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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (7 page)

BOOK: Clochemerle
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—¡Deja que lo diga, por Dios! —insistió Toumignon—. No son frecuentes las ocasiones de reír en este pueblo de imbéciles, Parece que la gente dice que se entiende usted con Judith… ¿No le hace a usted reír?

—¡Cállate, Frangois! —repitió la adúltera.

Pero Toumignon estaba ya lanzado y no se anduvo por las ramas.

—¿A usted qué le parece, señor Hippolyte? ¿Verdad que Judith es una mujer apetitosa? Pues bien, yo le digo que no es una mujer, sino un témpano de hielo. Si usted lograra deshelarla, le pagaría bien el servicio prestado. No tenga usted reparos. Por de pronto, le dejo con ella. Tengo que ir a casa de Piéchut. Aproveche la ocasión, señor Hippolyte. A ver si es usted más listo que yo.

Y antes de cerrar la puerta recomendó una vez más:

—Si alguien te ofende, Judith, me lo envías en seguida… ¿Has comprendido?

Nunca el apuesto escribano había sido tan ardorosamente amado por la hermosa comerciante. Y este arreglo bajo el signo de la confianza, hizo perdurable la felicidad de tres seres.

Capítulo 4
Algunos clochemerlinos importantes (Continuación)

A unos treinta metros de las "Galeries Beaujolaises" se encuentra la oficina de Correos, regentada por la señorita Voujon, y diez metros más allá, el estanco de la señora Fouache. Ya tendremos ocasión de volver a hablar de esta mujer. Cerca del estanco, la casa del doctor Mouraille destacaba con su gran placa de cobre y la puerta metálica de un garaje en la planta baja, todavía único en Clochemerle.

El doctor Mouraille era un hombre como la mayor parte de los mortales. A los cincuenta y tres años era robusto, de tez encarnada, chillón, librepensador y, según decían los enfermos, un bruto. Ejercía la medicina con un fatalismo que dejaba a la naturaleza la iniciativa y el desenlace de las enfermedades. Decidióse a adoptar este método después de quince años de experiencias y estadísticas. Médico joven, el doctor Mouraille cometió, respecto a la salud del cuerpo, el mismo error que cometiera de joven el cura Ponosse en lo concerniente a la salvación de las almas: un exceso de celo. El doctor Mouraille combatió las enfermedades a base de diagnósticos atrevidos, producto de su imaginación, y de violentas contraofensivas terapéuticas. Este sistema le deparó un veintitrés por ciento de defunciones en los casos graves, porcentaje que se redujo rápidamente al nueve por ciento cuando optó por someterse a los dictados de la medicina oficial, como generalmente hacían sus colegas de las regiones vecinas.

El doctor Mouraille, conceptuado como buen bebedor, era considerado un técnico, rara distinción en Clochemerle en lo referente a los aperitivos, costumbre que adquirió en la época de sus estudios, que habían sido bastante prolongados y consagrados por partes iguales a las cervecerías, a las carreras de caballos, a las mesas de póquer, a las casas de mala nota, a las excursiones al campo y a la Facultad. De todos modos, los clochemerlinos sentían un gran respeto por su médico porque pensaban que un día u otro caerían en sus manos, con lo que tendría ocasión de vengarse de un agravio recibido con un tajo equivocado del bisturí en un absceso o una extracción hecha de mala gana. En efecto, el doctor entraba a saco en las mandíbulas de Clochemerle, es decir, que practicaba las extracciones utilizando un instrumental rudimentario y terrorífico que manejaba, sin soltar prenda, con una energía indomable. Conceptuaba el empaste como cosa de charlatanes y la anestesia como una complicación inútil. Opinaba que el dolor es por sí mismo su antídoto y que la sorpresa constituye por sí un excelente auxiliar. Llevando a la práctica sus observaciones, empleaba una técnica operatoria rápida y generalmente eficaz. Sin previo aviso, asestaba un formidable puñetazo en las mejillas del paciente, deformadas por la fluxión, que dejaba a éste casi sin sentido. En la boca abierta por los arrebatos del dolor, introducía las tenazas hasta el maxilar y empezaba a dar tirones, hasta la extirpación completa y con absoluto desprecio a las periostitis, aflujos de pus y horrísonos aullidos. El paciente se levantaba tan desatinado que pagaba inmediatamente, gesto absolutamente inusitado en Clochemerle.

