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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (5 page)

BOOK: Clochemerle
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Afortunadamente, cuando, con todo el ardor de la juventud, llegó a Clochemerle para ocupar el sitio de un sacerdote que murió a los cuarenta y dos años, víctima de una gripe complicada con pulmonía, Agustín Ponosse encontró en el presbiterio a Honorine, el prototipo del ama del cura. Esta derramaba copiosas lágrimas en recuerdo del difunto, prueba de una respetable y piadosa fidelidad. Sin embargo, el aspecto vigoroso y lleno de bondad del nuevo cura pareció consolarla rápidamente. Honorine era una mujer de treinta y dos años para la cual la buena administración de un lugar sacerdotal no tenía secretos, una experimentada ama de casa que examinó severamente los andrajos de su nuevo patrón y le reprochó el desaliño de su indumentaria.

—¡Desgraciado! —exclamó—. ¡Qué mal cuidado está usted!

Le aconsejó para el verano el uso de calzoncillos cortos y unas bragas de alpaca que evitan la transpiración excesiva debajo de la sotana, le obligó a que se comprara ropa de franela y le instruyó sobre el modo de ir cómodamente vestido y ligero de ropa mientras estuviera en casa.

Al cura Ponosse le sentó como un bálsamo la consoladora dulzura de aquella vigilancia y dio gracias al Cielo por ello. Con todo, se sentía triste, atormentado por alucinaciones que le robaban el descanso y contra las cuales luchaba, congestionado, como san Antonio en el desierto.

Cada edad tiene sus exigencias y sus goces. Desde hacía diez años, Ponosse limitaba los suyos al tabaco en pipa, y, sobre todo, al excelente vino de Clochemerle, del que había aprendido a hacer uso sabiamente, ciencia que le recompensó poco a poco de su celo apostólico. Expliquémonos.

Cuando, treinta años antes, llegó a Clochemerle, el joven sacerdote Agustín Ponosse encontró la iglesia frecuentada aún por las mujeres, pero abandonada, salvo raras excepciones, por los hombres. Inflamado de ardor juvenil, afanoso de complacer al arzobispo, el nuevo cura, creyendo obrar mejor que el anterior, eterna presunción de la juventud, se propuso acrecentar el número de fieles masculinos y dedicarse a la conversión de las almas. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que no conseguiría ningún ascendiente sobre los hombres mientras no se le conociera como buen catador de vino. El vino era, en Clochemerle, el único tema de conversación y se medía el grado de inteligencia de las personas según la finura de su paladar. Quien, después de tres tragos paseados varias veces en torno a las encías, no sabe decir: "Broilly, Fleurie, Morgon o Juliénas", es para aquellos fervientes viticultores un perfecto imbécil.

Agustín Ponosse era un profano. Durante toda su vida no había bebido más que las horrendas mixturas del seminario, o, en Ardéche, unos vasos de aguapié que no se prestaban a ningún análisis. Los primeros días, la suavidad del vino de Beaujolais lo dejó abrumado.

El sentimiento del deber sostuvo a Ponosse. Pensando sólo en su sagrado ministerio, se prometió a sí mismo dejar a un lado la continencia y asombrar con sus hazañas a los clochemerlinos. Animado por un celo evangélico, comenzó a frecuentar la posada Torbayon, a trincar con unos y con otros y a responder a una chanza con otra chanza, a pesar de que algunas, de tono subido, se referían a la vida privada de los sacerdotes. Con todo, Ponosse nunca se tomaba esto en serio, y los parroquianos de Torbayon llenaban sin parar su vaso, pues se habían jurado emborracharle algún día. Pero el ángel de la guarda de Ponosse velaba para hacerle conservar en el fondo del cerebro una decente lucidez, a fin de que su comportamiento fuera en todo momento compatible con la dignidad eclesiástica. Honorine ayudaba en su tarea a este ángel tutelar. Cuando la ausencia de Ponosse se prolongaba demasiado, ella salía del presbiterio situado en frente de la posada, cruzaba la calle y en el umbral del establecimiento aparecía una figura severa, comparable al remordimiento.

—Señor cura —decía—, en la iglesia preguntan por usted. Venga usted en seguida. Ponosse apuraba su vaso de un trago y se levantaba inmediatamente. Cediéndole el paso, Honorine cerraba luego la puerta, no sin dirigir una mirada terrible a los holgazanes y a los "bebe sin sed" que pervertían a su amo, abusando de su credulidad y de sus buenos sentimientos.

Ese sistema no llevó al redil ninguna oveja descarriada, pero Ponosse adquirió una verdadera competencia en materia de vinos y en consecuencia se granjeó el afecto de los viñadores de Clochemerle, que lo conceptuaban un hombre modesto, que no les atiborraba la cabeza con sermones y que, además, estaba siempre dispuesto a beber un vaso con ellos. En quince años, la nariz de Ponosse floreció magníficamente y llegó a ser una enorme nariz "beaujolaise", cuyo color iba del violeta al púrpura. Aquella nariz inspiraba confianza en toda la comarca.

