—El capitán Pullings, el encargado de la guardia, señor, dice que el cúter está a media milla por el través a estribor, ha hecho una señal y ha bajado una lancha.
—¿Qué dice la señal, señor Reade?
—Todavía no hemos podido ver toda la hilera de banderas, señor, porque hay muy poca luz, pero creemos que las palabras
gobernador y despacho
forman parte de ella.
En la cubierta, Pulling, un poco nervioso, dijo:
—Perdone que le haya sacado de la cama tan pronto, señor, pero ahí lo tiene. El capitán no disminuyó velamen, lo mismo que nosotros, para burlarse de nuevo, y el cúter navegó a toda vela y es probable que cruzara la estela de la fragata aproximadamente cuando sonaron las cuatro campanadas.
—No podemos hacer nada respecto a esto —dijo—. Prepare todo para recibir a los visitantes tan cortésmente como podamos. Mande a secar el pasamanos y a arreglar la cubierta lo más posible. Me pondré el uniforme. Señor Reade, tendrá que cambiarse esos pantalones sucios. Parece que están bajando un extraordinario número de objetos por el costado —añadió desde la parte superior de la escala de toldilla.
Al llegar abajo despertó a Stephen Maturin y le dijo:
—Puedes llamarme Jack
el Blando
, si quieres, pero el cúter está abordado con la fragata y tengo que recibir a su capitán. Te invitaré a desayunar, pero si vienes, no te olvides de afeitarte y ponerte una camisa, una buena chaqueta y la peluca. Killick te traerá agua caliente.
Llamó a gritos a su despensero.
—El uniforme. Dile al cocinero que prepare un desayuno para visitantes y que esté preparado para hacer comida para ellos por si desean quedarse. —Luego, intentando que nadie más le oyera, le pidió a Bonden—: Por favor, esconde a Padeen.
Jack y Bonden tenían mucha experiencia en sacar a la fuerza a los marineros de los mercantes, en algunos casos escondidos muy ingeniosamente, y confiaban en que nadie podría descubrir esos escondites, a menos que se le permitiera fumigar la fragata con azufre.
Las lanchas se acercaban despacio y sus hombres remaban con cuidado para no mojar los numerosos paquetes que llevaban a bordo. Poco después, entre los gritos del contramaestre, subió a bordo un teniente, seguido de un guardiamarina. Saludó a los oficiales, que respondieron al saludo, y avanzó con el sombrero bajo el brazo y con un paquete envuelto en un trozo de lona alquitranada en la mano izquierda.
—Capitán Aubrey, señor, soy M'Mullen, el oficial al mando del
Éclair
, y he tenido el honor de que me encargaran entregarle personalmente órdenes de su excelencia.
—Gracias, señor M'Mullen —dijo Jack, cogiendo el paquete oficial con la debida gravedad y estrechándole la mano.
—Además, señor, tengo gran cantidad de cartas para la
Surprise
que llegaron en dos barcos, uno tras otro, justo después de que usted zarpara.
—Estoy seguro de que todos los marineros se alegrarán mucho —dijo Jack—. Señor West, por favor, traiga el correo a bordo. Espero que desayune conmigo, teniente.
—Con mucho gusto, señor —respondió M'Mullen, cuya cara redonda y roja, con una expresión grave hasta ese momento, resplandeció como el sol.
—Además, señor West —dijo Jack—, estoy seguro de que los oficiales atenderán al guardiamarina y se ocuparán de que los tripulantes de la lancha coman lo que quieran.
En la cabina, M'Mullen miró a su alrededor con mucha atención, y cuando le presentaron a Stephen le estrechó la mano muy fuerte y largamente. Luego, durante el desayuno, dijo:
—Siempre he ansiado estar a bordo de la
Surprise
yconocer al cirujano, porque mi padre, John M'Mullen, ocupó ese puesto en 1799.
—¿El año en que la rescató la
Hermione
?
