Sintiéndose más fuerte y más confiado, Cooper decidió marcharse. No sabía a dónde iba a ir o qué iba a hacer, sólo sabía que no iba a pasar más tiempo encarcelado en ese almacén estrecho y abarrotado. Aún sudaba a mares en su pesado traje (que lo había mantenido caliente durante la noche que acababa de terminar), así que se lo quitó y lo dejó caer al suelo, retirando todo el equipo útil. Sintió frío y el efecto de la caída repentina de la temperatura fue aleccionador. Durante un momento consideró la posibilidad de volver a casa e intentar buscar a sus amigos y su familia. Por mucho que le doliera, sabía que lo mejor era creer que ya los había perdido. Si iba allí y los encontraba, todas las posibilidades apuntaban a que estarían muertos o moribundos, y él no podría hacer nada por ellos. Pero entonces, siguió pensando, él parecía haber sobrevivido al desastre, ¿por qué no les podría haber pasado lo mismo? ¿Y si su inmunidad estaba relacionada con su constitución genética? Le resultaba extraño pensar que su supervivencia hasta esa mañana se debía sólo al resultado de cierta combinación del ADN que le habían transmitido sus padres sin que él fuera consciente de ello.
Con precaución, retiró la estantería metálica que bloqueaba la salida y, con el fusil por delante, abrió la puerta de un suave empujón y se quedó mirando el pasillo. Echó un vistazo a izquierda y derecha y, cuando estuvo seguro de que no había nadie, salió de las sombras. Sus pisadas resonaron muy fuertes en el suelo de linóleo, y muy pronto oyó sonidos apagados en las cercanías. En algún lugar en el edificio algo ya estaba reaccionando a sus movimientos.
Cooper bajó por las escaleras, un escalón cada vez, con cuidado en que cada paso no emitiera el más mínimo sonido. Años de entrenamiento le permitían moverse por el edificio con un sigilo y silencio relativos. Pasó muy cerca de numerosas figuras en descomposición, atrapadas dentro de la oficina, y se quedó completamente en silencio y aplastado contra una pared cuando uno lo rozó al pasar a su lado sin percatarse de su presencia. Al final abrió de un empujón una pesada puerta de vidrio y salió a la calle.
La mañana era nublada y fría, aunque las nubes grises, que antes habían sido muy densas, se estaban empezando a romper, permitiendo que de vez en cuando aparecieran entre ellas manchas de cielo azul. Ver la luz del día y sentir de nuevo el viento en la cara le produjo una sensación estimulante. Salir el día anterior del búnker había estado bien, pero eso era mil veces mejor. Por primera vez en semanas era libre. Cooper casi volvía a sentirse humano.
Se volvió hacia el corazón de la ciudad y siguió su camino en la misma dirección en la que había corrido el día anterior. Otra criatura apática y harapienta se acercaba hacia él de una forma extraña, con el rostro y los rasgos difuminados por la brillante luz del sol otoñal, que de repente bañaba la calle. Cooper reflexionó durante un momento y consideró sus opciones, sin estar seguro de cómo debía reaccionar. ¿Debía atacarla antes de que le atacase? La patética criatura parecía tan débil y cansada que no podía imaginarse que pudiera suponer una verdadera amenaza para él. Mantuvo en alto la guardia, se quedó quieto y la observó con atención mientras la criatura se acercaba cada vez más. Permaneció anclado en el sitio, oculto entre las sombras, moviendo sólo los ojos. El cuerpo pasó tambaleándose, aparentemente ajeno a su presencia. El sol desapareció detrás de otra nube cuando la lastimosa criatura se encontraba a su altura. A pesar de la repentina penumbra aún era capaz de ver claramente el alcance de su deterioro. La piel descolorida parecía que había sido estirada sobre el cráneo en algunos puntos, pero en otros estaba suelta y colgaba. En una de las mejillas se veía un agujero profundo y oscuro, que, se dio cuenta Cooper, no parecía haber sangrado.
