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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (6 page)

BOOK: Clorofilia
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Sin embargo, la naturaleza había preparado para sus habitantes una sorpresa especial, fantástica, única. Y un buen día el joven Saveliy se despertó temprano por la mañana a causa de un ruido estruendoso: al otro lado de la ventana, por la avenida, avanzaba envuelta en nubes de monóxido de carbono una columna de tanques. El chico no era capaz de verla con detalle. Entre la casa y la calle, en la amplia zona de césped, salía de la tierra un tallo enorme con un brillo grasiento de color verde negruzco, cubierto de algo parecido a escamas. Se erguía directamente al cielo, y Saveliy no podía ver dónde acababa.

Recordaba ese momento de una manera difusa. Su madre gritando, pánico, un breve período de dictadura militar, conversaciones sobre el fin del mundo, montones de suicidios, las calles llenas de coches. La gente huía de Moscú en dirección a la periferia, para volver de nuevo al cabo de unas cuantas semanas. En la periferia no se podía vivir, allí no había supermercados, ni agua caliente ni electricidad. Allí no había nada excepto el vacío silbante a causa de los vientos. Y Moscú, a pesar de haberse convertido en una parodia de la mejor ciudad del mundo, seguía allí como siempre.

La hierba crecía por todas partes. El tallo medio alcanzaba una altura de trescientos treinta metros.

Una vez, en el verano del año 2065, en cuestión de dos días apareció la hierba de no se sabe dónde, convirtiendo la enorme ciudad en el decorado de una película surrealista. La hierba llegó y nunca más se fue.

Pero la vida discurría por el mismo carril. Una gran parte de la sociedad se aferró a la idea de que los moscovitas tenían negocios con invasores de fuera de la Tierra, de que la hierba que crecía en todas partes había sido sembrada desde el cosmos, y de que la misma hierba era inteligente. Si no era así, cómo demonios explicar el hecho de que ni uno solo de las decenas de miles de tallos hubiera dañado jamás las infraestructuras humanas, ni las calles, ni las aceras, ni los edificios. La hierba no había cortado los cables eléctricos, ni afectaba a ninguna de las comunicaciones que iban bajo tierra, ni a los tubos del alcantarillado y de la calefacción. La hierba crecía solamente en los sitios libres, y punto. Un tallo podía aparecer en un solar, en un parque, en el jardín de una plazoleta o en el pequeño espacio de césped plantado delante de un edificio. Un tallo podía crecer a un metro del jardín de recreo de los niños, pero jamás dentro de ese jardín.

Cuarenta millones de personas se despertaron un día y vieron que ya no eran los amos de su tierra. Les quedaba todo el hierro, toda la piedra, todo el asfalto y todo el plástico, solamente les habían quitado la tierra para plantar y el sol.

Era imposible vencer a la hierba. En el lugar donde se destruía un tallo, volvía a crecer uno nuevo exactamente en cincuenta horas. Arrancar cualquier otra planta podía hacerlo todo el que quisiera. Los primeros meses se dedicaron a eso cientos de miles de profesionales y voluntarios bajo la consigna «corta con un hacha la corteza escamosa y debajo de ella verás una pulpa de color esmeralda». Tres obreros podían talar en dos horas con descansos hasta el tallo más alto y maduro, pero en cuestión de horas, en el mismo lugar, aparecía otro nuevo idéntico. La velocidad de crecimiento era asombrosa. Muchos se desmayaban por la falta de costumbre al ver cómo de la tierra trepaba hacia el sol un aguijón verde negruzco. Esto recordaba el antiguo mito de la hidra, a la cual no se podía cortar la cabeza porque, si se hacía, crecían dos nuevas cabezas en su lugar. Por cierto, ¿por qué a ese monstruo fantástico se lo llamaba hidra si la palabra hidra en griego significa «agua»? ¿Tal vez esa primera hidra fue un tallo de hierba que devoraba el agua y la luz solar?

Cerca de cien centros científicos especializados creados urgentemente se dedicaron a estudiar el problema de cómo eliminar la plaga. Los inmensos medios asignados a esta tarea fueron agotados hasta el último kópec, pero sin resultados prácticos. La ciencia no podía explicar por qué esos tallos aparecían precisamente en Moscú y no en, por ejemplo, la estepa de Kalmykia. Esa hierba no pertenecía a ninguna especie o familia conocida del mundo vegetal. En realidad, ni siquiera era una hierba. Lo más probable es que fuera un micelio colosal en el que todas las hojas como cuchillas estaban unidas por un único sistema de raíces y que seguramente procedían de una sola semilla, que, o bien había sido plantada desde el cosmos, o arrojada por los enemigos geopolíticos de Rusia como arma de destrucción biológica, o bien llevaba millones de años enterrada en la tierra para reavivarse y crecer algún día por razones desconocidas.

El sistema radicular se extendía muchos kilómetros hacia abajo. En la hiperpolis se alteró el clima, el régimen de temperaturas y la composición de la atmósfera. Al igual que cualquier planta, la gigantesca hierba evaporaba el noventa y nueve por ciento de la humedad obtenida de la tierra. La capital de Rusia acabó siendo un pantanal en el que zumbaban insectos chupadores de sangre. El viento dejó de soplar, las calles se convirtieron en desfiladeros donde incluso en los días más frescos y soleados reinaba una húmeda penumbra. Pero por encima de la tierra, a la altura del kilómetro cuatro, flotaba una enorme nube del más puro oxígeno.