—Sí, señor, el mismo año. Me contó eso con todo lujo de detalles y me parece que es casi comparable a lo que pasó en Troya, donde tanto el lugar como su gente eran heroicos.
—Señor M'Mullen, corríjame si me equivoco —dijo Stephen—, pero a mí no me parece que haya más heroísmo en la
Ilíada
porque, al fin y al cabo, los griegos dispusieron de diez años para llevar a buen puerto sus hazañas, mientras que los tripulantes de la
Surprise
, en 1799, tuvieron menos de diez horas.
—Sería el último en contradecir al doctor Maturin —dijo M'Mullen—, no sólo porque comparto su sensata conclusión, sino porque mi padre siempre ha hablado de él con el mayor respeto. Me dijo, señor, que consideraba su libro
Diseases of Seamen (Enfermedades de los marineros)
la obra más brillante y clara que ha leído sobre ese tema.
—Su padre me atribuye más mérito del que tengo —dijo Stephen—. ¿Quiere que le sirva otra loncha de beicon, teniente, y un huevo con doble yema delicadamente frito?
—Es usted muy amable, señor —replicó M'Mullen, acercando el plato.
Luego, cuando lo dejó vacío, dijo a Jack:
—Capitán Aubrey, señor, ¿podría pedirle un favor? Tengo el compromiso de hacer rumbo hacia el continente dentro de media hora y quisiera pasar esos minutos recorriendo la fragata con un guardiamarina. Me alegraría mucho poder ver las cofas, los lugares desde donde se combate y otros y también la enfermería, por mi padre.
—Pero, ¿no se queda a comer? —preguntó Jack.
—No, señor, y lo lamento muchísimo —dijo M'Mullen—. Nada me agradaría más, pero, desafortunadamente, estoy atado de manos.
—Bueno —dijo Jack, llamando inmediatamente a Killick—: ¡Killick, Killick!
—¡Pero si estoy justo detrás de su silla! —dijo Killick.
—Entonces manda a buscar al señor Oakes —ordenó Jack, lanzándole una mirada que significaba «Dile que no venga desarreglado, por hacer honor a la fragata».
En el momento en que M'Mullen salió de la cabina con Oakes, Tom Pullings entró y dijo:
—Señor, los oficiales y los marineros están ansiosos y me pidieron que le rogara que abriera las sacas de correo.
—No están más ansiosos que yo, Tom —dijo Jack y subió rápidamente a la cubierta, donde había un sorprendente montón de cajas, cofres y bolsas.
Comprobó con disgusto que la mayoría eran cofres atados con cuerdas que contenían documentos legales. Los apartó a un lado y cogió las inconfundibles sacas de correo. Rompió los sellos, vertió el contenido sobre la ancha taquilla situada junto a las ventanas de popa, se apresuró a buscar los sobres que tenían la bien conocida letra de Sophie y luego llamó al escribiente.
—Señor Adams, hágame el favor de clasificar estas cartas. Las que sean para los marineros deben entregarse inmediatamente.
Se llevó a la cabina-dormitorio el pequeño montón de cartas que eran suyas y el paquete oficial envuelto en lona alquitranada, que abrió primero por su gran sentido del deber. Contenía, como esperaba, cartas del Almirantazgo para Stephen Maturin, en tres grandes sobres, y además, una carta del gobernador, en la que seguramente mandaba felicitaciones. Las puso a un lado y cogió las cartas de su casa. Su querida Sophie había aprendido por fin a numerar los sobres para que él pudiera leer las cartas en orden. Y eso fue lo que hizo con una alegre sonrisa y con el alma a diez mil millas de distancia, junto a su hijo, que progresaba en latín guiado por el reverendo Beales, y en equitación, por su prima Diana (un centauro hembra), y junto a sus hijas, que progresaban en historia, geografía y francés bajo la dirección de la señorita O'Mara, y en danza, dibujo y conducta, en la academia de la señora Hawker, en Portsmouth. Además, ellos mismos habían escrito notas que demostraban en parte su progreso, que probaban que ya eran bastante instruidos. Pero se le borró la sonrisa de la cara de repente cuando leyó una referencia a Diana, prima de Sophie y esposa de Stephen. Sophie siempre había sido contraria a decir algo desagradable sobre alguien y, cuando se trataba de su prima, hacía una crítica tan disimulada y sutil que era difícil entenderla. Algo iba mal, pero la segunda lectura no le permitió entenderla bien tampoco y no tuvo tiempo para leerla por tercera vez porque Oakes llamó a la puerta y dijo.