En cuanto estuvo libre el camino, Cooper reemprendió la marcha. Siguió un tramo de calle larga y ligeramente curvada, y al final se encontró ante la escalinata de acceso a una gran plaza pública. Había estado por última vez en la ciudad durante un cálido día de verano hacía un par de años, pero no había tenido para nada ese aspecto. La plaza rodeada de gradas había sido un lugar de reunión muy popular y un hito urbano muy conocido. Recordaba que se había sentado con sus amigos en la terraza de un bar mientras estaba de permiso, bebiendo, riendo y perdiendo el tiempo. Ese día, el bar estaba en silencio y parecía una tumba, con las ventanas oscurecidas por una capa de polvo y suciedad. Recordaba a niños jugando alrededor de una fuente grande y moderna en lo más alto de la plaza, de la que caía el agua en cascadas por una serie de peldaños, para desembocar en un estanque grande, circular y poco profundo. Esos mismos peldaños estaban secos, y la cascada y la fuente envueltas en un silencio inquietante. La última vez que había estado allí el agua era transparente y brillante; en ese momento, los sedimentos que quedaban estaban estancados y eran de un color gris verdoso. Había un cuerpo hinchado flotando boca abajo en la parte más profunda del estanque.
Se dio cuenta de que había numerosas criaturas en los alrededores e inició de nuevo la marcha. Parecía que siempre que igualara su velocidad cansina y no se acercase demasiado, no llamaba la atención sobre sí mismo. Esa gente estaba catatónica: de alguna manera se seguían moviendo, pero no pensaban ni reaccionaban ante nada que no fueran los estímulos más obvios. De vez en cuando, las palomas se posaban en la plaza con un revuelo repentino e inesperado de aleteo y ruido. La llegada de los pájaros provocó que los cuerpos se volviesen de una forma extraña, se tambaleasen y arrastrasen los pies inútilmente en dirección a las aves, pero sólo conseguían avanzar sólo un par de pasos antes de que las palomas volvieran a desaparecer. Podría haber sido cómico, si no fuera tremendamente aterrador.
Cooper se empezó a sentir extrañamente invencible. Su aparente inmunidad ante la enfermedad, el virus o lo que fuera, parecía colocarlo por encima de cualquier otra persona que hubiera visto hasta el momento, y su fuerza y velocidad reforzaban esta ventaja. Había permitido que estos pensamientos le distrajeran peligrosamente; tropezó con uno de los grandes escalones de hormigón y dejó caer el fusil, que aterrizó en las piedras del pavimento con un fuerte repiqueteo que rompió el silencio.
—Mierda —maldijo mientras se inclinaba para recoger el arma.
Antes incluso de levantar la cabeza fue consciente de que lo rodeaban. Emergiendo de las sombras desde todas las direcciones aparecían hordas de criaturas putrefactas y demacradas. Durante un segundo, Cooper se quedó quieto y miró a su alrededor, incrédulo ante la cantidad de cuerpos que de repente se arremolinaban en los bordes de la plaza y se acercaban a trompicones. Parecía que había menos cuerpos a su derecha, de manera que corrió hacia allí abriéndose paso con brutalidad entre los más cercanos. Miró por encima del hombro y vio que le perseguían cada vez más de esas malditas cosas. La velocidad no era un problema, pero sí su gran número y su determinación, aparentemente inquebrantable. Luchó por contener el ataque de pánico que le iba invadiendo, mientras apartaba a otro puñado de cadáveres. Corrió por instinto, aunque sabía que sus rápidos movimientos no le ayudarían a esconderse. Había edificios a ambos lados, pero la aparición de más cuerpos le impedía acceder a ellos con facilidad. Desesperado, abrió la puerta de una cabina de teléfonos y se metió dentro. Apartando las manos putrefactas que intentaban alcanzarle, cerró la puerta y se dejó caer al suelo. Con la espalda aplastada contra uno de los laterales de la cabina y los pies fuertemente apoyados contra la puerta para evitar que se abriese, levantó la mirada y contempló con disgusto cómo los no vivos se precipitaban contra el pequeño cubículo de vidrio. En unos segundos se encontró en una oscuridad casi total, la luz exterior bloqueada por la masa de carne en descomposición que se apretaba contra todos los lados de la cabina telefónica. Cooper dejó caer la cabeza, cerró los ojos y se tapó las orejas.
