—Tuvimos un agradable visitante esta mañana, señora —dijo Jack, sirviéndole sopa—. Era el capitán del
Éclair
. Estaba ansioso por conocer la fragata porque su padre había estado de servicio en ella en 1799, el año en que participó en la famosa batalla en Puerto Cabello. Bueno, digo famosa… ¿Quiere un poco de jerez, señora? Es un vino inofensivo. Digo famosa porque se habló mucho de ella en la Armada, pero supongo que usted no habrá oído hablar de Puerto Cabello ni de la
Hermione
en tierra.
—Creo que no, señor, aunque las batallas navales me han fascinado desde que era una niña. Por favor, cuénteme lo que pasó en Puerto Cabello. Saber cómo fue una batalla naval de primera mano sería interesantísimo.
—Por desgracia, yo no estaba allí. ¡Cuánto lo lamento! Fui guardiamarina de la
Surpriseuna
vez, pero eso fue muchos años antes. Sin embargo, puedo hacer un escueto relato de los hechos. Señor Martin, la botella está a su lado, señor. Bueno, la
Hermione
estaba en manos de los españoles, que en esa época eran nuestros enemigos y aliados de los franceses… No le contaré por qué la tenían ya que eso no es relevante en este caso, pero allí estaba, en Puerto Cabello, en la costa norte de Suramérica, amarrada por la proa y la popa a la entrada del puerto, entre dos potentes baterías, con las vergas colocadas, las velas envergadas y todo listo para zarpar. El capitán Hamilton, Edward Hamilton, no su hermano Charles, estaba entonces al mando de la
Surprise
y se acercó al puerto para ver la
Hermione
, una fragata de treinta y dos cañones con 365 hombres a bordo. La
Surprise
tenía veintiocho cañones y 197 hombres, entre marineros y grumetes, pero el capitán decidió sacar la
Hermione
de allí y los tripulantes estuvieron de acuerdo. Sólo cabían 103 en sus seis lanchas, así que elaboró con cuidado un plan de ataque y se lo explicó a sus hombres tan claramente como pudo. Más o menos una hora después de ponerse el sol, todos vestidos de azul, sin llevar nada blanco en ninguna parte, zarparon organizados en dos brigadas. El capitán iba en la pinaza con el condestable, un guardiamarina y dieciséis marineros; el primer teniente, en la lancha… ¿Quién fue el primero en llegar a Puerto Cabello, capitán Pullings?
—Frederick Wilson, señor. Y el primer guardiamarina fue Robin Clerk, que ahora es capitán de la
Arethusa.
—¡Ah, sí! Y después iban otro guardiamarina, el carpintero y ocho marineros en el chinchorro. La siguiente brigada estaba formada por el cirujano, el padre de nuestro amigo M'Mullen, que estaba al mando del esquife y dieciséis marineros… pero no debo dar tantos detalles. En total eran seis embarcaciones, incluyendo los dos cúteres. Las embarcaciones de las dos brigadas avanzaron en fila, amarradas con un cabo unas a otras, cada una con una tarea diferente. Los hombres del chinchorro, por ejemplo, abordarían la fragata por la aleta de estribor para cortar la amarra de popa y dos de ellos subirían a lo alto de la jarcia para largar la sobremesana. La noche era oscura, el mar estaba tranquilo y soplaba el terral. Todo fue bien hasta que llegaron a una milla de distancia de la
Hermione
, pues entonces les vieron los tripulantes de dos cañoneras españolas que estaban patrullando. Hamilton dijo: «¡Malditas sean!». Entonces cortó el cabo, dio tres vivas y avanzó directamente hacia la fragata confiando en que todos le seguirían. Sin embargo, algunos estaban deseosos de matar españoles y fueron al encuentro de las despreciables cañoneras, de modo que el capitán Hamilton y sus hombres estaban prácticamente solos cuando abordaron la fragata por la amura de estribor y avanzaron hasta el castillo. Había un ruido terrible y comprendieron con asombro que los españoles estaban en sus puestos de combate en la cubierta inferior y disparaban con los cañones a un enemigo imaginario que aún no había llegado. Así que los tripulantes de la
