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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (3 page)

BOOK: Clochemerle
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De paso, expliquemos el origen del nombre de Clochemerle. En el siglo XII, cuando aún no se cultivaba la vid, esta región, sujeta a la dominación de los señores de Beaujeu, estaba poblada de bosques. En el sitio que hoy ocupa Clochemerle se alzaba una abadía, lo que, dicho sea entre paréntesis, nos da la seguridad de que el emplazamiento no podía ser mejor escogido. La iglesia de la abadía, de la que restan hoy día, mezcladas entre los cuerpos de edificios levantados posteriormente, un frontispicio, una encantadora torrecilla, algunas cimbras romanas y unos muros muy gruesos, estaba rodeada de altos y corpulentos árboles en los cuales solían posarse los mirlos. Cuando sonaba la campana, los mirlos echaban a volar. Los lugareños de entonces decían "la campana de los mirlos". Y el nombre quedó.

Emprendemos aquí una labor propia de un historiador referente a los acontecimientos que causaron una gran sensación en el transcurso del año 1923, de los cuales habló extensamente la prensa de la época, bajo este título adoptado por la casi totalidad de los periódicos:
Los escándalos de Clochemerle
. Es conveniente abordar esta tarea con la seriedad y la circunspección propias del caso. Sólo así podremos deducir las enseñanzas pertinentes de una serie de hechos que han permanecido oscuros y a punto de caer en el olvido. Si no hubiera existido en Clochemerle-en-Beaujolais un alcalde ambicioso y una árida señorita llamada Justine Putet, agriada por la soledad del celibato, al acecho siempre del mejor paso de sus contemporáneos, no se hubieran producido, sin duda, en esta agradable población, ni sacrilegios ni efusiones de sangre, sin contar con numerosas repercusiones secundarias que, a pesar de no haber sido de dominio público, han trastornado la vida de ciertas personas que parecían estar al abrigo de los azares de la suerte.

De ahí deducirá el lector que si bien los acontecimientos que vamos a relatar tuvieron su origen en hechos aparentemente insignificantes, no por ello dejaron de adquirir un alcance considerable. Intervino la pasión, con la violencia con que a veces se manifiesta en los pueblos, donde, largo tiempo adormecida por falta de alimento, se manifiesta de pronto con un ímpetu feroz que impele a los hombres a cometer actos de desenfreno totalmente desproporcionados con las causas que han servido de pretexto. Y precisamente porque estas causas podrían parecer irrisorias, vistas las consecuencias que se han derivado de ellas, es conveniente señalar las características de esta región del Beaujolais, donde se originaron los disturbios cuyo origen puede calificarse de bufo, pero que, no obstante, llegaron casi a imprimir un nuevo rumbo a los destinos del país.

Una cosa es cierta. Como región y como comarca productora de vinos, el Beaujolais es poco conocido por los gastrónomos y los turistas. Como tierras de viñedo, se la considera a veces como un apéndice de la Borgoña, simplemente como la cola de un cometa. Lejos del Ródano, son muchos los que creen que un Morgon no es más que una grosera imitación de un Corton. Craso e imperdonable error, cometido por personas que beben sin discernimiento alguno, influidos por el prestigio de una etiqueta o por las dudosas afirmaciones de un
maître
de hotel. Bajo los usurpados blasones de las cápsulas, son pocos los bebedores que saben distinguir lo auténtico de lo falso. En realidad, el vino de Beaujolais tiene sus virtudes particulares, un "bouquet" que no puede confundirse con otro.

Debido a la situación de esos viñedos, los turistas no suelen frecuentar esas tierras. Mientras la Borgoña, entre Beaune y Dijon, extiende sus ribazos a una y otra parte de la misma carretera nacional número 6 que flanquea el Beaujolais, esta última región abarca una serie de montañas que se elevan al margen de los grandes itinerarios; completamente tapizadas de viñedos, a una altura que varía entre doscientos y quinientos metros, y cuyas cimas más altas, que la protegen de los vientos del Oeste, llegan a los mil metros. Al abrigo de estas sucesivas mamparas de alturas, las aglomeraciones "beaujolaises", azotadas por un aire salubre, se yerguen en un aislamiento que recuerdan la época feudal. Pero el turista sigue ciegamente el valle del Saona, por cierto muy risueño, sin sospechar siquiera que a pocos kilómetros de distancia se halla uno de los más pintorescos y soleados rincones de Francia. La falta de información le hace perder una de las mejores ocasiones que puede encontrar para su asombro y admiración. El Beaujolais sigue siendo una región reservada a los escasos entusiastas que van allí en busca de paz y sosiego y de la variedad de sus perspectivas inmensas, mientras los automovilistas domingueros revientan sus cilindros con una marcha endiablada que los conduce a los mismos lugares atestados.

