—Buenos días —dijo a los preocupados marineros que estaban a su lado en la oscuridad, se escupió en las manos y gritó—: ¡Adelante!
Esta horrible costumbre había empezado hacía mucho tiempo, muy al norte del trópico de Capricornio, tanto tiempo que ya los marineros no la consideraban una carga sino algo natural y tan difícil de evitar como los guisantes secos, tanto tiempo que Jack tenía las manos tan callosas como las de sus compañeros. Las manos de Stephen podrían haber estado duras y ásperas también, pues desde que involuntariamente había puesto aquel proceso en marcha se sentía obligado a levantarse de madrugada y trabajar duro, y estuvo levantándose de madrugada y trabajando duro hasta que casi se destruyó a sí mismo, hasta que el capitán, amablemente, le dijo que su deber era mantener las manos tan suaves como las de una dama para poder cortar piernas como un artista, no como un carnicero.
—¡Adelante! —gritó.
El agua empezó a salir a chorros de la bomba, chorros que caían lejos del costado de la fragata. Y siguió saliendo y saliendo, como una enorme masa. Media hora después Jack chorreaba, las gotas de su sudor caían en la cubierta, y empezaba a recuperar su agudeza mental, que habían nublado las treinta y cinco gotas que le había dado Stephen. Recordó los sucesos del día anterior, pero no sintió ninguna emoción. En el borde de su campo de visión notó que la marea de agua seguida de arena y piedra arenisca y, por último, de lampaceros avanzaba incesantemente hacia la popa.
—Seguro que algún tonto diligente dejó abierta durante media guardia la válvula que permite la entrada de agua —dijo al cabo de un rato, y empezó a contar las veces que movía la palanca.
Casi había llegado a cuatrocientos cuando por fin oyó el grito:
—¡Ya está!
Todos se apartaron de la bomba y, jadeando, se hicieron una inclinación de cabeza unos a otros.
—El agua salía tan limpia y clara como la de un manantial —observó uno de los hombres que estaban junto a él.
—Así es —dijo Jack y miró a su alrededor.
La
Surprise
, todavía navegando con el mismo rumbo, aunque sólo con las gavias desplegadas, se había aproximado tanto a la isla Norfolk que cuando se elevaba con el cabeceo podía avistarse la costa. En lo alto de las colinas podían verse los enormes árboles recortándose sobre el cielo, un cielo con menos nubes que nunca, sólo con un banco de nubes bajas por la popa. En el centro el color azul noche estaba mucho más claro y cambiaba imperceptiblemente al aguamarina que había en el este, por donde pasaban algunas nubes altas en dirección sureste empujadas por el viento del oeste que soplaba por encima de los vientos alisios y que era más fuerte que ellos. Aquí abajo los vientos tenían casi la misma intensidad que antes, pero la marejada era más fuerte.
—Buenos días, señor West —saludó después de examinar la tablilla con los datos de navegación—. ¿Hay tiburones alrededor?
Entonces le devolvió la tablilla, que tenía exactamente la información que esperaba, y tiró la empapada camisa de dormir sobre la borda.
—Buenos días, señor. No he visto ninguno. ¡Eh, los del castillo! ¿Hay tiburones alrededor?
—¡Ni uno solo, señor! ¡Solamente nuestros queridos delfines!
Y cuando el grito llegó a la popa, el borde del sol, anaranjado y brillante, apareció sobre el horizonte. Fue posible observarlo durante un momento antes de que los ojos no pudieran resistir mirarlo, y en la mente de Jack tuvo lugar una lucha similar por la vida, que desterró cuando se tiró al agua desde el portalón y olvidó completamente cuando se zambullía entre burbujas con el pelo extendido hacia atrás por el agua cristalina, que tenía la temperatura justa para ser refrescante. Se zambulló una y otra vez, deleitándose con el mar, y en una de esas zambullidas se encontró cara a cara con dos de los delfines, alegres criaturas inquisitivas, pero discretas.
Cuando regresó a bordo ya el sol estaba bastante separado del mar y era de día. Era un día realmente maravilloso, aunque le faltaban esas cualidades que le hubieran hecho parecer de otro mundo. Y allí estaba Killick, de pie junto al puntal, con una gran toalla blanca y un gesto de desaprobación.
—El señor Harris le advirtió de que eso le cerraría los poros y arrojaría la bilis amarilla encima de la negra —dijo, poniéndole la toalla a Jack por encima de los hombros.
—¿La marea sube al mismo tiempo bajo el puente de Londres y en Dodman? —preguntó Jack.
Y después de dejar asombrado a Killick con ese interrogante, le preguntó si el doctor estaba levantado.
—Le he visto en la enfermería —contestó Killick en tono malhumorado.
—Entonces ve a preguntarle si le gustaría tomar el primer desayuno conmigo.