Surprise
avanzaron por el pasamano hasta el alcázar, donde encontraron fuerte resistencia. El doctor y los tripulantes del esquife ya habían abordado la fragata por la amura de babor, pero olvidaron que debían reunirse con sus compañeros en el alcázar y atacaron a los españoles que estaban en el pasamano y les hirieron gravemente. Debido a eso, Hamilton se quedó solo en el alcázar y cuatro españoles le derribaron. Por suerte, algunos tripulantes de la
Surprise
corrieron a la popa y le rescataron, y un momento después los infantes de marina abordaron la fragata por el portalón de babor, formaron, dispararon una andanada a través de la escotilla de popa y luego calaron las bayonetas. Pero había gran cantidad de españoles a bordo y las fuerzas estuvieron igualadas hasta que los tripulantes de la
Surprise
lograron cortar la cadena del anclote. Después largaron el velacho y con las lanchas remolcaron la
Hermione
hasta alta mar. Naturalmente, las baterías dispararon a la fragata mientras estuvo a su alcance, pero sólo derribaron el cangrejo y parte de la jarcia. A las dos de la madrugada ya estaba fuera de su alcance y todos los prisioneros estaban a salvo. En esa batalla ningún tripulante de la
Surprise
murió y sólo doce resultaron heridos, pero el pobre condestable, a quien conocía bien, fue herido de gravedad cuando llevaba el timón de la
Hermione
y la conducía a alta mar. De los 365 españoles murieron 119 y 97 resultaron heridos. El capitán Hamilton fue nombrado caballero y desde entonces a la
Surprise
casi siempre le han permitido llevar un tercer teniente, una concesión hecha no por mandato oficial sino por costumbre.
—¡Oh, señor, ésa fue una gran victoria! —exclamó la señora Oakes, juntando las manos.
—En efecto, lo fue, señora —dijo Jack—. Permítame cortarle un pedacito de morro encurtido. Señor Martin, la botella está a su lado, señor. Pero en cierto modo es aún más admirable una batalla en movimiento, cuando las embarcaciones avanzan con rapidez por el Canal entre aguas turbulentas, con casi todas las velas aferradas, la costa a sotavento a tiro de pistola, las fuerzas casi igualadas y rodeadas de tantos fogonazos como en la noche de Guy Fawkes. Señor Davidge, ¿cree que podría contar lo que hicieron la
Amethyst
yla
Thétis
en 1808? ¡Dios mío, esa fue una gran batalla!
—Sí, por favor, señor Davidge —rogó la señora Oakes—, Nada me agradaría más.
—Bebamos juntos una copa de vino mientras se acuerda, señor Davidge —dijo Jack al mismo tiempo que llenaba la copa de la señora Oakes.
—Bueno, señora —dijo Davidge, secándose la boca—, en el otoño de ese año, una tarde que estábamos cerca de la costa de Bretaña, con el viento por el estenoreste, un viento que permitía llevar las juanetes desplegadas, avistamos un barco. Resultó ser una potente fragata que se había escabullido de Lorient y navegaba con rumbo suroeste. Enseguida empezamos a perseguirla…
Se sucedieron unas historias tras otras, cada una ampliada con detalles, nombres e historias de algunos oficiales contadas por los demás comensales, y además, acompañadas por un murmullo general, pero nunca apartándose del tema central. Y durante ese tiempo Jack, fiel a la tradición naval, llenaba y rellenaba de vino las copas de sus invitados. Cuando miró hacia el extremo de la mesa para preguntar a Pullings quién había sido el primero en capturar el
Éclair
, la joven dijo muy bajo:
—Señor Reade, soy una ignorante, y como nunca he comido con oficiales de la Armada real, no sé si las damas suelen retirarse.