—Con su permiso, señor, el señor M'Mullen quiere despedirse.
—Gracias, señor Oakes. Por favor, comuníquelo al contramaestre.
Jack subió a la cubierta y se encontró con que M'Mullen estaba listo para marcharse y el
Éclair
, a tiro de pistola.
Se despidieron amigablemente. El cúter viró para colocarse con el viento en popa y desplegó las velas. Cuando pudo verse por última vez, navegaba con las alas de las juanetes desplegadas y a gran velocidad para llegar a la cita con una joven de los suburbios de Sidney Pero mucho antes Jack había regresado a la gran cabina, seguido de todos los oficiales, y les había entregado sus cartas diciendo:
—Caballeros, aunque es posible que el señor Oakes nos abandone en el próximo puerto apropiado de Suramérica, pues en la
Surprise
no pueden viajar las esposas, mientras tanto seguirá ocupando el puesto de guardiamarina y todos los marineros deben tratarlo con el respeto debido a los oficiales. Lo mismo es aplicable a la señora Oakes. Voy a invitarles a comer y también espero poder disfrutar de su compañía.
Todos hicieron una inclinación de cabeza y dijeron que eso les agradaría mucho, les complacería mucho, les encantaría… Y se fueron enseguida a leer sus cartas. Jack entregó los abultados sobres a Stephen y regresó a su cabina-dormitorio. Cuando estaba a punto de regresar a Ashgrove Cottage y al asunto relacionado con Diana, advirtió que la carta del gobernador dirigida al capitán Aubrey, de la Armada real, MP, etcétera, era más abultada que una normal que contuviera felicitaciones, por muy florido que fuera el lenguaje usado.
En efecto, contenía órdenes, órdenes directas del gobierno, y, como la mayoría de esas órdenes, dejaban la puerta entreabierta, de manera que quien las ejecutara podría ser culpado de cerrarla o de abrirla. Había habido problemas en Moahu, una isla situada al sur de las islas Sandwich. Allí habían retenido a varios barcos británicos y maltratado a los marineros británicos. Aparentemente, la reina de la parte sur y su rival de la parte norte estaban en guerra, y se le ordenaba al capitán Aubrey tomar las medidas necesarias para lograr la liberación de los barcos y sus tripulaciones. Parecía que había un equilibrio de fuerzas y era indudable que la presencia de un barco de Su Majestad sería decisiva en el conflicto. El capitán Aubrey, tras profundas reflexiones, decidiría qué bando tenía más probabilidades de reconocer la soberanía británica y aceptar como residente a un consejero acompañado de una adecuada guardia, y usaría su influencia para favorecer a ese bando. Era preferible que hubiera un solo gobernante con quien el gobierno tuviera que tratar. Aunque había que evitar el innecesario derramamiento de sangre, si la fuerza moral era insuficiente, el capitán Aubrey debía considerar otras formas de persuasión. Moahu era británica, naturalmente, pues el capitán Cook había tomado posesión del archipiélago en 1779, y el capitán Aubrey debía tener en cuenta la importancia de la isla no sólo como base del comercio en pieles entre la parte occidental de Estados Unidos y Cantón, sino también como base del comercio entre Corea y Japón, mucho más importante. Asimismo, tendrá que pensar en los beneficios que probablemente obtendrán sus habitantes de la protección británica y de una administración estable… en las supersticiones, las costumbres bárbaras, los hábitos indeseables… en la atención médica, la educación y el desarrollo del comercio. Jack se saltó el párrafo que siempre se repetía al final, pero notó que lo habían escrito con prisa porque, a pesar de que se había pensado en una variación con
el fin justifica los medios
, no había habido tiempo de reescribir todo el párrafo y esas palabras estaban tachadas, lo que les daba un aspecto fantasmal y, a la vez, las hacía más enfáticas.