Jack Aubrey tenía que mantener un robusto cuerpo, y lo conseguía desayunando dos veces, una cuando el sol salía, tomando una tostada con café, y otra poco después cuando sonaban las ocho campanadas, tomando algo mucho más sustancioso, como cualquier tipo de pescado fresco que tuviera a mano, huevos, beicon y, a veces, chuletas de cordero. Ya menudo invitaba a desayunar al oficial y al guardiamarina encargados de la guardia de alba, pero el doctor Maturin generalmente estaba allí.
Stephen llegó antes de que Killick regresara.
—El olor a café resucitaría a un muerto. Gracias por invitarme y muy buenos días, querido amigo. ¿Cómo dormiste?
—¿Cómo dormí? ¡Dios mío! Me quedé traspuesto en el acto igual que se apaga una luz y no recuerdo nada. No me desperté hasta que las bombas sacaron casi toda el agua. Y después nadé. ¡Qué alegría! Espero que vengas conmigo mañana. Me siento como un hombre nuevo.
—Tal vez vaya —dijo Stephen sin convicción—. ¿Dónde está ese granuja refunfuñón de Killick?
—He venido tan pronto como he podido —respondió Killick, y luego, poniendo la bandeja sobre la mesa, añadió—:
Jezebel
ha sido más bien tacaña con su leche.
—Me parece que tendré que irme muy pronto —dijo Stephen después de tomar la segunda taza—. Tan pronto como suene la campana tendremos que preparar a dos pacientes para una operación.
—¡Vaya! —exclamó Jack—. Espero que no sea importante.
—Una cistotomía. Si no hay infección (y es más raro que la haya en la mar que en un hospital), la mayoría de los hombres la soportan perfectamente bien. Naturalmente, hace falta fortaleza, y cualquier vacilación del bisturí podría ser fatal.
Sonó la campana. Stephen se comió rápidamente otras tres tostadas, se bebió otra taza de café, le miró la lengua a Jack con satisfacción y se fue corriendo.
No volvió a salir a la cubierta hasta muy avanzada la guardia de mañana, y al subir se encontró con la habitual procesión matutina, que acababa de llegar al alcázar desde el pasamano de sotavento. La formaban Jemmy Ducks, que llevaba tres gallineros, uno de ellos vacío, Sarah, que tenía en brazos una gallina moteada, y Emily, que guiaba la cabra
Jezebel
, y se dirigían al lugar donde los animales pasaban el día, justo detrás del timón.
Saludos, sonrisas, reverencias… Y entonces Emily, con su clara voz infantil, dijo:
—La señorita está llorando y retorciéndose las manos en la proa.
En ese momento Stephen estaba pensando: «¡Qué bien se portan los animales con los niños! Esa cabra es una cascarrabias y esa gallina es malévola y, sin embargo, se dejan llevar por las niñas casi sin protestar». Y hasta después de unos momentos no advirtió la importancia del comentario.
—¡Sí! —dijo, asintiendo con la cabeza.
Siguieron avanzando con los animales y fueron recibidos con el canto de muchos patos que ya estaban instalados en una jaula elevada.
Estaba pensando en la señorita Harvill, la isla (ahora mucho más cercana), sus arrecifes y sus árboles altos y raros cuando oyó a Jack gritar:
—¡Que baje la tripulación del chinchorro!
Entonces se dio cuenta de la tensión que había en el alcázar. Allí estaban todos los oficiales y tenían una expresión muy grave. Los marineros que estaban en el castillo y los pasamanos tenían la mirada fija en la popa. Toda la operación debía de estar preparándose desde hacía algún rato, pues bajar un chinchorro por el costado era un proceso laborioso. Los marineros bajaron rápidamente a sus puestos, el remero de la proa enganchó el bichero y todos se quedaron allí sentados, mirando hacia arriba mientras el chinchorro y la fragata subían y bajaban.
—Ese es un ejemplar de petrel de la isla Norfolk —dijo Martin, que estaba junto a Stephen.
Pero Stephen sólo echó una rápida mirada al ave.
—Llamen a mi timonel —ordenó Jack.
—¿Señor? —preguntó Bonden al llegar sólo un momento después.
—Bonden, lleva el chinchorro a la bahía que hay entre el cabo y el pequeño islote cubierto de árboles y mira si es posible desembarcar a pesar del oleaje.
—Sí, señor.
—Será mejor que vayas remando, pero puedes regresar con las velas desplegadas.
—Sí, señor, ir remando y volver con las velas desplegadas.
Jack y Bonden habían navegado juntos durante muchos años y se entendían perfectamente bien. A Stephen le pareció que aunque habían hablado en tono neutro y habían usado las palabras habituales, se habían pasado algún mensaje, pero a pesar de que conocía íntimamente a ambos no sabía cuál podía ser.
El chinchorro se fue alejando poco a poco y cuando las olas que había entre éste y la fragata aumentaron, desapareció y reapareció y volvió a desaparecer y reaparecer, cada vez más pequeño, avanzando directamente hacia tierra, que se encontraba a dos millas de distancia. Había espuma alrededor del islote cubierto de árboles próximo a la costa este de la isla, espuma entre el islote y la accidentada costa, espuma alrededor del cabo en el oeste de la isla, y una franja de espuma en la bahía. Toda la costa visible estaba formada por una roca cortada casi verticalmente, excepto la parte que formaba la bahía, con una playa que era probablemente de arena y se extendía hasta una colina donde parecía que hubiera un estrecho bastante bien definido que permitía la entrada.
