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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (6 page)

BOOK: Clochemerle
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Las mujeres de Clochemerle, por lo menos las que podían vanagloriarse de reunir las condiciones necesarias para una competición amorosa, odiaban secretamente a Judith Toumignon. Odio injusto e ingrato, pues no había una de esas mujeres despechadas que no le fuera deudora, con el favor de una oscuridad propicia a las sustituciones, de homenajes desviados de su destino ideal que se esforzaban en conseguirlo por medios de fortuna.

Las "Galeries Beaujolaises" estaban de tal modo situadas en el centro del pueblo que los moradores de Clochemerle pasaban por delante del establecimiento casi todos los días, y casi todos los días, sin recatarse o a hurtadillas, cínicamente o hipócritamente, según su temperamento, su reputación o el cargo que ejercían, contemplaban a la Olímpica. Estimulados por aquellas formas incitantes, en cuanto llegaban a sus casas se sentían más animosos para consumir el insípido condumio de los actos legítimos. En la vieja olla del puchero casero, la imagen de Judith era pimienta y especias exóticas. En el cielo nocturno de Clochemerle su irradiación era una refulgente constelación de Venus, una orientadora estrella polar para los desdichados perdidos en regiones desiertas con una mujer hosca y fría por única compañía y para los mozos atosigados por la sed en medio de las sofocantes soledades de la timidez. Desde el ángelus de la tarde al ángelus de la mañana, todo Clochemerle descansaba, soñaba y trabajaba bajo el signo de Judith, sonriente diosa de las cópulas satisfechas y de los deberes recompensados, y dispensadora de remuneradoras ilusiones a los hombres de buena voluntad que se esforzaran con buen ánimo. Gracias al virtuoso poder de aquella sacerdotisa milagrosa, ningún clochemerlino se entregaba al sueño con las manos vacías. La radiante Judith enfervorizaba incluso a los aquietados ancianos. No ocultándoles ninguna de las opulencias de su cuerpo, Ruth generosamente inclinada sobre aquellos viejos Booz, friolentos, desdentados y temblorosos, aún obtenía de ellos débiles estremecimientos que los regocijaban un poco antes de sumirse en el frío de la tumba.

¿Puede describirse mejor la hermosa comerciante en la época de su máximo esplendor e influencia? Léase lo que nos ha contado de ella el guardabosque Cyprien Beausoleil que, por escrúpulos profesionales, según asegura, ha mostrado siempre un especial interés por las mujeres de Clochemerle.

—Mientras las mujeres se mantienen tranquilas, todo marcha bien. Pero para que se mantengan tranquilas, los hombres no deben mostrarse holgazanes.

La gente afirma que, en este sentido, Beausoleil fue un trabajador caritativo, compasivo y fraternal, siempre dispuesto a echar una mano a los amedrentados clochemerlinos cuyas mujeres se manifestaban demasiado arrogantes y chillonas. De todos modos, el guardabosque guardaba el secreto de los pequeños favores que prestaba a sus amigos. He aquí con qué sencillez se expresa:

—Esa Judith Toumignon, señor, cuando reía, dejaba ver todo el interior de su boca, húmedo de saliva, con los dientes perfectamente alineados, y, en medio, su hermosa lengua, ancha y sosegada, que parecía una golosina. Con su sonrisa dulce y mojada, a veces semejaba un bostezo, Judith, señor, le hacía a uno pensar en muchas cosas. Pero la sonrisa no era todo. Había algo más que prometía… Yo diría, señor, que esa condenada criatura ha puesto enfermos a todos los hombres de Clochemerle.

—¿Enfermos, señor Beausoleil?