Si entre los lectores se encuentran algunos turistas a quienes les guste hacer descubrimientos nos permitiremos darles un consejo. A unos tres kilómetros al norte de Villefranche-sur-Saone, hallarán a su izquierda un pequeño ramal, generalmente desdeñado por los automovilistas, que conduce a la carretera de segundo orden número 15 bis. Les aconsejamos que sigan esta ruta y enfilen luego la carretera número 20. Esta segunda vía los conducirá a un valle umbroso, fresco y al abrigo de los vientos, exornado de viejas mansiones al estilo de las casas señoriales campesinas cuyas ventanas se abren a frondosas explanadas y cuyas terrazas parecen hechas a propósito para extasiarse en la contemplación de las alboradas y de los ocasos. La carretera va subiendo casi imperceptiblemente, para trepar luego a través de una teoría de amplias revueltas. Poco a poco van sucediéndose virajes y valles, uno va dando más vueltas y encaramándose hacia lo alto, y pasa de una planicie a otra moteadas de silenciosos pueblecitos, surgiendo de vez en cuando, en la lejanía, la oscura pantalla de los bosques a través de los cuales serpentean los agrestes senderos. Cada altura alcanzada es una conquista sobre un horizonte limitado a lo lejos por los Alpes y el Jura. Unos kilómetros más y finalmente, al doblar el último recodo, aparece ante nuestra vista el valle que buscábamos, y en él, situada a media altura de la otra pendiente, a unos cuatrocientos metros de altitud, una gran aglomeración. Hemos llegado a Clochemerle-en-Beaujolais, presidida por su campanario románico, testimonio de otra época, que lleva sobre sí el peso de nueve siglos.

Es de suma importancia, para comprender bien los acontecimientos que vamos a relatar, darse cuenta de la disposición de los lugares. Si la configuración de Clochemerle hubiera sido distinta, los hechos que vamos a narrar no se habrían, probablemente, producido. Interesa, pues, dar al lector una idea clara de la topografía de Clochemerle, y para ello ningún medio mejor que ofrecer a su examen un extracto sumario del plano catastral acompañándolo con algunas explicaciones.

Construido de Oeste a Este a ambos lados de una empinada carretera que enlaza el flanco de la colina en la que está situado, el pueblo de Clochemerle ha sufrido, a través de los siglos, varias modificaciones. Comenzó a tomar cuerpo en la parte inferior de la cuesta, la mejor protegida de los azotes de las borrascas, en una época en que los medios de defensa contra las inclemencias del tiempo eran muy rudimentarios. Su punto más elevado lo constituía entonces la iglesia y algunas viejas murallas sobre cuyos basamentos se edificaron las casas colindantes. La expresión del viejo burgo, consecuencia del desarrollo del cultivo de la vid, se hizo, pues, poco a poco, en dirección Este, pero con cierto temor, procurando que las nuevas edificaciones no estuvieran alejadas unas de otras, porque los hombres de aquel tiempo no se atrevían a mantenerse apartados de una comunidad que les era constantemente necesaria. De ahí que las parcelas se toquen unas a las otras y que lo que antes eran las afueras del pueblo sean hoy el centro.

El resultado de estas modificaciones fue trasladar hacia el Este todo el espacio disponible hasta el gran recodo de la carretera, en el punto donde la colina forma una especie de espolón. En el saliente de este espolón se proyectó, en 1878, la plaza Mayor de Clochemerle, al borde de la cual se construyó, en 1892, la nueva Casa Consistorial, que sirve al mismo tiempo de escuela.

Estas explicaciones permiten comprender por qué el edificio concebido por Barthélemy Piéchut no hubiera prestado grandes servicios en la plaza Mayor, al extremo de un pueblo que se extiende a lo largo de una vía única de unos cuatrocientos metros de longitud. Para que el urinario fuera de utilidad general había que situarlo en un lugar de fácil acceso, sin dar ventajas a un sector de Clochemerle en detrimento del otro. La mejor solución hubiera sido, indiscutiblemente, construir tres urinarios equidistantes, uno para el barrio alto, otro para el barrio bajo y el tercero para el centro. Así lo pensó en principio el alcalde, pero, para empezar, era ésta una empresa demasiado atrevida. Actuando de una manera prudente, se apuntaría un éxito. En cambio, si diera muestras de una amplitud de miras, acarrearía sobre sí una gran impopularidad, pues sus enemigos le acusarían de malversar los fondos municipales. Un pueblo como Clochemerle, que no había tenido urinario durante más de mil años, no tenía necesidad de disponer de tres de la noche a la mañana, sobre todo teniéndolos que pagar con su dinero. Y con mayor razón cuanto el uso del urinario exigiría una previa educación de los clochemerlinos o quizás una disposición municipal.

