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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (4 page)

BOOK: Clochemerle
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El alcalde, ladino, se hizo rogar. Tenía el talento, propio de los campesinos, de no conceder nada con facilidad y de ultimar los negocios más fructíferos con un aire de profundo abatimiento. Así que, confiado en que Tafardel apechugaba con una misión difícil, quería dar la impresión de que le arrancaban un favor. Cuanto más ganancioso salía, más compungido se mostraba. Expresaba su contento con los tintes más negros de la desesperación. Cuando un asunto se presentaba excelente, Piéchut, renunciando al orgullo de pasar por astuto, decía modestamente: "Ha sido un buen negocio, aunque yo no haya hecho nada para…" Sacaba de ello una ventaja, que solía expresar con esta moraleja: "Un negocio planteado honradamente, sin ambicionar grandes beneficios, es natural que le deje a uno satisfecho." Este sistema le había granjeado una reputación de hombre probo e íntegro, de buen consejero. Cuando sus convecinos se encontraban en algún apuro acudían a él y le confiaban sus problemas domésticos o de intereses. Con semejante documentación, Piéchut estaba en condiciones de maniobrar certeramente a casi todos sus administradores. Se comprende perfectamente, pues, que disponer a su antojo de Tafardel, era un juego de niños.

Tafardel esperaba en vano, desde hacía muchos años, las palmas académicas, cuya concesión le habría dado en Clochemerle una aureola de prestigio. Como esta recompensa no llegaba, el profesor se figuraba que personajes de influencia le tenían ojeriza. En realidad, nadie se había fijado en Tafardel, por lo que todo debía achacarse al olvido. En aquella región, la visita de los inspectores se hacía muy de tarde en tarde, y, por otra parte, la figura de Tafardel no era propia, ciertamente, para una distinción honorífica. Impresión injusta, hay que decirlo, porque, en el aspecto profesional, Tafardel era de una buena fe incontestable. Verdad es que enseñaba mal, que era latoso y cargante, pero se entregaba a sus deberes con esmero y convicción, sin ahorrarse trabajo… Desgraciadamente, aderezaba sus lecciones con solemnes tostones cívicos que, mezclándose con los temas de estudio, atiborraban el cerebro de los chiquillos.

El alcalde gozaba de la suficiente influencia para lograr que concedieran al profesor la condecoración que tanto anhelaba. Aparte de sus títulos profesionales, Tafardel tenía a su favor probados merecimientos políticos en razón de su lealtad al partido, que Piéchut justipreciaba el primero más que nadie. Pero el alcalde no tenía ninguna prisa porque opinaba que si Tafardel tenía la convicción de que era objeto de persecuciones, esto le inducía a prestar mejores servicios. Su argumentación, era acertada porque el profesor era uno de esos hombres a quienes la virtuosa indignación les es necesaria. Recompensado demasiado pronto, quizá la satisfacción hubiera embotado sus sentidos y la vanidad hubiese suplantado la agitación que le alentaba para el combate en el sentido que más pudiera aprovechar el alcalde.

Sin embargo, aunque Piéchut creía llegado ya el momento de premiar a Tafardel, de acuerdo con su filosofía de aldeano, quería que el secretario le prestara un último e importante servicio, a propósito del urinario. Aunque los clochemerlinos se tomaran a chacota el maestro, nadie le regateaba el crédito que lleva aparejado consigo el ejercicio de la enseñanza. Así, pues, en determinados casos, su influencia podía ser sumamente valiosa.

Al ver a su confidente elevarse al grado de entusiasmo que el asunto requería, Piéchut dijo finalmente:

—¿De verdad le agradaría plantear el asunto al Comité?

—Si quisiera usted encargarme de ello, señor alcalde, lo estimaría una prueba de confianza. Está en juego la reputación del partido. Sabré hablar a esos señores. —¿Se siente usted con ánimos, Tafardel? No será fácil. Hay que desconfiar de Laroudelle.