Nadie puede ser competente en una materia si no tiene afición por ella y la afición trae aparejada la necesidad. Y esto fue lo que le ocurrió a Ponosse. Su consumo cotidiano se elevaba a dos litros de vino, de los que no habría podido prescindir sin grandes sufrimientos. Esta cantidad no le enturbiaba el cerebro, pero lo mantenía en un estado de beatitud un poco artificial que se le hizo progresivamente necesario para soportar los deberes de su ministerio, agravados por las desazones domésticas a causa de Honorine.

A medida que iba envejeciendo, el ama cambió mucho. Cosa curiosa: cuando Ponosse se encerró en una rigurosa reserva, el comportamiento de Honorine no fue tan atento y respetuoso como antes y en pocos días su antigua devoción se esfumó por completo. Sustituyó las oraciones por el rapé que, al parecer, le procuraba goces superiores. Más adelante, metiendo mano en las reservas de viejas botellas acumuladas en la bodega, inestimable riqueza procedente de los dones de las personas piadosas, se puso a beber con tal falta de discernimiento que a veces se daba de narices en la fregadera. Su carácter se agrió, descuidó el servicio y empezó a debilitársele la vista. En la soledad de la cocina, donde Ponosse ya no se atrevía a entrar, fraguaba extrañas maquinaciones y se expresaba en tono amenazador. Las sotanas estaban llenas de manchas, la ropa sin botones y los alzacuellos mal planchados. Ponosse vivía desasosegado. Si en otro tiempo Honorine le había procurado momentos agradables y prestado estimables servicios, le ocasionaba, en su vejez, no pocas molestias. Así se comprende que el preciso aroma de un buen vino fuera más que nunca un consuelo indispensable para el cura de Clochemerle.

Otra clase de consuelos le fue proporcionada por la baronesa de Courtebiche, cuando, en 1917, se instaló definitivamente en Clochemerle. Dos veces al mes, por lo menos, comía en el castillo, invitado por la baronesa. Se le trataba con las atenciones que merecía, no tanto él, personalmente, como los "principios" de los cuales era el rústico representante. ("Un poco «torpe», decía de él la baronesa.) Pero Ponosse no se daba cuenta del matiz, y las atenciones, un poco burdas, que le dispensaban, por el prurito principesco de tratar a las personas de acuerdo con su categoría social, despertaban en él emocionados sentimientos de gratitud. Las estancias en casa de la baronesa, cuando en su edad madura ya no podía esperar nuevos placeres, le revelaron lo que podía ser una comida verdaderamente exquisita servida por camareros adiestrados y con una ostentación de servilletas, cristalería y vajilla de plata adornada con escudos de armas cuyo uso le embarazaba y le encantaba al mismo tiempo.

Así, a los cincuenta y cinco años, conoció Ponosse las pompas del orden social que había servido oscuramente enseñando la cristiana virtud de la resignación, tan favorable al florecimiento de las grandes fortunas. Y admiraba ingenuamente la bondad de aquel orden que, funcionando bajo la fiscalización de la Providencia, permitía honrar magníficamente a un pobre cura aldeano que predicaba la virtud a la medida de sus débiles fuerzas.

El caso es que desde que frecuentaba la casa de la baronesa, el cura Ponosse se había formado del cielo una imagen más sublime. Se lo figuraba decorado y amueblado hasta el infinito como el interior del castillo de Courtebiche, la más deslumbrante morada que conociera. Los goces de la eternidad eran allí los mismos, pero justo es decir que gran parte de su calidad incomparable la debía a la belleza del marco, a la distinción del ambiente y a la numerosa, angelical y silenciosa servidumbre. En cuanto a los anfitriones y a los invitados no eran, ciertamente, de baja estirpe, sino marqueses, princesas, de una gracia sutil, que sabían dar libre curso a las exquisiteces de una conversación espiritual salpicada de incursiones voluptuosas que aplicaban seráficamente a las personas de los bienaventurados, sin que a éstos se les arrebolasen las mejillas ni tuvieran que reprimir su satisfacción. Poder explayarse a sus anchas… Coartado por los escrúpulos y los encantos chabacanos de Honorine, que olía más a lejía que a perfumes de tocador, Ponosse había ignorado hasta entonces en este mundo los deleites de aquella plenitud.

Así era, moral y físicamente, el cura Ponosse en 1922. Debemos añadir que el peso de los años lo había encorvado. Su talla, que había alcanzado un metro sesenta y ocho cuando se presentó al servicio militar, había quedado reducida a un metro sesenta y dos. Pero el diámetro de su cintura se había triplicado. Su salud era bastante buena, excepto frecuentes ahogos, hemorragias por la nariz, ataques de reuma en invierno y agudas molestias, todo el año, en la región hepática. El buen hombre soportaba animosamente estas miserias, que ofrecía a Dios como expiación, y envejecía en paz al amparo de una reputación sin mácula, nunca empañada por el escándalo.

