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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (10 page)

BOOK: Clochemerle
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El acontecimiento comenzó con un salto brusco de temperatura. En la noche del 5 de abril de 1923, un ligero viento del Norte, saturado de aromas borgoñanos, efectuó una gran colada celestial, dispersó los negros nubarrones que la víspera, meciéndose de Oeste a Este, apesadumbraban a la gente de Clochemerle y se los llevó hacia las montañas de Azergues, que apenas se divisaban tras el celaje de la lluvia que allí descargó. En el curso de una noche, los peones del firmamento habían despejado el terreno, desplegado las oriflamas y suspendido las girándulas. En aquel dosel tendido en el infinito, el sol brillaba en toda su intensidad. A su influjo, las primeras ramitas, las primeras florecillas cobraban una insólita ternura, los muchachos se mostraban más arrogantes y más blanduchas las muchachas, pero gruñones y latosos los viejos, más comprensivos los padres, un poco menos estúpidas las Pandoras, más tolerantes los hombres severos y las mujeres piadosas, más pródiga la caridad de los ahorrativos… En una palabra, ensanchaba los pechos. De buen o mal grado, era preciso guiñar el ojo a aquel bribón que hacía centellear alegremente los botes de color esmeralda y geranio de Poilphard. La señora Fouache vendía más tabaco, el posadero Torbayon veía lleno el comedor todas las noches, el cura Ponosse aumentaba sus ingresos en la recolecta, el farmacéutico conocía días prósperos, el doctor Mouraille sanaba a todo el mundo, el notario Girodot redactaba contratos matrimoniales. Tafardel preparaba un mundo mejor y su aliento olía a reseda, Piéchut se frotaba las manos a hurtadillas y, entre los senos de la hermosa Judith, hubiérase dicho que la aurora, en su dulce languidez, se había adormilado.

Todas las cosas parecían remozadas y lustrosas y los corazones se habían visto agraciados con un premio de ilusiones que les hacían más llevaderas las penas de la vida. Desde la parte alta del pueblo se oteaban tupidos bosques, hoscos y agrestes, apenas liberados de las hilachas del invierno, tierras húmedas y oscuras en las que apuntaban tímidamente algunos tallos, verdes prados cubiertos de un vello de trigales en sazón, que hacían sentir a los clochemerlinos deseos de convertirse en potritos en libertad con las ancas inquietas, o en esos ternerillos que parecen haber robado cuatro estacas de una cerca para hacerse las patas con ellos. Clochemerle se hallaba presa en un remolino de tibios estremecimientos, en el concierto de resurrección de las invisibles miríadas animales. Todo era bautismo, primeros pasos, primeros vuelos, primeros gritos, Una vez más, el mundo no necesitaba ya de nodriza. Y el sol, decididamente indiscreto, se posaba en la espalda de las gentes, como si fuera la mano de un viejo compañero a quien se vuelve a encontrar.

—¡Buenos días! —decían los clochemerlinos—. ¡Hermoso día nos ha mandado Dios!

Y todos sentían el aguijón de los deseos viejos como el mundo y que constituyen la ley del mundo, por encima de las leyes y de las morales encogidas. Era el deseo ancestral de acosar a las muchachas en flor, de muslos inmensos como la eternidad y senos y pantorrillas de paraíso perdido, y lanzarse como semidioses victoriosos sobre aquellas vírgenes palpitantes, dolientes corzas de amor. Y en las mujeres renacía el deseo bíblico, siempre actual, de ser tentadoras, de mostrarse desnudas en las praderas, sintiendo en su vellón impaciente la caricia del viento, los saltos alrededor de las grandes fieras domesticadas que acuden a lamer el polen de sus cuerpos en flor, mientras ellas esperan la aparición del conquistador a quienes han consentido de antemano la derrota que es su hipócrita victoria. Instintos procedentes de los primeros tiempos se mezclaban en las cabezas de los clochemerlinos a los pensamientos que les había vagamente intuido la civilización, lo que conducía a un conjunto de ideas demasiado complicadas que les dejaba turbados. Era una primavera espléndida que se presentaba sin trastornos ni aspavientos y cuyo efecto sentían en el cerebro, en los omóplatos y en la medula. Estaban conmovidos y aturdidos.