—Es un ignorante —repuso Tafardel en tono despectivo—. No le temo. —Bueno… Puesto que insiste…

El alcalde cogió al maestro por el revés de la solapa de la americana, en el sitio del ojal.

—Tenga en cuenta, Tafardel, que el triunfo será doble. Esta vez, usted las tendrá…

—¡Oh, señor alcalde! —respondió el profesor, rebosando satisfacción—. No se trata de eso, puede usted creerlo…

—Las tendrá usted. Se lo aseguro. Le doy mi palabra, señor profesor.

—Y yo le doy la mía, señor alcalde, de que se hará lo imposible.

—¡Bravo, Tafardel! La palabra de Piéchut vale tanto como la vendimia en la bodega.

El maestro cogió la mano del alcalde, pero tuvo que retirarla precipitadamente para enjugar sus lentes que a causa de la emoción se habían empañado.

—Y ahora —dijo Barthélemy Piéchut—, vamos a catar el vino nuevo en casa de Torbayon.

Arthur Torbayon, además de posadero y propietario de una agencia de transportes, era el marido de Adela, una mujer de muy buen ver.

Demos algunas explicaciones nuevas, sumamente necesarias, que harán comprender por qué Tafardel se mostró perplejo cuando el alcalde le indicó el emplazamiento que había escogido. Para ello, precisa volver a mirar el plano. En él se ve que la iglesia de Clochemerle está encajada entre dos callejones sin salida, que se denominan, conforme se entra en ellos, a la derecha el "callejón del Cielo" y a la izquierda el "callejón de los Frailes". Esta última denominación se remonta sin duda a los tiempos de la abadía y se supone que los frailes entraban por allí para dirigirse a los oficios religiosos.

El callejón del Cielo, sobre el que da el presbiterio del cura Ponosse, termina en la entrada del cementerio, situado detrás de la iglesia, en la vertiente de la colina, bello emplazamiento soleado donde los muertos están tranquilos.

Delimitado por la iglesia por un lado, y por el otro por un largo paredón en el que la abertura de una puertecita da acceso a la parte trasera de las "Galeries Beaujolaises", uno de los principales establecimientos de Clochemerle, el callejón de los Frailes es un fondo de saco cerrado por los restos de un viejo caserón casi completamente derruido, una de las últimas construcciones del medievo que, en parte, aún se mantenía en pie. En la plaza baja de la casita contigua a la iglesia, había un anexo de la sacristía donde el cura Ponosse enseñaba el catecismo y donde solían reunirse las hijas de María. En el primer piso, compuesto de dos pequeñas habitaciones, vivía la señorita Justine Putet, una soltera cuarentona considerada la más celosa feligresa de Clochemerle. La proximidad del santuario favorecía sus largas estaciones ante el altar, pues no quería dejar a otra persona el cuidado de que no faltaran nunca flores frescas al pie de las sagradas imágenes, lo que le aseguraba un derecho de fiscalización sobre las idas y venidas de los fieles que tomaban el callejón de los Frailes para dirigirse al confesonario, y las actividades del cura Ponosse, que acudía a la sacristía varias veces al día. Esta vigilancia del movimiento de la iglesia daba mucho que hacer a la piadosa Justina, que censuraba acerbamente las costumbres del lugar.

Precisamente, en la entrada del callejón de los Frailes se proponía Barthélemy Piéchut hacer construir su urinario. De ahí el asombro de Tafardel, en razón de la proximidad de la iglesia. Esta proximidad no la hubiera buscado adrede el alcalde de haber podido contar en el centro con otra plaza disponible. Pero no había ninguna y, a decir verdad, Piéchut no se lo tomó muy a pecho. No le disgustaba que su iniciativa adquiriera un cierto carácter de desafío. He aquí por qué.

