Le resultó difícil pronunciar la palabra «delito».
—El préstamo está permitido en pequeñas cantidades —manifestó con grandilocuencia Saveliy—. Undécima enmienda a la Constitución.
—Yo de esas cosas no entiendo. Y no pienso meterme en deudas. Yo no debo nada a nadie. Me echaría un cigarrito.
—Fume —le permitió Saveliy.
—No —respondió con contundencia la chica—. En su coche no se fuma, se nota en seguida. Entre paréntesis, no soy una cualquiera. Tengo mis principios.
—Usted me quería enseñar. Lo de la hierba.
La chica se quedó pensativa, miró a Hertz, y dijo seriamente:
—Si hasta ahora no le ha enseñado nadie, no seré yo la primera en hacerlo. Que le enseñe… esto… cualquier otro… Vale, le enseñaré, le va a gustar. Le gustará y empezará a vivir una vida totalmente distinta. Esto es cosa seria.
Saveliy asintió.
—Estoy listo. Me encantan las cosas serias.
La chica sonrió.
—¡Váyase al diablo! No lo haré.
Ambos guardaron silencio. Él miró a la carretera y después a la chica. Estaba sentada junto a la ventanilla lateral.
—En dos palabras —insistió Hertz cortésmente—. Sólo teóricamente.
—Es mejor en la práctica.
—Excluido. Dejémoslo reducido a una clase de introducción. Soy todo oídos.
La chica volvió a reírse.
—¿Cuántos años tiene?
—Cincuenta.
—¿Y no sabe nada de esto?
—Lo juro.
—¡Oh, Dios! Y además es arquitecto. Bueno, preste atención: hay tres reglas principales. Primera: agua. Si come hierba necesita beber agua, y cuanta más, mejor. No beba café, ni té, ni zumo, sólo agua pura. Si come una dosis, beba inmediatamente. Cuanto más beba mejor se lo pasará.
—Está claro —asintió Saveliy.
—Usted tiene aquí, en el asiento trasero, cinco o seis botellas de agua cara. También bebe mucho. Ahora todos beben agua sin cesar porque está de moda. Para que lo sepa, esa moda la sacaron los que consumen pulpa de tallo.
—No puede ser. ¿Cuál es la relación?
—Muy sencillo. Todos beben, tanto los que comen hierba como los que no. Por eso el que consume no llama la atención. ¿Entiende la maniobra?
—Vaya locura. Así que es eso.
—Segunda regla: hay que distinguir entre fase de movimiento inicial y fase de salida…
—No voy a ser capaz de recordar todo eso —la interrumpió despreocupadamente Saveliy—. Tengo que anotarlo.
La chica se rió.
—Aquí no hay nada que recordar. Al principio usted experimentará el movimiento inicial. Todo resulta muy divertido, y sobre todo moverse, andar. No tendrá ganas de conversación. Pereza. Y después sexo, en el momento preciso. Es un sexo, por cierto, muy interesante…
—¿En qué?
—Bueno… —La instructora se cruzó de piernas y se quedó pensando—. No es tan fácil de explicar. Usted mismo lo entenderá. En general, la fase de movimiento inicial dura alrededor de doce horas. Depende de la dosis. Después hay que acostarse y dormir. Al despertar empieza la fase de salida. Es mejor incluso que la de movimiento. Uno no quiere nada, ni siquiera sexo. En cuanto te despiertas hay que beber mucha agua de inmediato. Y después tienes todo el día hasta que desaparece…
—¿Un día entero para qué?
—Para la fase de salida.
—¿Y qué hay que hacer ese día?
—Nada. Pero usted no puede estar sin hacer nada. Ya se lo dije: uno no quiere hacer nada. Da pereza hasta ver la televisión. Usted se queda sentado, o tumbado, o de pie, y simplemente disfruta de la alegría en su forma más pura.
—Vale. Entendido.