—Sí, señor, le repito que se les ha trastornado la mollera. Enfermos se han puesto a fuerza de retener la mano que porfiaba en posarse en determinados parajes, como no he visto semejantes en ninguna otra mujer, y que Judith parecía poner al alcance de uno. ¡Cuántas veces, señor, le he dicho desde el fondo de mí mismo que no era más que una zorra! Después de haberla visto y de pensar demasiado en ella, me vengaba de mis torturas y la insultaba, aunque, debo decirlo, en términos cariñosos. Porque después de verla, era casi imposible ahuyentarla del pensamiento. Y le hervía a uno la sangre al contemplar todo el muestrario que exhibía, como quien no se da cuenta, pero, ¡ay!, insinuando las morbideces de sus opulentas caderas bajo el ceñido vestido y provocando con sus senos descarados, aprovechándose de que el idiota de Toumignon estaba cerca de ella y que, ¡claro!, no podía uno cortejarla, la maldita bribona. Y cuando Judith pasaba dejando husmear sus provisiones de hermosas carnes, blancas y suaves, sin que uno pudiera arrimarse a ellas, ¡voto a cien mil diablos!, se sentía uno como sino hubiera comido en diez días… Finalmente, resolví no acercarme más por su casa. Ver a aquella mujer me producía calambres. Y la cabeza se me iba, como cuando cogí una insolación. Fue el año anterior a la guerra, un año caluroso por demás. Hay que decir que aquel amago de insolación se debió en gran parte a que llevaba puesto el quepis, que impide que el aire circule por la cabeza. En los días en que el calor aprieta, como suele ocurrir en los años de sequía, si tiene uno que exponerse al sol no debe beber vino que pase de diez grados. Y aquel día, en casa de Lamolire, bebí un mosto que debía de tener entre los trece y los catorce, dos viejas botellas que sacó de su bodega para obsequiarme por un servicio que le había prestado. Como uno es guardabosque, tiene ocasión de hacer favores, lo que le da a uno categoría y la posibilidad de estar a buenas con todo el mundo o de fastidiar a quien sea, de acuerdo con las conveniencias de uno, según sea en un sentido o en otro, y si le interesa a uno que las cosas sean de un modo o de otro…

Pero ya es tiempo de que volvamos a Judith Toumignon, emperatriz de Clochemerle, a quien todos los hombres rendían tributo de admiración y deseo, y blanco, para todas las mujeres, de un odio contenido, alimentado cada día por el ansia de que úlceras y erupciones malignas arruinaran aquel cuerpo insolente.

De todas las difamadoras de Judith Toumignon la más encarnizada era su vecina inmediata Justine Putet, coronela de las virtuosas mujeres de Clochemerle, que podía desde su ventana vigilar la parte trasera de las "Galeries Beaujolaises". De todas las malquerencias que la comerciante tenía que sufrir, la de la solterona era la más constante y la más eficaz, porque sacaba esforzados ánimos de la piedad y también, sin duda, de una virginidad irremediable con la que contribuía a la mayor gloria de la Iglesia. Atrincherada en la ciudadela de su inexpugnable virtud, Justine Putet censuraba acerbamente las costumbres del lugar y, en particular, las de Judith Toumignon, cuya popularidad, argentino timbre de voz y frescas risotadas constituían para ella una cotidiana y desgarradora afrenta. La hermosa comerciante era feliz y lo dejaba ver, cosa difícil de perdonar.

El título de poseedor oficial de la espléndida Judith pertenecía a Frangois Toumignon, el marido. Pero su poseedor activo y correspondido con la misma moneda era Hippolyte Foncimagne, oficial del juzgado, muchacho apuesto, moreno, de cabellos abundantes y ligeramente ondulados, que llevaba aún entre semana, puños en la camisa y corbatas originales, por lo menos en Clochemerle, y que, siendo soltero, vivía a pensión en la fonda Torbayon. Es hora ya de decir cómo incurrió Judith Toumignon en aquellos amores culpables que le proporcionaban, dicho sea de paso, intensos y frecuentes goces, eminentemente favorables a su tez y a su humor. De ello se beneficiaba el ciego Francois Toumignon, a cuyo deshonor debía la envidiable paz de que gozaba en el hogar. En el desbarajuste de las relaciones humanas, esas conexiones inmorales son, ¡ay!, demasiado frecuentes.