Y aquel tiempo había de durar.

La primavera llegó a punto para la fiesta de la inauguración, fijada para dos días después, el 7 de abril, un sábado, lo que permitiría descansar el domingo.

Barthélemy Piéchut y Tafardel habían triunfado. Aunque disimulado bajo un cobertizo de tela, el urinario estaba ya construido, a la entrada del callejón de los Frailes, adosado a la pared de las "Galeries Beaujolaises". Bajo la inspiración del alcalde, siempre afanoso por traer a Clochemerle algunos personajes políticos, la municipalidad había acordado organizar en tal ocasión una fiesta simpática, sencilla y del gusto de los pueblerinos, que consagraría el progreso del urbanismo rural. Anuncióse la reunión bajo el título de "Fiesta del vino de Clochemerle", pero el verdadero motivo era el urinario. Podíase contar con la asistencia del subprefecto, del diputado Aristide Focart, de varios consejeros departamentales, varios alcaldes de los pueblos vecinos, algunos oficiales ministeriales, tres presidentes de sindicatos vinícolas, algunos eruditos regionalistas, y la presencia, además, del poeta Bernard Samothrace (que en realidad se llamaba Joseph Gamel), que acudiría de una localidad cercana provisto de una oda rústica y republicana compuesta expresamente para aquel acto. Y finalmente, también había prometido su asistencia el más célebre de todos los hijos de Clochemerle, el ex ministro Alexandre Bourdillat.

Todos los clochemerlinos que profesaban ideas avanzadas se congratulaban de aquella manifestación, y, por el contrario, todos los conservadores se disponían a manifestar su desagrado. La baronesa de Courtebiche, indirectamente invitada a asistir al acto, había respondido, con su acostumbrada impertinencia, que "no quería rozarse con chafallones".

La expresión era de las que difícilmente se perdonan. Afortunadamente la actitud de su yerno, Oscar de Saint-Choul, la redimía un poco. Sin profesión conocida ni capacidad para dedicar a ningún orden de actividades, aquel gentilhombre preparaba eventualmente una candidatura política de significación aún imprecisa, pues la prudencia le aconsejaba no ponerse a malas inútilmente con ningún partido mientras no proclamara sus convicciones, lo que no haría más que en el último momento, con objeto de descartar, en su profesión de fe, toda posibilidad de error o de precipitación. Respondió muy cortésmente a los emisarios democráticos —ligeramente intimidados por el aplomo con que llevaba el monóculo y sus excesivas atenciones, que implicaban a un tiempo honor y menosprecio— que la baronesa era persona de otros tiempos, imbuida todavía de los prejuicios de su época. El, en cambio, tenía un concepto más amplio de los deberes cívicos, por lo que ninguna iniciativa legítima ("¡Fíjense bien, caballeros —subrayó con una fina sonrisa—, que no digo legitimista!") podría dejarlo indiferente. "Tengo en gran estima —añadió— a vuestro Barthélemy Piéchut. Bajo sus modales voluntariamente sencillos y verdaderamente simpáticos se oculta una gran inteligencia. Yo sería de los vuestros, pero habéis de comprender, mis queridos amigos, que en mi situación hereditaria no puedo ocupar un lugar destacado entre vosotros. ¡Ay, la nobleza obliga! Permitidme que haga una breve aparición, con la intención, sobre todo, de demostraros que existe en las filas monárquicas (mi bisabuelo materno compartió el destierro con Luis XVIII, y, claro, háganse cargo, caballeros, esto me impone algunos deberes), que existe en nuestras filas, repito, hombres que no se dejan cegar por la pasión y que están dispuestos a simpatizar con vuestros esfuerzos."

Para Barthélemy Piéchut el éxito se anunciaba, pues, completo, y aureolado, además, por ese desafío discreto que era en el fondo su intención. La respuesta ofensiva de la baronesa le garantizaba que él había maniobrado bien.