Procedimientos tan vigorosos obligaban a la gente a mostrarse circunspecta. Nadie en el pueblo hubiera osado manifestarse contra el doctor Mouraille. Pero éste escogía de por sí a sus enemigos entre los que se contaba el cura Ponosse, sólo porque en una ocasión se metió en cosas que no le importaban a propósito del vientre de Sidonie Sauvy. Merece la pena contarlo. Pero hay que oírlo de labios de Babette Manopoux, una de las lenguas más elocuentes de Clochemerle, especializada en relatos de este género. Escuchémosla:

"—A Sidonie Sauvy empezó a abultársele el vientre. A su edad, por supuesto, no cabe pensar en que haya tenido un desliz. No faltan, sin embargo, chismosas que aseguran que Sidonie, cuando era joven, daba asilo bajo sus faldas al mismísimo diablo. Pero todo eso son historias que no han podido comprobarse y que, por otra parte, se remontan a muchos años atrás. De una mujer que ha pasado ya los sesenta, nadie se acuerda de lo que haya podido hacer en su juventud. A decir verdad, que haya obrado bien o mal no tiene importancia porque ahora le está vedado tal género de pecados. Pero a Sidonie le iba aumentando el vientre de volumen, como una calabaza al sol en verano. Y debido a esa hinchazón, parece ser que no podía hacer sus necesidades. Le producía una fluxión intestinal…

"—¿Quiere usted decir una oclusión intestinal, señora Manopoux?

"—Las mismas palabras, como ha dicho usted muy bien, ha pronunciado el señor doctor. Yo hablaba de fluxión porque se trata también de una hinchazón. Mas, al parecer, a la hinchazón del vientre no se le da el mismo nombre que a la de la mejilla. El vientre de Sidonie era, pues, motivo de gran preocupación para sus hijos, especialmente para Alfred. Aquella misma tarde Alfred se decidió a preguntarle:

"—¿No te encuentras bien, madre? ¿No te sientes algo así como un poco acalorada?

"No dijo más. Sidonie no respondió ni sí ni no, porque no sabía lo que ocurría en su vientre. Pero he aquí que la Sidonie pilla una fiebre violenta y se pasa la noche revolviéndose ruidosamente en la cama. Al día siguiente, sus hijos esperaron hasta las nueve, para tener la seguridad de que no podía sanar sin ayuda ajena, porque no hay que despilfarrar, sin necesidad, el dinero que cuesta una visita. Finalmente, Alfred sentenció que no había de tenerse en cuenta la economía y que sería más cristiano mandar a buscar al doctor.

"¿Conoce usted al doctor Mouraille? Es un hombre muy entendido en fracturas de miembros. Esto nadie lo pone en duda. El curó la pierna de Henri Brodequin cuando cayó de la escalera al varear los nogales, y el brazo de Antoine Patrigot cuando se lo dislocó al darle a la manivela de un camión. Pero en cuanto a las enfermedades internas, el doctor Mouraille no es tan entendido como en las fracturas. Helo aquí, pues, en casa de los Sauvy. Levanta las ropas de la cama donde yace la Sidonie. En seguida ve de qué se trata. "

"—¿Qué hace?

"—No hace nada en absoluto —responde Alfred.

"Cuando el doctor terminó de palpar el vientre de la Sidonie, duro y casi tan voluminoso como un tonel, dijo a los hijos:"

"—¡Vamos fuera!

"Cuando estuvieron todos en el patio, el doctor Mouraille dijo a Alfred:

"—Tal como está, es lo mismo que si estuviera muerta.