—Bueno —suspiró la chica—, ahora ya lo sabe todo.
—¿Y la tercera regla?
—Es verdad, mira que soy tonta. —La compañera de viaje de Hertz se rascó la cabeza—. Cómo tengo la mollera. Es porque me he puesto nerviosa. Tercera regla: referente a la comida. Si masca pulpa puede que no quiera comer comida normal en absoluto. Porque no se tiene apetito. La pulpa es de por sí comida. Pura… esto… he olvidado la palabra… ¡Ah, caloría! Una cucharadita y tienes reservas de energía para dos días. Pero algunos comen, por costumbre o porque son unos tragones. Pero si comes, puedes tomar de todo menos carne animal. La carne está prohibida. En general, nada graso. Tampoco pescado.
—¿Por qué?
—Porque sencillamente no entra. Y si alguien es capaz de mascar y tragar, eh… ¿cómo era esa palabra?… Ah, no lo va a digerir. El organismo no lo acepta, para resumir. La carne la comen solo ésos —la chica señaló con un dedo hacia arriba haciendo un gesto de asco—, los antropófagos, los que no consumen hierba por principio. Los escrupulosos de los pisos altos, esos que no saben pasarlo bien.
—¿Debo deducir que yo también soy un antropófago?
La herbívora suspiró, cambió de postura y analizó a Hertz de arriba abajo.
—En principio, sí. Pero usted no parece un caso terminal.
—Gracias —sonrió Saveliy—. ¿Y qué aspecto tienen los antropófagos terminales?
—Usted lo sabe bien —contestó la chica, acalorada—. Vive entre ellos. Piso ochenta y uno u ochenta y dos, ¿a que lo he adivinado?
—Sesenta y nueve —respondió Hertz sin inmutarse—. Pero trabajo en un piso ochenta y tres.
—¡En el nido mismo! Allí todos comen carne, son malvados y taciturnos. Trabajan, andan de prisa todo el día. No dejan vivir a los demás. No saben pasarlo bien.
—Bueno, yo creo que sí sé.
—¡Eso es lo que le parece! Los antropófagos no saben alegrarse. Por algo son antropófagos. Sólo sabe alegrarse el que de la tierra aspira a subir al cielo, y el que no molesta a nadie.
—Bien dicho. —Hertz asintió con respeto—. Querida Ilona, la conversación con usted, por así decirlo, ha suscitado en mí…
—Venga ya. —La chica sonrió avergonzada—. Ya lo entiendo. Lo siento. Todos me dicen que hablo demasiado.
—Dentro de dos minutos salgo de la carretera.
—Entonces, pare al girar. Aquí tiene mi teléfono. Pero… tiene que llamarme, ¿vale? Todos se van a morir de envidia cuando se enteren de que tengo un conocido que es arquitecto.
Lanzó a Hertz una mirada amistosa.
—Espere. —Saveliy desconectó el piloto automático y frenó—. He oído que si se consume hierba no se debe tomar alcohol.
—¿Por qué? —preguntó la chica, sorprendida—. Se puede, pero sólo un poco. Si se bebe mucho, uno se siente mal. Pero un poquitito de vino o de cerveza… ¡Por favor!, eso es inofensivo. Pero ¿para qué tomar vino si uno está de maravilla?
—Para estar mejor todavía.
—Es usted divertido. Sencillamente debería probarlo. Una sola vez.
—No debo nada a nadie.
—No me refiero a eso. —La joven herbívora ignoró indolentemente el tema—. Si algún día come hierba —dijo, enfatizando la última palabra, como si estuvieran hablando de faisanes rellenos de caviar negro—, se va a sentir mejor que en ningún sitio. ¿Está claro?
La chica salió del coche, después se inclinó hacia la ventanilla y sonrió a modo de despedida. Tiró un envoltorio en el asiento.
—Esto es para usted. De recuerdo. No se lo coma entero. Ya me lo devolverá.