Moahu. Jack entró en la gran cabina, se acercó a la mesa donde estaba la carta marina y, después de estudiarla un rato, regresó a la cubierta y ordenó:
—Señor Davidge, por favor, cambie el rumbo al nortenoreste. Mande desplegar la cebadera y la sobrecebadera y, no es necesario que lo diga, las velas de estay.
Los invitados (sólo eran siete) empezaron a reunirse en una sala de la cabina, que era el dormitorio de Stephen cuando no prefería dormir en el pequeño compartimiento que daba a la cámara de oficiales y también, en todo momento, su estudio, pero ahora estaba muy limpia y arreglada para que pareciera una antesala. Cuando Stephen entró, Martin le dijo:
—Siento que no vayamos a la isla de Pascua.
—Yo también —dijo Stephen—. Se me partió el corazón cuando el capitán me lo dijo, pero ahora me parece que esa es una más de las muchas decepciones que uno sufre en esta miserable vida. Me consuelo pensando que apenas se han descrito las aves de esas otras islas. Creo que Moahu no está muy lejos de Hawai, que como sabemos posee una gran variedad de malifágidas e incluso una polla de agua con la frente de color escarlata.
—Sí. Y ahora tendrá el consuelo de ver a la señora Oakes vestida con el hermoso traje escarlata del que le hablé.
La puerta se abrió, pero no apareció ningún traje escarlata. El algodón azul con que Jack protegía el rollo de seda se había transformado, mediante sabe Dios qué esfuerzos e ingeniosos recursos, en un vestido que combinaba muy bien con un pañuelo negro de Barcelona, de los que usaban los marineros para bajar a tierra, usado como chal. Jack se adelantó para dar la bienvenida a la señora Oakes y a su esposo y, como debía ser, la condujo a la gran cabina seguido de todos los demás. La cabina tenía un aspecto extraordinariamente hermoso. En la larga mesa, donde brillaban los objetos de plata, había cubiertos puestos para ocho, bastante separados entre sí, pero aún quedaba mucho espacio libre en los extremos, y ese espacio lo llenaban los reflejos de los rayos de sol al caer sobre la estela y las aguas danzarinas y llenas de vida, reflejos que pasaban por las ventanas de popa, una serie de grandes ventanas situadas a todo lo ancho de ésta que formaban una cuarta pared de brillante cristal inclinada hacia adentro y que convertían la cabina en la sala más hermosa del mundo. Clarissa Oakes miró a su alrededor con evidente satisfacción, pero no dijo nada. Jack le indicó que se sentara a su derecha y los demás empezaron a ocupar las otras sillas. Davidge se sentó frente a ella, Reade a su derecha y Martin frente a Reade. Tom Pullings, como era natural, se sentó en un extremo, y Oakes a su derecha y Stephen a su izquierda. No había ningún Chaqueta Roja, o sea, ningún infante de marina ni muchos marineros trabajando como sirvientes, sino solamente Killick, que estaba detrás de la silla de Jack, sus ayudantes, que traían los platos y las botellas, Padeen, que estaba detrás de la de Stephen, y un joven gaviero que servía a Pullings y otro a Davidge, pero el conjunto reflejaba la magnificencia propia de los actos de los marinos, en medio de la cual no parecían fuera de lugar los dos cañones de doce libras que se encontraban a uno y otro lado.