El memorable día amaneció espléndido y la temperatura fue eminentemente favorable a la brillantez de un alegre comicio. Un automóvil cerrado, conducido por el propio Arthur Torbayon, fue a recoger, en Villefranche, donde había pernoctado, a Alexandre Bourdillat. El coche regresó a las nueve, al mismo tiempo que otro vehículo del que se apeó el diputado Aristide Focart. Los dos personajes no mostraron gran entusiasmo al verse. Aristide Focart decía a quien quería escucharle que el ex ministro era "un zote integral, cuya presencia en nuestras filas proporciona armas a nuestros enemigos". Por su parte, Bourdillat clasificaba a Focart como "uno de esos pequeños logreros sin escrúpulos que son la hez del partido y que no hacen más que desprestigiarnos". Combatientes bajo la misma bandera, ni uno ni otro ignoraban la opinión que mutuamente se merecían. Pero la política enseña a los hombres a contemporizar. Echáronse uno en brazos del otro y cambiaron afectuosas palmaditas en la espalda, con ese patetismo de tribuna pública y esos cavernosos trémolos de garganta que son comunes a los políticos del género sentimental y a los actores que hacen llorar a las mujeres de los subprefectos.

Cautivados por la fraternidad que unía a sus dirigentes, los clochemerlinos, sobrecogidos de respeto, admiraban el augusto abrazo. Cuando éste se deshizo, Barthélemy Piéchut avanzó, y amistosas interpelaciones, de una deferencia perfectamente dosificada, surgieron de uno y otro lado.

—¡Bravo, Bourdillat!

—Nos sentimos orgullosos y agradecidos, señor ministro.

—Buenos días, Barthélemy.

—¡Oh, mi viejo y querido amigo! ¡Buenos días!

—¡Ha tenido usted una idea excelente!

—¡Qué día tan magnífico! —decía Bourdillat—. ¡Qué satisfacción encontrarme de nuevo aquí, en mi viejo Clochemerle! ¡A menudo pienso con verdadera emoción en vosotros, mis queridos amigos y conciudadanos! —añadió dirigiéndose a los que estaban a su alrededor.

—¿Hace mucho tiempo, señor ministro, que salió usted de Clochemerle? —preguntó el alcalde.

—¿Si hace mucho tiempo? ¡Caramba…! Pues hará más de cuarenta años. Aún debía de ser usted un niño de pecho, mi buen Barthélemy.

—¡Eh, señor ministro, ya dudaba entre los mocos y el bigote!

—¡Pero aún no había hecho su elección! —replicó Bourdillat con una fuerte y cordial risotada, demostración de vigor intelectual y físico de que hacía gala aquella mañana.

Los asistentes rubricaron con una halagadora acogida aquellas réplicas ocurrentes, exponentes de la tradición francesa que ha situado siempre en los negocios públicos a hombres de ingenio.

Con todo, respetuosas sonrisas señalaron la presencia de un desconocido de aventajada estatura que se abrió paso hasta colocarse al lado del ex ministro. Llevaba una holgada levita de amplios faldones, que debió de heredar, pues su corte evidenciaba a las claras que se trataba de una prenda del siglo pasado. Las puntas del cuello de pajarita que le agarrotaban despiadadamente la tráquea, le obligaban a levantar la cabeza. ¡Y qué cabeza! Le sobrecogía a uno. La cubría un sombrero de fieltro de anchas alas que se balanceaba al menor movimiento, y el cogote aparecía resguardado por una larga melena, como las que se ven en los grabados que representan a san Juan Bautista, a Vercingétorix, a Renan y los ancianos vagabundos a quienes las autoridades municipales prohiben quedarse en el pueblo. Aquel Absalón vestido de negro tenía en las manos, calzadas con guantes negros, un precioso rollo de papel, y sus funciones revelaban la distracción superior de los pensadores. Una enorme chalina y la cinta de la Legión de Honor completaban el severo conjunto. El desconocido hizo una reverencia y al mismo tiempo se quitó el sombrero con ampuloso ademán, lo que reveló que en cuanto a la totalidad de su sistema capilar no podía uno fiarse de la aparente sobreabundancia de su nuca.