Hombres que habían meado, de padre a hijo, al pie de las paredes o donde les viniera en gana, de acuerdo con sus necesidades, con la pródiga generosidad renal que proporciona el vino de Clochemerle, que aseguran ser de efectos saludables para el riñon, no se mostrarían, ciertamente, dispuestos a expansionarse en un lugar determinado, desprovisto de los modestos atractivos que deparan las fantasías de un chorro bien dirigido a la caza de un pulgón, bombeando una hierba, ahogando hormigas o acorralando una araña en la tela que ha tejido. En el campo, donde las distracciones escasean, hay que tener en cuenta los más ínfimos placeres. Y sobre todo, no echar en saco roto el viril privilegio de mear de pie, de una manera ostensible y desenvuelta, lo que contribuye al prestigio de uno cerca de las mujeres, respecto a las cuales conviene a veces hacer hincapié sobre su inferioridad para darles a entender así que deben refrenar su lengua y moderar el tono de su voz.

Barthélemy Piéchut no ignoraba todo esto, por lo que, concediendo una gran importancia al lugar de emplazamiento, no lo determinó hasta después de profundas reflexiones. Es preciso subrayar que la elección del sitio se hacía muy difícil por la falta de calles laterales, habida cuenta de que la grande arteria de Clochemerle estaba bordeada de fachadas, almacenes, frontispicios y verjas, límites de la propiedad privada respecto a los cuales el municipio no tenía ningún derecho.

Volvamos ahora a nuestros dos hombres. Dejando la plaza, han enfilado la calle Mayor hasta llegar al centro del pueblo señalado por la iglesia, donde nunca entra Tafardel y raras veces Barthélemy Piéchut. El primero se abstiene por convicción fanática. El segundo transige por tolerancia política, pues no quiere que su actitud envuelva una censura respecto a una parte de sus administrados. De todos modos, la esposa del alcalde va regularmente a la iglesia, y su hija Francine, a la que se quiere dar una educación esmerada, termina sus estudios con las religiosas de Macon. Esta especie de compromisos son corrientes en Clochemerle, donde el sectarismo, humanizado por el buen humor que instila el vino del Beaujolais, no es ciertamente intratable. Los clochemerlinos se hacen cargo de que un hombre influyente como Barthélemy Piéchut debe asegurarse la cooperación de las personas inteligentes, sean del campo que sean, sin dejar por ello de manifestar una hostilidad de principio a los curas, punto importante de su propaganda.

Barthélemy Piéchut se detuvo solemnemente delante de la iglesia, aunque adoptando una actitud que permitiera suponer a los curiosos que estuvieran al acecho que el detenerse allí no era con ninguna intención formal. Y con un movimiento de cabeza, sin señalarlo con el dedo, indicó el emplazamiento.

—Lo instalaremos aquí —dijo.

—¿Aquí? —preguntó en voz baja Tafardel, sorprendido—. ¿El urinario aquí?

—¡Pues claro! —exclamó el alcalde—. ¿Dónde podría estar mejor?

—Tiene usted razón, señor Piéchut. En ninguna parte como aquí. Pero, tan cerca de la iglesia… ¿No cree usted que el cura…?

—¡Tafardel! ¿Es usted ahora quien tiene miedo del cura?

—¡Oh, no, señor Piéchut! ¡Miedo, no! Nosotros hemos suprimido la horca y hemos cortado las uñas a esos señores de sotana. Era una simple observación. Hay que desconfiar de esas gentes, siempre dispuestas a entorpecer la marcha del progreso…

El alcalde titubeó, mas no expresó con claridad su pensamiento. Y adoptando una actitud jovial, dijo:

—En fin, Tafardel. ¿Ha pensado usted en un sitio mejor? Dígalo.

—Mejor sitio que éste no lo hay, señor Piéchut.

—Entonces… ¿Acaso el bienestar tiene que estar supeditado a comadreos de sacristán? Usted, Tafardel, que es hombre justo e instruido, determinará sobre el caso.

A base de estas pequeñas adulaciones se obtenía del maestro una lealtad a toda prueba. Y Piéchut lo sabía, porque sobresalía como ninguno en el arte de sacarle a uno cuanto pudiera dar de sí.

—Si éste es su deseo, señor alcalde —dijo Tafardel en tono solemne—, tomaré a mi cargo la defensa del proyecto ante el Comité. Es más, le suplico que deje este asunto en mis manos.

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