"—¿A causa del vientre? —preguntó Alfred—. ¿Qué tiene dentro?

"—Gases —repuso el doctor Mouraille—. O le hacen estallar el vientre en mil pedazos o la asfixian. Tanto en un caso como en otro, lo irreparable puede sobrevenir hoy mismo o mañana.

"Y tras estas palabras, el doctor Mouraille se marchó, con el aire de quien está en posesión de la verdad. ¡Es una vergüenza pensar que por estas palabras se le pagan a un médico veinte francos, sólo porque dispone de un automóvil para pronunciarlas a domicilio! Sobre todo cuando se trata de mentiras, como éste es el caso, y voy a demostrárselo.

"—¿Malas noticias? —preguntó Sidonie a Alfred, cuando éste volvió del patio.

"—Sí, malas noticias —contestó Alfred.

"De las palabras de Alfred dedujo Sidonie que las cosas iban de mal en peor, hasta el punto de que no irían ya a ninguna parte. Cabe decir que la Sidonie era una mujer dotada de un gran espíritu de resignación, sobre todo desde que había franqueado la edad de la menopausia. Así, pues, cuando se dio cuenta de que en cualquier momento podía dar las buenas noches a la compañía solicitó la visita del sacerdote, que era ya nuestro cura Ponosse, a quien ustedes conocen.

"Cuando se interesan en una casa por la presencia del cura es señal de que las cosas no marchan como es debido. Ponosse acudió, pues, y con ademanes suaves y buenas palabras preguntó si ocurría algo anormal. Le pusieron al corriente del estado en que se hallaba el vientre de la Sidonie, que se resistía a funcionar, y de la opinón del doctor Mouraille que no daba un ochavo por su pellejo. Ponosse solicitó entonces que levantaran las ropas de la cama y le dejaran ver el vientre de la Sidonie, lo que en principio dejó a todos estupefactos. Pero Alfred pensó en seguida que en el estado en que la pobre mujer se encontraba no era ciertamente la curiosidad el incentivo del cura. Ponosse palpó repetidas veces el vientre de la Sidonie, del mismo modo que hiciera antes el doctor Mouraille. Pero, por lo visto, Ponosse se traía algo en la mollera.

"—Ya está —dijo—. Conseguiré que obre. ¿Tiene usted aceite puro de oliva? —preguntó a Alfred.

"Alfred trajo una botella llena. Ponosse dio a beber a la Sidonie dos vasos llenos. Y le recomendó, además que dijera varios rosarios, tantos como pudiera, para que Dios coadyuvara también el bienestar de que gozaría después de sus deposiciones. Luego Ponosse se marchó tranquilamente, no sin insistir cerca de los familiares de la Sidonie diciéndoles que no se preocuparan demasiado.

"Sidonie, en efecto, se soltó las tripas como había dicho el cura, pero con tal frecuencia que apenas podía contenerse y, como pueden ustedes figurarse, despedía continuamente los gases que tenía almacenados, que si por un lado apestaban, por otro le ensordecían a uno… Sentíase en las calles el mismo hedor de los días en que vacían las letrinas. Todo el mundo lo notaba y la gente decía:

—"¡Es el vientre de la Sidonie, que se descarga!

"Se descargó de tal modo que al cabo de dos días la mujer se puso una chambra y, vivaracha como una jovencita, comenzó a contar por las calles de Clochemerle que el doctor Mouraille había querido asesinarla y que el cura Ponosse había obrado un milagro en su vientre sólo con aceite bendito.

"Y, créame usted, esta historia del vientre de Sidonie, curada milagrosamente con aceite y el rezo de rosarios, causó gran sensación en Clochemerle y echó una mano a los negocios divinos. Lo cierto es que desde entonces la gente procura estar a partir un piñón con el cura Ponosse, incluso los que no van a la iglesia. Y no pocas veces, en caso de enfermedad, acuden a él antes que al doctor Mouraille, que se portó como un perfecto idiota en el asunto de la Sidonie. De ahí la ojeriza que siente por Ponosse. Desde aquel día no se miran con buenos ojos. Y no es que sea culpa del cura, que en cierto sentido es un buen hombre, modesto y, según los viñadores, un buen catador del vino del Beaujolais."