—Señor ministro —dijo Barthélemy Piéchut—, me permite usted presentarle al señor Bernard Samothrace, el célebre poeta?

—¡Cómo no, mi querido Barthélemy! Con mucho gusto, con muchísimo gusto… Además, este nombre de Samothrace me recuerda algo. Seguramente he conocido a algunos Samothrace. Pero, ¿dónde y cuándo…? Debe usted perdonarme, señor —dijo cortésmente al poeta—, pero veo a tanta gente… Me es imposible recordar todas las fisonomías y todas las circunstancias.

Tafardel, que estaba cerca, daba desesperados resoplidos.

—¡Por Dios, la victoria! ¡La victoria de Samothrace! ¡Pero si es historia griega! Isla, isla, isla del archipiélago…

Pero Bourdillat no le oía. Estrechaba la mano del recién llegado, que esperaba sin duda una demostración de aprecio más personal. El político así lo comprendió.

—¿Con que es usted poeta, señor? Está muy bien eso de ser poeta. Cuando en este ramo se da uno a conocer puede llegarse muy lejos. Víctor Hugo murió millonario… Tuve un amigo que escribía algunas cosillas. El pobre murió en Lariboisiere. No digo esto para desanimarle… ¿Y cuántos pies tienen los versos que hace?

—Los hago de todas dimensiones, señor ministro.

—¡Oh, es usted un hombre hábil! ¿Y qué género cultiva de preferencia? ¿Triste, alegre, festivo? ¿Versos para canciones, tal vez? Parece que esto da mucho dinero.

—Cultivo todos los géneros, señor ministro.

—¡Mejor que mejor! En suma, que es usted un verdadero poeta, como los académicos. ¡Bien, hombre, bien! Pero le diré a usted que, a mí, los versos…

Por segunda vez desde su llegada a Clochemerle, el ex ministro tuvo una de esas ocurrencia que tanto contribuyen a la popularidad de un político, y esbozó aquella modesta sonrisa que se dibujaba en su rostro cada vez que quería dar a entender que era hijo de sus obras.

—En materia de versos —dijo— no conozco otros que los "vers de tierra". Hágase usted cargo
[1]
, querido señor Samothrace, que mi verdadero fuerte es la agricultura.

Desgraciadamente, esta delicada alusión de Bourdillat a sus antiguos quehaceres no fue captada por todos los presentes. Pero los que supieron interpretarla la celebraron ruidosamente, y la agudeza, que fue divulgada, creó en el pueblo una gran corriente de simpatía. Para los clochemerlinos constituía una prueba de que los honores no se le habían subido a la cabeza a su ilustre conciudadano, que sabía encontrar la fraseología sencilla tan del gusto de las multitudes.

Un hombre, empero, no compartió el entusiasmo general: el propio poeta que, como muchos de su especie, tenía una tendencia enfermiza a creerse perseguido. Inscribió esta palabra en la cuenta de agravios que su genio había tenido que sufrir. Confundido entre la muchedumbre, pensaba con amargura en la manera como, dos siglos antes, hubiera sido tratado en Versalles. Pensaba en Rabelais, en Racine, en Corneille, en Moliere, en La Fontaine, en Voltaire y en Jean-Jacques Rousseau, protegidos de los reyes y amigos de las princesas. A no ser porque tenía en la mano su poema, una obra maestra de ciento veinte versos, fruto de las noches de cinco semanas y de una fiebre lírica, sazonada con aguardiente de Beaujolais, que le había dejado exhausto, se habría marchado. Iba a leer su obra ante dos mil personas, entre las cuales quizá se encontraban dos o tres verdaderos entendidos. Era aquélla una ocasión que rara vez se le presenta a un poeta en una sociedad en que las selecciones son prácticamente desconocidas.

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