Desde hacía unos meses, un envidioso, Jules Laroudelle, que trabajaba en la sombra por insinuaciones hipócritas, dirigía contra él, en el seno del Comité, una activa campaña acusándole de peligrosas complacencias con respecto al cura. Como para confirmar esta acusación de Laroudelle, el cura Ponosse, inspirado por la baronesa de Courtebiche, la verdadera dirigente de la parroquia, había pronunciado unas palabras imprudentes. Había declarado públicamente que el alcalde era "un hombre excelente", en modo alguno contrario a los intereses de la Iglesia a pesar de su ideología política y que, a fin de cuentas, era un hombre de quien se podía obtener todo cuanto se quisiera.

Nada tenía que objetar Piéchut a que se pensara así en el castillo, en la casa rectoral y en el arzobispado. El alcalde no menospreciaba ningún poder. Estimaba que todos contribuían a su encumbramiento que pacientemente preparaba. Pero esta aprobación estúpidamente otorgada por el cura era un arma en manos de sus enemigos, y el bilioso Laroudelle la utilizaba ante el Comité y los consejeros municipales de la oposición. El alcalde había tratado secretamente de imbécil al cura Ponosse por haberle creado complicaciones electorales y se había jurado a sí mismo arremeter contra él de una manera ostensible. Y concibió, a este propósito, el proyecto del urinario. Sopesó el pro y el contra y acabó por convencerse de que era una idea magnífica, de esa clase de ideas que a él le gustaban, provechosa para dos fines, sin demasiado compromiso. Situado junto a la iglesia, el urinario disgustaría al cura, y por esta razón no habría dificultad en ser aceptado por la mayoría de los concejales que cerrarían los ojos al examinar los gastos. Así, después de dar vueltas al proyecto durante seis meses, Piéchut llegó a la conclusión de que la instalación de aquel edificio higiénico en el centro de Clochemerle constituiría un sólido jalón en el camino de sus grandes designios. Y confió el proyecto a Tafardel, otro imbécil que él oponía a Ponosse. El, encerrado en el Ayuntamiento, dirigiría la maniobra sin dar la cara, lo mismo que haría, en el campo contrario, desde los salones de su castillo, la baronesa de Courtebiche.

La conversación que acabamos de transcribir es la primera manifestación de un maquiavelismo lugareño que no ha dejado nada al azar y que actúa por vía indirecta.

No tardarán en aparecer numerosos clochemerlinos, nuevas opiniones saldrán a luz y otras rivalidades harán acto de presencia. Pero desde este momento, con el callejón de los Frailes sometido a la estrecha vigilancia de Justine Putet, continuamente al acecho detrás de la cortina descorrida de su ventana, con el urinario cuya construcción va a iniciarse próximamente, con la redoblada actividad de Tafardel impaciente por ver florecer el ojal de su americana, con la ambición a largo plazo de Barthélemy Piéchut, la torpeza apostólica del cura Ponosse y la altanera influencia de la baronesa Alphonsine de Courtebiche (personajes cuyas actividades tendrán grandes alcances), tenemos los principales elementos de una agitación que va a surgir de un modo extraño para llegar de pronto al grado de "escándalos de Clochemerle" y cuyo desenlace será francamente dramático.

Antes de pasar al relato de estos graves incidentes, creemos oportuno prolongarlo con un paseo por el Clochemerle de 1922, paseo que dará ocasión al lector de trabar conocimiento con algunos clochemerlinos notables que desempeñarán un papel evidente o disimulado en la continuación de esta historia. Los personajes que vamos a presentar son todos dignos de mención, no tanto por el cometido que tienen asignado como por su carácter y modo de conducirse.