Michael se despertó sobresaltado.
—Escucha.
Aún medio dormida, Emma se incorporó sobre el codo.
—¿Qué?
—Escucha —repitió. En la distancia y desapareciendo con rapidez se oía el sonido de un motor—. Lo mismo que ayer —comentó Michael, mientras saltaba de la cama e intentaba encontrar los pantalones, la chaqueta y las botas en la penumbra para vestirse—. Voy a salir para ver adonde van.
—¿Por qué?
—Una pregunta de lo más estúpida —le replicó con brusquedad—. Sabes por qué. Son supervivientes. Esa gente podría...
—Esa gente se está yendo —le explicó Emma, con la voz aún cansada y espesa por el sueño—. Ahora no tiene sentido salir corriendo detrás de ellos. Todo lo que conseguirás es ver cómo desaparecen.
—Eso es mejor que quedarse aquí sentado.
—¿Por qué no esperar? Ayer regresaron, ¿o no? Seguramente también volverán hoy.
—No necesariamente —respondió Michael, mientras se subía los pantalones y se ajustaba el cinturón.
—No, no necesariamente, pero es probable.
—Sí, pero...
—¿Pero qué?
Michael dejó de hacer lo que tenía entre manos. Desalentado, lanzó la chaqueta sobre la cama delante de ella y se sentó al lado de sus pies. Sabía que Emma tenía razón. En el tiempo que le había llevado ponerse los téjanos y los calcetines, el ruido exterior ya había desaparecido.
—Ven aquí —le dijo Emma en voz baja.
Veía que Michael estaba tratando de mantener el tipo. A pesar de lo fuerte, resistente y valiente que intentaban ser ambos el uno para el otro, cada vez resultaba más difícil pasar los días. La falta de noticias, orientación y propósito los estaba matando lentamente, y ésa era la razón por la que Michael había reaccionado ante el sonido del motor de la forma que lo había hecho. Hasta la última fibra de su cuerpo quería creer que los supervivientes que habían oído traerían consigo el fin de la deprimente y despiadada pesadilla en que se habían convertido sus vidas.
Michael se tendió en la cama al lado de Emma y descansó la cabeza en la almohada muy cerca de la de ella. Emma se volvió de lado y se quedó mirándole con atención. El contemplaba el techo de la autocaravana, excitado por el sonido que había oído, pero a la vez frustrado porque no estaba más cerca de descubrir quiénes eran esas personas y de dónde procedían. Sabía que probablemente no tardaría mucho en obtener las respuestas a sus preguntas, pero lo quería saber ya.
Emma lo abrazó y lo atrajo hacia sí. El pudo sentir su aliento a un lado de la cara. Eso lo relajó. Por un momento hizo que se desvaneciera la importancia de lo que estaba ocurriendo en el exterior.
—Sabes que volverán —le susurró de nuevo, insuflando en su voz una fe y una convicción reales. Michael sabía que probablemente tenía razón—. Estoy segura. Sólo debes tener un poco de fe. Es demasiada coincidencia que los oigamos dos días pasar a toda velocidad. Deben de tener su base por los alrededores.
—Lo sé —admitió él.
—Deberíamos mover la caravana. Colocarla en algún punto desde el que pudiéramos vigilar el camino.
Michael asintió.
—Supongo.