Alejándose de la autopista, Hertz frenó un poco, giró el volante dejando el coche muy pegado a la valla de protección, y tiró el paquete en la oscuridad.
Se suponía que las cámaras de vigilancia lo grababan todo: la matrícula del coche y la cara del conductor. Mañana en su cuenta bancaria habría una salida de dinero correspondiente a una multa altísima por haber tirado basura fuera de los lugares asignados para ello. Pero el paquete del delito volaba hacia abajo desde una enorme altura. El viento la arrastraría a su paso y aterrizaría en algún lugar de un tenebroso callejón, ojalá que a los pies de un habitante pálido de los niveles más bajos. A ojo de buen cubero ahí debía de haber unos cien gramos, suficiente para comer dos meses.
La chica no era común y corriente, teniendo en cuenta que se había desprendido indolentemente de una cantidad importante de ese veneno. Sin duda su «amigo» Moisés le proporcionaba algo más interesante, quizá la sustancia sin destilar…
«Que Dios los bendiga —pensó él—. Cada uno vive como puede. Cada uno come lo que le apetece. La maldita desdicha verde ha cambiado totalmente nuestra vida. La juventud ya ni siquiera sospecha que hubo un tiempo en el que todo era distinto. La gente no se arrastraba como bichos del bosque al pie de las plantas. La juventud no entiende hasta qué punto nos hemos rebajado. Nos creíamos reyes de la naturaleza, y la naturaleza se ha reído sin compasión de nosotros. Nos ha puesto en nuestro lugar. Ahora sólo nos queda mirar cómo unos académicos con una enorme frente discuten en directo dejando ver la espuma que les sale de la boca.»
Hacía unos días, recordó Hertz, un talento desconocido había escandalizado a la opinión pública pegando en los pisos cincuenta hojas conteniendo un resumen de un concepto absolutamente novedoso: la hierba por alguna razón había sido introducida ciento cincuenta años atrás en los laboratorios secretos de la KGB con el fin de solucionar el problema de la alimentación (sí, señores, en Rusia había ese problema), pero posteriormente la genial idea fue declarada secreto, ya que el ciudadano satisfecho no se somete fácilmente a las órdenes de los tiranos. Sin embargo, un grupo de entusiastas, por su cuenta y riesgo, guardó parte de las semillas para las futuras generaciones. Y así, las mencionadas semillas, de alguna manera, cayeron en tierra fértil y crecieron. De esta forma los ciudadanos más pobres tienen de qué alimentarse y no tienen que preocuparse…
«Muy propio de nosotros: concedernos indulgencia de parte de nuestros antepasados muertos —pensó con enojo Saveliy—. Que Dios los acompañe. Que Dios los acompañe. Sobreviviremos.»
A Saveliy siempre le había gustado su vivienda. Tenía una distribución excelente y un ambiente muy agradable. Y llegar aquí por la noche, después de un día tan cargado de acontecimientos, le pareció maravilloso. Durante muchos años el dueño de la casa lo había dispuesto todo de la mejor manera posible. En cualquier punto del apartamento cualquier objeto necesario se podía alcanzar simplemente estirando la mano. Empezando por los viejos libros de papel (unas cuantas decenas de ellos se los había regalado en su juventud Garri Godunov) y acabando por unos armarios empotrados, ubicados aquí y allá, en los que guardaba agua mineral fría Baikal Extra Premium. Pero ahora Hertz lo miró todo con ironía. Sí, era un apartamento acogedor, pero de ninguna manera se ajustaba al estatus del jefe de redacción de una conocida revista. Los jefes de redacción de revistas famosas no vivían tan modestamente. Los jefes de redacción de revistas famosas no tienen taburetes de plástico y no se les enredan entre las piernas unos pensativos ciberaspiradores que agonizan moralmente, además de sufrir permanentemente de fallos en los programas. Y para rematar, en los apartamentos de los jefes de redacción de revistas famosas no huele a comida.