Capítulo 3
Algunos clochemerlinos importantes

Una observación. Al decir de algunos historiadores de costumbres, los primeros apellidos, aparecidos en Francia hacia el siglo XI, tuvieron su origen en una particularidad física o moral del individuo y con mayor frecuencia se inspiraron en su profesión. Esta teoría parece confirmarse por los apellidos que encontramos en Clochemerle. En 1922, el panadero se llamaba Farinard; el sastre, Futaine; el carnicero, Frissure; el salchichero, Lardon; el carrocero, Bafére; el carpintero, Billebois, y el tonelero, Boitavin. Estos apellidos atestiguan asimismo la fuerza de la tradición en Clochemerle, y que además las profesiones se han transmitido de padres a hijos, en las mismas familias, desde hace unos siglos. Una perseverancia tan señalada demuestra una gran dosis de terquedad, una propensión tenaz en practicar el bien o el mal hasta las últimas consecuencias.

Segunda observación. Casi todos los clochemerlinos pudientes viven agrupados en la parte alta del pueblo, encima de la iglesia. "Es de la parte baja", se dice en Clochemerle para calificar a las personas de condición modesta. "Clochemerlino de abajo", o simplemente "de abajo" es una especie de insulto. En efecto, es en la parte alta del pueblo donde viven Barthélemy Piéchut, el notario Girodot, el farmacéutico Poilphard, el doctor Mouraille, etc. Por poco que se reflexione sobre ello, la cosa se explica. En Clochemerle ha ocurrido, ni más ni menos, lo que en las grandes aglomeraciones urbanas en vías de crecimiento. Los más audaces, los de espíritu conquistador, se han asentado en los espacios nuevos, donde el sitio no estaba al alcance del más osado, mientras que los pusilánimes, condenados al estancamiento, continuaban amontonándose alrededor de las instalaciones del pasado, sin hacer el menor esfuerzo para ensanchar sus límites. En consecuencia, la parte alta del pueblo, entre la iglesia y el recodo de la carretera, es el barrio de los fuertes y de los poderosos.

Tercera observación. A excepción de los comerciantes, los artesanos, los funcionarios, la gendarmería mandada por el brigada Cudoine y una treintena de haraganes que se emplean en bajos menesteres, todos los habitantes del pueblo son viñadores, los más de ellos propietarios o descendientes de antiguos propietarios que cultivan la vid por cuenta de la baronesa de Courtebiche, del notario Girodot o de algunos forasteros o castellanos propietarios de tierras en los alrededores de Clochemerle. De ahí que los clochemerlinos sean orgullosos, incrédulos y amantes de la independencia.

Antes de abandonar la iglesia, digamos unas palabras acerca del cura Ponosse, provocador en cierta medida de los disturbios de Clochemerle. A decir verdad, sin haberlo querido, pues ese cura, tranquilo y sosegado, que ejerce su sacerdocio a la edad en que más le valiera la jubilación, es el primero en rehuir las luchas que sólo dejan en el alma un poso de amargura, sin contribuir, justo es decirlo, a la gloria de Dios.

Cuando el cura Ponosse se instaló, hace una treintena de años, en el pueblo de Clochemerle, había ya "debutado" como vicario en una ingrata parroquia del departamento de Ardeche. Su permanencia en aquella parroquia, apenas lo había desbastado. Seguía siendo un lugareño y no había podido zafarse de la torpeza del seminarista al enfrentarse con las vergonzosas desazones de la pubertad. Las confesiones de las mujeres de Clochemerle, lugar donde los hombres son particularmente activos, le aportaron revelaciones que le pusieron en más de un aprieto. Como en estas materias su experiencia personal era casi inexistente, las respuestas a las torpes preguntas que formulaba le iniciaron en las falsedades de la carne. La horrible luz que estas conversaciones encendieron en su alma le amargaron la soledad en que vivía, poblada siempre de lúbricas e infernales imágenes. De naturaleza sanguínea, Agustín Ponosse no se sentía en modo alguno inclinado al misticismo, tema, por lo general, de las almas atormentadas que suelen albergarse en cuerpos enfermizos. Por el contrario, Ponosse poseía un organismo de una perfecta regularidad, comía con buen apetito y las exigencias de su naturaleza las ocultaba púdicamente la sotana, aunque no por ello impedía que, de vez en cuando, se manifestaran.

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