cómo una figura harapienta y solitaria iba tropezando de un lado a otro como un borracho, rebotando contra las paredes. ¿Debería hacer algo para intentar ayudar? ¿Realmente podía desaparecer como un egoísta y dejar que todos y todo lo demás se pudriese? Fue la inmensidad de la escala del desastre lo que lo convenció al fin de que no podía hacer nada.

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