—Mira, eso es lo que vamos a hacer —propuso Emma con suavidad, intentando que Michael siguiera centrado y positivo—. Atravesaremos las colinas hasta que encontremos un sitio en el que tengamos una visión clara del camino y esperaremos allí. Nos podemos sentar en la parte delantera y vigilar, y en cuanto los veamos, los seguimos hasta donde tengan su lugar de origen.
Sus palabras, bien seleccionadas, aunque pronunciadas más por deber que por una convicción genuina, fueron bien recibidas. Michael sabía que tenía suerte de tener a Emma. La miró, alzó la mano y le apartó un mechón del cabello que le había caído sobre la cara. Ella sonrió y se acercó aún más a él, de manera que sus rostros casi se tocaban. El la besó con suavidad en la mejilla y después la volvió a besar antes de echarse ligeramente hacia atrás y mirarla a los ojos. Por mucho que ambos ansiasen la calidez, la comodidad, la protección y tantas otras cosas, estar seguros y tan cerca el uno junto al otro era suficiente por el momento.
Agotado por el esfuerzo mental de moverse en silencio a través de la devastada ciudad y evitar a los cuerpos putrefactos, Cooper seguía adelante a rastras. A pesar de su entrenamiento para trabajar en entornos hostiles, le resultaba cada vez más difícil seguir avanzando. Cada paso requería un esfuerzo de concentración más grande de lo que cabía esperar. Cada vez que volvía la cabeza veía algo más que le horrorizaba, repelía, disgustaba o aterrorizaba. Las calles grises estaban cubiertas con los restos de cuerpos rotos y en descomposición: los restos de miles de víctimas inocentes y desprevenidas de la plaga. Si entrecerraba los ojos e intentaba no pensar en los cuerpos repugnantes y tambaleantes que vagaban sin rumbo a su alrededor, entonces tenía la sensación de que estaba paseando por una extraña foto fija. Era como si el mundo se hubiera quedado congelado en un instante del tiempo, y que cada parte padeciera la muerte más lenta y dolorosa imaginable. No podía ver nada bueno a su alrededor, nada positivo. Muerte, descomposición y destrucción imperaban allá donde mirase.
Había alcanzado el cinturón de circunvalación que rodeaba el perímetro del centro de la ciudad. Su geografía local y el conocimiento de la zona eran buenos, pero distaban mucho de ser completos. Miraba esperanzado cada señal de tráfico cuando pasaba a su lado, intentando encontrar el nombre de un suburbio o de un pueblo cercano que pudiera reconocer, o que al menos le recordase a algo. Para él tenía sentido dirigirse hacia algún punto más allá del extrarradio de la ciudad, a algún sitio en el que los edificios se extendieran sobre una zona más amplia en lugar de apelotonarse, como ocurría en los distritos del centro. Tenía mucho tiempo para pensar sobre lo que iba a hacer, pero las distracciones constantes a su alrededor habían evitado que llegase a algo que se pudiera parecer a un plan de acción coherente. Todo lo que realmente quería era encontrar algún lugar relativamente seguro y cómodo donde poder descansar durante unos cuantos días, y hacerse a la idea de todo lo que había ocurrido. No esperaba ser capaz de dar sentido a nada de ello, pero para conservar la cordura necesitaba una oportunidad para respirar hondo y al menos intentar comprender por qué de repente se había convertido en el último hombre vivo.
A la izquierda de Cooper, mientras caminaba lentamente por el centro del cinturón de circunvalación, se encontraba el centro de la ciudad propiamente dicho y, justo delante y hacia la derecha, los primeros edificios del complejo del hospital y la universidad. La carretera emprendía una suave pendiente y giraba ligeramente hacia la izquierda, y al seguirla se dio cuenta de algo extraño y, al principio, inexplicable, que hizo que se le helase la sangre. Por delante, a unos cuatrocientos metros según sus estimaciones, se encontraba una inmensa multitud de cuerpos, con una apariencia que no había visto antes. El instinto le urgía a darse la vuelta y alejarse en la dirección opuesta, pero no se atrevió a realizar ningún movimiento.