De origen humilde, Judith comenzó muy joven a ganarse el sustento. Avispada y bien parecida, ello le fue fácil. A los dieciséis años salió de Clochemerle para Villefranche, donde vivió con una tía suya, y fue sucesivamente camarera de café o de hotel y vendedora en diferentes establecimientos. Por doquier dejó huellas profundas y por doquier su paso provocó graves trastornos, hasta el punto que la mayoría de sus patronos le ofrecieron abandonar su negocio y su mujer y partir con ella llevándose cuanto dinero tuvieran en el Banco. Judith rechazó orgullosa los ofrecimientos de aquellos hombres importantes, pero lamentablemente barrigudos. Ella anhelaba el amor en su estado de pureza, bajo los rasgos de un garboso muchacho y al margen de las contingencias del dinero, con las que físicamente se resistía a confundirlo. Esos escrúpulos le dictaron el camino a seguir. Ambicionaba, ante todo, ser amada, muy amada, pero de una manera que no fuese ni paternal ni excesivamente sentimental. Ardían en ella imperiosas necesidades y, más que la fortuna, prefería el olvido total de sus abandonos sinceros. Todos los días de su vida le depararon agradables satisfacciones que culminaron, por otra parte, en abrumadores pesares. En aquel momento contaba en su haber con algunos amantes y varios caprichos.

En 1913, a los veintidós años, en el apogeo de sus progresos físicos, regresó a su pueblo, donde sorbió los sesos a todos los habitantes del lugar. Un clochemerlino se emanoró perdidamente de ella: Frangois Toumignon, el hijo de las "Galeries Beaujolaises", heredero indiscutible de un bien cimentado establecimiento y en vísperas de casarse con otra hermosa muchacha, Adele Machicourt. La abandonó para cortejar y suplicar a Judith, y ésta, aún bajo los efectos de un reciente desengaño, animada quizá por la idea de arrebatar aquel joven a una rival, o impulsada por el deseo de instalarse definitivamente, dio su asentimiento. Esta afrenta, Adele Machicourt, que se convirtió diez meses más tarde en Adele Torbayon, no se la perdonaría nunca. No porque la desairada echara de menos a su primer novio, pues Arthur Torbayon era a todas luces mejor parecido que Frangois Toumignon, pero la ofensa inferida, además de ser de esa clase de ofensas que una mujer no olvida, constituía un sabroso tema para ocupar los ocios de una vida pueblerina. La proximidad de la fonda y de las "Galeries Beaujolaises", situadas en la misma calle, una enfrente de la otra, alentaba aquel resentimiento. Varias veces al día, desde la puerta de sus casas respectivas, las dos mujeres se examinaban mutuamente, inspeccionando una la belleza de la otra, con la esperanza de descubrir alguna grieta o resquebrajadura. El rencor de Adéle provocaba el desprecio de Judith. Las dos adoptaban, al verse, un aspecto de inefable dicha, muy halagador para los maridos. Rivalizaban, en suma, en felicidades secretas.

El mismo año de la boda de Judith y Toumignon falleció la madre del marido y Judith se encontró dueña absoluta de las "Galeries Beaujolaises". Dotada de un innato sentido comercial, Judith dio un gran auge al establecimiento. Podía dedicar al negocio gran parte de su tiempo, porque Frangois Toumignon apenas le daba qué hacer. En todas las cosas había demostrado tener muy pocos alcances. El desdichado, además de torpe, tenía una prontitud de pájaro, verdaderamente decepcionante. Judith adquirió la costumbre de ir una vez por semana para asuntos de la tienda, según decía, a Villefranche o a Lyon. La guerra acabó de anular a Toumignon y, además, hizo de él un borracho.