Prosigamos ahora nuestro paseo como si, al salir de la iglesia, torciéramos a la derecha. El primer edificio que encontramos, en la esquina del callejón de los Frailes, es el de las "Galeries Beaujolaises", el establecimiento más importante de Clochemerle, el más acreditado y concurrido. En él se encuentran las últimas novedades, tejidos, sombreros, confección, mercería y calcetería, ultramarinos de las mejores marcas, licores de calidad, juguetes y utensilios para la limpieza. Previo encargo, sirven también cualquier artículo que no suele encontrarse en las tiendas locales. La prosperidad y el atractivo de tan magnífico establecimiento se debía a la sazón a una sola persona.

En el umbral de las "Galeries Beaujolaises", emergiendo del fuego, peinada con rayos de luz hurtados a los astros, podía admirarse a Judith Toumignon, con sus llameantes vellones. El vulgo la denominaba rubia por un afán estúpido de simplificar las cosas, y pelirroja por despecho. Hay que saber distinguir. Existen rubias deslucidas y rubias de color de ladrillo, de un rubio desagradable, opaco, que parecen impregnadas de un sudor acre. Por el contrario, el cabello de Judith Toumignon era de un rojizo color aurífero, del tono de las ciruelas expuestas largo tiempo al sol. En una palabra, era una mujer con miel en las axilas, de un color rubio en el deslumbrante apogeo, una alucinante apoteosis de los tonos más brillantes, exactamente el rubio que se ha convenido en llamar veneciano. El resplandeciente turbante con que se adornaba la cabeza y que descendía sobre la nuca, como en un desmayo sugeridor de infinitas dulzuras, atraía todas las miradas, que quedaban prendidas en ella, corriéndola desde los pies a la cabeza. En cualquier parte de su cuerpo en que se detuvieran, los hombres encontraban motivo para un incomparable deleite, que saboreaban secretamente sin lograr siempre disimular los efluvios a sus mujeres a quienes un íntimo presentimiento les señalaba la ultrajante usurpadora.

Al margen de la escala social, de la educación, de la fortuna y de toda suerte de contingencias, la naturaleza se complace a veces en crear maravillas. Y esta creación de su soberana fantasía toma cuerpo donde a ella se le antoja: una vez es una pastora, otra vez una trapecista, y por esa especie de retos, presta un nuevo impulso a las gravitaciones sociales y prepara nuevas cópulas, nuevos injertos, nuevas componendas entre el deseo y la concupiscencia. Judith Toumignon era una de esas maravillas cuya perfección raras veces se produce. El destino, malicioso, la había situado en el centro del pueblo en funciones de comerciante pronta a mostrarse amable con todo el mundo. Sin embargo, esto no era más que mera apariencia, pues su principal papel, oculto pero profundamente humano, era el de incitadora a los transportes amorosos. Aunque, por su cuenta, no se mantuviera inactiva y no gastara muchos remilgos, su participación en el volumen de efusiones clochemerlinas es escasa en comparación con la misión alegórica y sugestiva que asumía en toda la comarca. Aquella mujer radiante y ardorosa era al mismo tiempo antorcha, vestal opulenta y predicadora ejemplar, encargada por una divinidad pagana de mantener encendida en Clochemerle la llama genésica.

Acerca de Judith Toumignon puede hablarse francamente como de una obra maestra. Bajo la turbadora cabellera, el rostro, un poco ancho aunque bien delineado, de poderosas mandíbulas, dientes irreprochables de persona que come con buen apetito y labios carnosos constantemente humedecidos por la lengua, aparecía animado por unos ojos negros que, por contraste, acusaban aún más su resplandor. Séanos permitido entrar en detalles acerca de aquel cuerpo, tal vez demasiado apetitoso. Las curvas habían sido calculadas de acuerdo con una infalible circunvalación visual. En él, parecían haber colaborado Fídias, Rafael y Rubens. Los volúmenes habían sido modelados con una maestría tan perfecta que no sólo no presentaban ningún signo de insuficiencia, sino que, hábilmente moldeados en la plenitud del conjunto, ofrecían al deseo evidentes puntos de apoyo. Los senos formaban dos promontorios adorables y por doquier había montículos, trampolines, atractivos estuarios, hoyuelos seductores, montes y suaves calveros, donde los peregrinos se hubieran detenido a orar o a apagar sus ardores en los refrigerantes manantiales. Pero el paso por aquellos campos ubérrimos estaba prohibido para quien no estuviera provisto de un salvoconducto de difícil obtención. Con la mirada podía uno recorrerlos, sorprender a veces alguna porción umbrosa, deleitarse en la contemplación de alguna prominencia, pero no estaba permitido aventurarse por ellos físicamente. En cuanto a la piel, era de una sedosa y lechosa blancura cuya sola contemplación hacía enronquecer a los hombres de Clochemerle incitándoles de paso a cometer actos insensatos.

Empeñadas en encontrarle imperfecciones o defectos, las mujeres se rompían uñas y dientes contra aquella perfecta coraza de belleza, bajo cuya protección, Judith Toumignon sabía ser indulgente. Generosas sonrisas florecían en sus hermosos labios, que penetraban como puñales en la carne escasamente disputada de las envidiosas.

BOOK: Clochemerle
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