—A la verdad, sí, señora —susurró Reade, sonriéndole—, pero no hasta que hayamos brindado por el rey. Además, brindamos sentados, ¿sabe?
—Espero aguantar hasta entonces —dijo.
Y en efecto, aún estaba derecha, apenas se le había enrojecido la cara y no hablaba demasiado (a diferencia de su esposo) cuando pasaron la botella alrededor de la mesa y Jack, con una tos que indicaba formalidad. Dijo:
—Señor Pulling, por el rey.
—Señora, señores, por el rey.
—Bueno, señor —dijo Clarissa, volviéndose hacia Jack después de haber cumplido con su deber—, ésta ha sido una deliciosa comida. Ahora tengo que dejarles para que continúen bebiendo vino, pero antes de irme, ¿podría hacer un brindis también? Por su querida
Surprise
, por que siga asombrandoa los enemigos del rey durante mucho tiempo.
Después de esa memorable ocasión, Clarissa Harvill, mejor dicho, Oakes, dejó de ser el centro de la atención de Stephen Maturin. Obviamente, Stephen la veía siempre que hacía un buen día (y como la
Surprise
navegaba con rumbo nortenoreste, hubo una serie de días muy buenos, realmente alentadores, hasta que llegó a las calmas ecuatoriales), tomando el fresco, unas veces sentada al final del lado de sotavento del alcázar y otras en el castillo, donde las niñas le enseñaban a hacer juegos con la cuerda, arqueándose de un modo que ningún gato europeo podía superar; sin embargo, aunque la veía, la saludaba con la cabeza y le hablaba, durante ese período tenía el pensamiento fijo en su trabajo como espía y en las cartas de Diana, que trataba de descifrar para averiguar qué se encerraba bajo su lenguaje lacónico, su brevedad y, en algunos casos, su incoherencia. Quería mucho a su esposa y estaba muy bien preparado para querer a su hija, que aún no había visto, con un cariño igual, pero no podía llegar a ninguna de las dos a través de aquel velo de palabras. A Diana nunca le había gustado mucho escribir cartas y generalmente se limitaba a dar las fechas de sus salidas o sus llegadas, los nombres de personas que invitaba y una breve información sobre su estado de salud, como «estoy muy bien» o «me rompí una costilla cuando
Tomboy
se cayó al saltar la cerca de Drayton.» Pero sus cartas o notas siempre habían tenido un tono directo y nunca habían dejado de lograr una real comunicación, aunque ahora las listas de nombres de caballos, sus cualidades y sus pedigríes, con que había llenado el papel, no le decían nada. Hablaba muy poco de Brigid. Después de hacer un breve relato de su nacimiento, diciendo que había sido «muy desagradable, un terrible aburrimiento» y que estaba «contenta» de que se hubiera acabado, se limitaba a dar los nombres de las ineptas nodrizas y a decir que la niña «parece más bien tonta, así que no esperes demasiado de ella». A diferencia de Sophie, Diana no numeraba las cartas ni les ponía la fecha completa sino solamente el día de la semana, por eso, aunque no eran muchas, le era imposible ponerlas en un orden que fuera convincente. A menudo, cuando debería estar decodificando los largos informes de sir Joseph Blaine, que era el encargado del espionaje naval, estaba cambiando ese orden para que las ambiguas frases de Diana tomaran otro significado. No obstante, dos o tres cosas estaban claras. Una era que Diana no se sentía feliz; otra, que ella y, Sophie discrepaban acerca de las reuniones sociales, pues tanto Sophie como su madre pensaban que dos mujeres cuyos esposos estaban navegando no debían salir mucho ni ir a las reuniones sociales donde había baile ni recibir muchas visitas, sino sólo las de miembros de la familia o las de viejos amigos; y otra, que Diana pasaba mucho tiempo en Barham Down, una casa grande rodeada de extensos pastos y colinas que había comprado en un lugar lejano para criar sus caballos árabes, en vez de estar en Ashgrove Cottage, y que iba de un lado al otro conduciendo ella misma su nuevo coche verde.