A fines de 1919, Hippolyte Foncimagne apareció en Clochemerle. Sentó sus reales en la posada e inició la búsqueda de un suplemento de indispensables comodidades que la estrecha vigilancia de Arthur Torbayon le impedía encontrar en su patrona, lo que hubiera simplificado las cosas. Comenzó a frecuentar las "Galeries Beaujolaises" donde efectuaba pequeñas compras cuya repetición les hacía tomar un matiz madrigalesco. Procediendo por unidades, se proveyó de dieciocho botones mecánicos, objetos de los cuales los solteros hacen gran uso por no tener quien cuide de ellos, lo que impelía a las personas caritativas a decir: "Lo que a usted le hace falta es una mujer", y a los muchachos avisados a contestar en tono apasionado: "Una mujer como usted…" Los ojos del apuesto escribano tenían una dulce languidez oriental y produjeron a Judith una profunda impresión y le devolvieron sus ímpetus juveniles, enriquecidos con la experiencia que sólo puede dar la madurez.

Pronto se observó que el jueves, día en que Judith tomaba el autobús para Villefranche, Foncimagne partía invariablemente con su moto y pasaba el día fuera del pueblo. Se advirtió también que a la hermosa comerciante le gustaba practicar el deporte del ciclismo. Por higiene, se decía, pero este afán higiénico la impelía siempre hacia la carretera que conduce directamente al bosque de Fond-Moussu, refugio de los enamorados de Clochemerle. Justine Putet reveló que mientras Toumignon se hallaba en la taberna, Foncimagne se adentraba, de noche, en el callejón de los Frailes hasta la puerta que daba acceso al patio de las "Galeries Beaujolaises". Por último, otras personas afirmaron haber encontrado al escribano y a la comerciante en una calle de Lyon en la que abundan los hoteles. Y a partir de aquel momento nadie puso en duda la desgracia de Toumignon.

Tres años después, en el otoño de 1922, el interés que había provocado aquel descarado manejo se había ya esfumado por completo. Durante mucho tiempo la opinión pública había esperado un escándalo, quizás un drama, pero luego, al darse cuenta de que los culpables se movían a sus anchas y hacían caso omiso de la situación ilegal en que se encontraban, se desinteresó de ellos por completo. En toda la comarca, Toumignon era el único que no se había enterado de nada. Había intimado con Foncimagne, lo invitaba constantemente a ir a su casa y se mostraba orgulloso de ser el marido de Judith. Las cosas llegaron a tal extremo que ésta juzgó necesario dar a entender que Foncimagne frecuentaba demasiado la casa y que ello daría motivo a que la gente murmurase.

—¿Murmurar de quién? ¿Murmurar de qué? —preguntó Toumignon.

—De Foncimagne y de mí… La gente es mala. Estoy segura que Putet debe de andar por ahí diciendo que nos acostamos juntos…

Toumignon estalló en una risotada. Tenía la impresión de conocer a su Judith mejor que nadie, y si una mujer había que se mostrara remisa para el amor, esa mujer era la suya. Siempre había dicho, y no ciertamente ahora, que la fastidiaba meterse en la cama… Toumignon la emprendió, iracundo, contra los malignos murmuradores.

—Si alguien te dice alguna cosa que no sea católica, no tienes más que enviármelo. ¿Me oyes? Y te aseguro que sabrá cómo me llamo.

Como el azar hace bien las cosas, en aquel momento entró Foncimagne. Toumignon lo acogió gozoso.

—Voy a contarle una cosa, señor Hippolyte —dijo—. Parece que usted y Judith se acuestan juntos.

—Que yo… —balbució el escribiente.

—¡Vamos, Frangois, no digas tonterías! —exclamó apresuradamente Judith enrojeciendo asimismo como bajo los efectos de un sentimiento de pudor y deseosa de aclarar aquel
quid pro quo
.

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