Todos miraban con atención y hablaban poco, pero cuando sonaron las cinco campanadas, Jack se retiró de repente del costado de barlovento y dijo:
—Capitán Pullings, vamos a acercarnos y alejarnos hasta que el chinchorro regrese. —Luego, al hacer una breve pausa en la escala de toldilla, añadió en un tono que parecía el de una sugerencia—: Cuando nos acerquemos, podríamos medir la profundidad.
Entonces bajó rápidamente.
—Philips me dijo que en la isla también hay loros, periquitos, alcatraces y palomas —dijo Martin—. ¡Cuánto deseo que podamos desembarcar! Si no podemos desembarcar en este lado, ¿cree que podremos en el otro?
Por primera vez a Stephen le pareció que Martin era un compañero aburrido. ¿Cómo era posible que no supiera lo que desembarcar en la isla Norfolk podría significar? Pero, pensándolo bien, eso podía suceder. Del mismo modo que el capitán Aubrey había sido la última persona en enterarse de que había una mujer a bordo, Nathaniel Martin podría ser el último en saber que esa mujer y su amante corrían el peligro de ser abandonados allí. En verdad, la amenaza era muy reciente y probablemente los oficiales no habían tenido tiempo de hablar de eso en la cámara de oficiales, y había pocas posibilidades de que Martin se hubiera enterado por los marineros, pues no tenía sirviente y Padeen no podía habérselo dicho aunque hubiese querido. Además, era posible que Martin hubiera oído hablar de la amenaza y que no la hubiese tomado en serio. Respecto a eso, Stephen no sabía qué pensar. A veces se podía leer el pensamiento de Jack tan fácilmente como un libro bien impreso; otras, era totalmente imposible leerlo. Enviar el chinchorro allí formalmente y en público le parecía a Stephen algo incomprensible, contradictorio con la actitud alegre y la familiaridad del Jack aún mojado de agua de mar que había visto en el desayuno.
La
Surprise
acercó más la proa al lugar de donde venía el viento y Pullings dio orden de sacar la sonda para medir la profundidad en alta mar. Stephen avanzó por el pasamano hacia la proa y cuando llegó al castillo los marineros reunidos alrededor de las bitas guardaron silencio y se dispersaron. Desde el costado había una magnífica vista de la bahía y por el catalejo de bolsillo vio cómo entraba el chinchorro, con los tripulantes remando sin cesar. Ya había recorrido más de la mitad, y en ese momento vio a Bonden rodear una gran roca sobre la que se arremolinaba la espuma. La fragata tenía una velocidad apenas suficiente para maniobrar, y aunque los obenques crujían cada vez que las largas olas la subían o la bajaban, apenas había ruido en la proa. Entonces, a medida que los marineros alineados junto al costado soltaban uno tras otro el trozo de cuerda que sujetaban, oyó gritar:
—¡Cuidado! ¡Cuidado!
Luego oyó la chillona voz de Reade decir:
—Sesenta y ocho brazas, señor. Coral, arena y conchas.
Sonaron las seis campanadas. El chinchorro llegó al borde del lugar donde rompían los cachones, muy cerca del islote, y bordeaba ahora la costa trabajosamente en dirección oeste. La vela triangular que tenía delante, probablemente la vela de estay del trinquete, se hinchó, y la
Surprise
empezó a virar y luego se alejó despacio de tierra. Martin, que podía interpretar signos como cualquiera, se había retirado a la cofa del mesana —desde donde había ahora una estupenda vista de la isla Norfolk—, y Stephen pensó en reunirse allí con él, pero no tenía deseos de hablar y el movimiento del mástil, que era exagerado ahora que la fragata navegaba justamente en contra de las olas, le hizo desistir. Se fue al alcázar, y de pie junto al coronamiento observó cómo el chinchorro avanzaba hacia al cabo que limitaba la bahía, bordeando la parte donde rompían las olas, aunque desde allí parecía que la pequeña embarcación estaba casi dentro de esa zona y que corría el peligro de hundirse.
Aún estaba en esa parte del barco reflexionando cuando el chinchorro llegó a la punta, desplegó una vela y salió a alta mar. Y estaba tan abstraído en sus meditaciones que se asustó cuando Jack le dio una palmadita en el hombro y, sonriendo, le dijo:
—Me parece que estás muy meditabundo, doctor Maturin. Te he llamado dos veces. ¿Cómo les fue a tus pacientes? —Entonces, señalando con la cabeza la sangre seca que Stephen tenía en la mano, añadió—: No es difícil adivinar que ya les has abierto.
—Les fue muy bien, gracias. Además, se encuentran tan bien como podía esperarse y si Dios quiere mejorarán pronto.