Poilphard, el farmacéutico, era un hombre extraño, enjuto de carnes, incoloro y mustio. Exactamente en el sitio donde se tonsuran los sacerdotes, tenía una lupia del tamaño de una ciruela Claudia, y la preocupación de disimular aquella protuberancia le hacía cubrirse la cabeza con un gorro rematado con una borla que le daba un aspecto de alquimista triste. La vida había sido para él pródiga en sinsabores, pero no era menos cierto que sentía vocación por la tristeza. La desesperación era en él un estado congénito. No recordaba haber visto nunca reír a su madre y no había conocido a su padre, que murió muy joven, posiblemente de aburrimiento, o para emanciparse de una esposa irreprochable cuya sola presencia le incitaba a marcharse a otra parte, aunque fuera al purgatorio. Poilphard había heredado de su madre la facultad de segregar una abrumadora melancolía y la vida, que no rehúsa a esa especie de don la ocasión de ejercitarse, le proporcionó ya de joven motivos de perdurables lamentaciones. He aquí, en dos palabras, su historia:

Antes de establecerse en Clochemerle, Dieudonné Poilphard pidió la mano de una hermosa muchacha, huérfana, a la que la pobreza y los buenos consejos de unos tutores que tenían gran interés en casarla no le permitían rechazar una oferta honorable. Esta muchacha había recibido una educación religiosa en un colegio de monjas. En el último momento, después de haber encendido una vela en la iglesia, quiso decidir su futuro a cara o cruz con una moneda. Si salía cara, entraba en el convento; si salía cruz, se casaba con Poilphard. Después de las amenazas de sus tutores, no se le presentaban más que estas dos salidas y ambas le eran indiferentes. Salió cruz. La muchacha pensó que tal era la voluntad divina. Se casó con Poilphard, que la abrumó y la aburrió de tal modo que la pobre murió lo más pronto que le fue posible. Dejó una hija que se le parecía mucho y que era motivo de constantes remordimientos para el viudo porque le recordaba a su esposa.

Después de la muerte de su mujer, Poilphard tomó toda clase de disposiciones para poder llorar a sus anchas. Mandó a su hija a una pensión y puso un sustituto al frente de la farmacia, cuyos ingresos regulares estaban asegurados mediante un acuerdo con el doctor Mouraille, que percibía un porcentaje sobre las recetas. Desocupado como estaba, el farmacéutico hacía frecuentes viajes a Lyon, impelido por necesidades de orden sentimental y sexual de carácter particular. Cerraba tratos con busconas, de las que solicitaba singulares servicios, como por ejemplo, tenderse desnudas, envueltas en una sábana a modo de mortaja, con una rigidez cadavérica, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre un pequeño crucifijo que él llevaba siempre consigo. Después se arrodillaba al pie de la cama y rompía en sollozos. Cuando abandonaba, con el rostro lívido, a las hermosas resucitadas, se dirigía al cementerio atraído por un interés de coleccionista. Iba en busca de los epitafios raros y los anotaba en su carnet a fin de enriquecer una colección que le proporcionaba, en las veladas de Clochemerle, abundantes temas para sus lúgubres sueños.

Tafardel tenía en gran estima a Poilphard, cuyo aire sombrío concordaba muy bien con su continente solemne. Iba con frecuencia a la farmacia donde se empeñaba en descifrar las sabias inscripciones de los botes. Poilphard era también objeto de una tierna simpatía por parte de ciertas señoritas de Clochemerle que habían llegado al límite de esa edad en que una solterona puede aún contraer matrimonio con un viudo sin grandes atractivos, cuyos sentimientos están ya en reposo, las rarezas bien determinadas y que tiene sobre todo necesidad de una compañera para el cuidado de su ropa, la aplicación de cataplasmas y el alivio de las dolencias y achaques.

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