En el pasado Stephen tenía esperanzas, aunque no demasiadas, de que tener un hijo cambiaría radicalmente a Diana; sin embargo, nunca hubiera imaginado que sería una madre tan despreocupada como parecía desprenderse de esas cartas, esas desazonadoras cartas.
Eran desazonadoras por lo que decían y quizás aún más por lo que no decían. Además, el comportamiento de Jack también le desasosegaba, pues cuando recibían cartas de su casa solían leerse fragmentos el uno al otro, y aunque Jack le había leído algunos referidos a los niños, el jardín y los bosques, notaba que se reprimía al hablarle de Barham Down o de la propia Diana, que no era tan abierto como antes.
A medida que Jack penetraba de manera sistemática en las cartas de Sophie, notaba que su resistencia a decir cosas desagradables disminuía gradualmente, y cuando leyó la última se enteró de que la niña parecía «un poco extraña» y que Diana bebía mucho. Pero Sophie añadía, haciendo énfasis en ello, que no debía decir nada, que quizás estaba equivocada acerca de Brigid, pues a veces los niños parecían extraños al principio y después resultaban ser adorables, y que probablemente Diana sería diferente cuando Stephen volviera a estar en casa. De todas formas, Sophie sabía que él no iba a decir nada y, por otra parte, era inútil y cruel hacer padecer a Stephen el resto del viaje. Eso no era positivo, pero en el pasado, antes que Stephen y Diana se casaran, también había habido un período de silencio entre los dos amigos a causa de ella. Por otro lado, desde que ambos navegaban juntos Jack nunca le había ocultado nada sobre las acciones de la Armada en la guerra, porque la información secreta y la acción eran complementarias y, además, porque oficialmente, y de muchas otras formas, le habían pedido que consultara al doctor Maturin y le pidiera consejo; sin embargo, ahora en las órdenes no se mencionaba a Stephen. No sabía si esa omisión en las órdenes era deliberada o si se debía a que las habían redactado en Sidney en vez de en Whitehall, pero lo más probable era lo segundo, ya que el motivo que las había originado era un problema que acababa de surgir en Moahu. Sin embargo, también había una remota posibilidad de que las autoridades de Sidney, informadas por las de Whitehall, supieran, como Jack, la opinión que tenía el doctor Maturin sobre la colonización, la «protección» forzada y el gobierno de una nación por otra. Jack le había oído hablar con frecuencia del «estúpido y desvergonzado Colón», «el diabólico Papa de la familia Borgia», «el despreciable Alejandro», «el abyecto Julio César» y últimamente del peor de todos: el «miserable Bonaparte». Jack pensaba que iba a ofender a Stephen tanto si le pedía que colaborara en algo que se parecería mucho a una anexión, como si le ignoraba deliberadamente. Alguna solución de compromiso se le ocurriría con el tiempo, pero ahora su situación le preocupaba, aunque ése no era el único motivo de preocupación. No hacía mucho que había recibido dos herencias, la primera a la muerte de su padre, que le había convertido en dueño de la propiedad rústica Woolhampton, y la segunda de su anciano primo Edward Norton, entre cuyas numerosas posesiones estaba incluido el distrito de Milport, que ahora Jack representaba en el Parlamento (sólo tenía 17 electores y todos habían sido arrendatarios del primo Edward). La herencia, sobre todo la herencia de tierras, llevaba consigo un montón de procedimientos legales que seguir, impuestos que pagar y juramentos que hacer, y Jack lo sabía, pero siempre había dicho: «Por fortuna, ahí está el señor Whiters para ocuparse de todo», ya que el señor Whiters era un abogado de Dorchester que se ocupaba de los negocios de la familia y había administrado ambas propiedades desde que él era un guardiamarina.