Puso en marcha el aspirador apretando con la pierna —quería hacerlo de buenas maneras, pero resultó que le salió con mal humor—, y el tonto del robot, chirriando, se encerró ofendido en su rincón sin que le diera tiempo a acabar de limpiar el polvo de los zapatos del jefe de redacción.
Esa misma mañana los zapatos le habían parecido a Saveliy el paradigma de la elegancia, pero ahora se daba cuenta de que el tratamiento de la piel era bastante mediocre.
La voz de la novia del jefe de redacción se oyó a lo lejos, informándolo de que estaba ocupada.
Hertz la encontró en el tocador. Bárbara estaba sentada delante del espejo, poniendo el programa de maquillaje alucinante. En ese momento, el supermoderno aparato funcionaba en el programa «Barbie». Bárbara, que de natural tenía el pelo castaño, la piel blanca, y un perímetro facial en forma de triángulo, parecía ahora una muñeca de carne y hueso: labios fruncidos, ojos como platos, pestañas, colorete y una espesa mata de cabellos castaños.
—Huele a comida —observó Saveliy.
—Es porque he estado cocinando —respondió Bárbara, concentrada.
—Habíamos acordado que en casa no debía oler a comida.
—Perdona. —En la voz de su novia no se percibía ningún arrepentimiento.
—A comida sólo debe oler en la cocina —insistió Saveliy—, y únicamente mientras se cocina.
—No te puedo contradecir, cariño.
Bueno, pensó Hertz, pasando por alto la observación.
—A ti no te va el aspecto de muñeca.
—Lo sé. Pero quiero probar todos los programas.
—Lo entendería si tuvieras granos, fueras bizca o nariguda.
Bárbara se echó a reír:
—Según las estadísticas, los principales compradores de este invento son hombres. Se lo regalan a sus mujeres. Imagínate, ahora abrazas a una rubia y dentro de veinticinco minutos a una castaña.
—A primera vista parece interesante —dijo Saveliy, reaccionando enérgicamente—. Pero con el tiempo uno se puede volver loco con esas cosas.
—Tú no enloquecerás —respondió, convencida, Bárbara—. Eres un tío duro. Mira, aquí está el programa ¡«Perra pelirroja sensual»! ¡Y hasta «Lady Drive»!
—Interesante. ¿Y qué es Lady Drive?
—No tengo ni idea. ¿Quieres que probemos?
—No —respondió Hertz, pensativo—. Ya he tenido bastante
drive
por hoy.
—Y dentro de un mes va a aparecer un modelo adaptado para los hombres. Te lo compraré. Aprieto un botón ¡y te conviertes en un rubio de hombros anchos y nariz romana! Vuelvo a apretar y eres un ardiente macho latino, peludo, moreno, con unos labios rojos intensos y musculoso, con el cuello un poco grasiento…
—Ya. O, digamos que puedo ser un joven tierno y arrebatado. Un estudiante en prácticas, con melena naranja y sonrisa de medio imbécil.
Bárbara interrumpió su tarea y se volvió:
—¿Qué te pasa?
—Lo sabes de sobra —respondió con calma Saveliy, dejándose caer en el sillón y estirando las piernas.
—Oh, Dios, estás celoso.
—Claro, él es un muchacho y yo no soy más que un tío duro, pero…
—¡Estás celoso! Piensas que me gusta el chico nuevo.
—Mejor no lo formulemos de una manera tan tajante. —Saveliy hizo una mueca—. De lo contrario te voy a recordar a alguien.
—¿Por ejemplo?
—Ya te digo que es mejor no hablar de ello.
—Pues ahora vas a hablar.
—Vete al diablo.
—Habla inmediatamente.
Saveliy olisqueó. Realmente olía a comida. Como a verduras cocidas. Bárbara no se distinguía especialmente por su talento culinario.