Se pusieron muchas esperanzas en la llegada del primer invierno. Los expertos suponían que la hierba dependía del calor y que no soportaría las heladas. El gobierno tenía intención de llevar a cabo una tala total durante los fríos de febrero. Pero las misteriosas plantas no reaccionaron en modo alguno a las temperaturas bajo cero, y la campaña de talado invernal acabó siendo un fracaso. Aparecieron nuevos retoños en el lugar de los que habían sido destruidos, como si nada, alcanzando crecimiento y masa exactamente a la misma velocidad: un metro por minuto, sesenta metros por hora, tres mil metros en dos días.

Se creó el proyecto Placa. Cortaron los tallos a ras de tierra, destruyeron las raíces, cavaron hasta una profundidad de cincuenta metros e instalaron una barrera: un bocadillo de placas de titanio y, entre ellas, un resistente cemento armado de fabricación china. Al cabo de doce horas un alegre retoño verde taladró la barrera de lado a lado y en dos días alcanzó su altura normal.

Se creó el proyecto Leñador. Un robot especial, situado en el punto exacto de crecimiento del tallo, cortaba el retoño nada más salir, aunque sólo fuera un metro, y entonces la planta sacaba un nuevo brote lateral que salía de la tierra a unos cuantos metros más allá del estúpido mecanismo.

Hubo otros proyectos y métodos —físicos y químicos para luchar contra esa plaga, igual de sencillos y aparentemente efectivos, pero todos fracasaron.

En los diez años siguientes se derribaron tres cuartas partes de los edificios bajos de la ciudad y en su lugar se alzaron rascacielos de cien pisos. Los rayos solares, abriéndose paso a través de los tallos, llegaban a veces hasta el piso cincuenta, y con mucha frecuencia los pisos sesenta. Al nivel de los pisos setenta el ambiente era tolerable, en los ochenta la gente se bronceaba, en los noventa gozaban como si la hierba no existiera. Y ya en los pisos a partir del nivel cien vivían los chinos. Todos los trabajadores de la Zona Económica Libre Chinosiberiana tenían doble nacionalidad y, como ciudadanos rusos, tenían derecho a comprar libremente bienes inmuebles en Moscú. Hasta que todo lo mejor cayó en sus manos.

• • •

Un año después de que toda la ciudad de Moscú se llenara de hierba tan alta como la torre de televisión de Ostánkino, la pulpa de esa inaudita hierba empezó a ser consumida como comida.

Un año y medio después se paralizaron todas las acciones destinadas a su erradicación, los resultados se guardaron en archivos secretos y se prohibió el consumo de pulpa bajo amenaza de condena penal.

A los cinco años, acercarse a una planta ya se consideraba de mal gusto, y rozarla significaba una ofensa a la moral social. Incluso se evitaba hablar de la hierba en lugares públicos. Pero si todas las revistas escribieron con indignación sobre los primeros casos del consumo de hierba, a partir del quinto año la ingesta de pulpa ya se calificaba de enfermedad seria digna de vergüenza, como la sífilis o la drogadicción.

No se sabe quién fue el primero en morder el tallo. Sin embargo, Saveliy conoció la injuriosa palabra original, «herbívoro», al empezar a ir a la escuela, es decir, tres años después de que la hierba atacara Moscú. El nuevo insulto de moda se correspondía más o menos con el antiguo y universal epíteto de «cabrón» (ya que las cabras también son herbívoras) e incluso superaba en dureza a ese término. Por la sola mención de la palabra «herbívoro» fácilmente podían darte en los morros. El mismo Saveliy dio y recibió unas cuantas veces. La época de la prosperidad absoluta no consiguió acabar con las honrosas peleas de chavales.

Cuatro años más tarde sus padres finalmente ahorraron la cantidad necesaria de dinero y se mudaron a un moderno edificio de viviendas, al piso cuarenta y nueve. Por aquel entonces la división de clases sociales ya era plenamente vigente: los vecinos de los pisos medios y superiores utilizaban entradas y ascensores diferentes, donde el botón más inferior indicaba el número 25.

En ese mismo período de su vida, Saveliy vio por primera vez a un auténtico herbívoro.

En una ocasión, su mejor amigo, Garri Godunov, le propuso ampliar horizontes e ir a darse una vuelta por las afueras de la ciudad, por el este de Kríukovo, constituido por un cúmulo de casas construidas por el antiguo alcalde Luzhkov, rodeadas de espesos tallos y situadas entre la tercera y cuarta circunvalación de Moscú, un auténtico gueto al estilo de la década de la crisis. A Saveliy, un tío inteligente enemigo de los conflictos, no le atraía demasiado la dudosa escapada, pero tampoco quería quedar como un idiota a los ojos de su colega, un famoso gamberro y filósofo.

Recorrieron un largo trayecto en el metro, a veces bajo tierra, a veces por encima de ella. Al llegar se pasearon por un camino gris mal asfaltado lleno de basura, y los sorprendió el silencio y la ausencia de personas. Saveliy había imaginado encontrar allí una gentuza agresiva, prostitutas, puertas centelleantes como el fuego de garitos de juego y tabernas sucias, pero sólo vio calles tristes y vacías. Olía a orina, y las puertas de las tiendas estaban cerradas con impresionantes candados. Los pocos viandantes que encontraron, envidiando a esos forasteros de catorce años vestidos a la moda, mostraban una amplia sonrisa y los saludaban con la mano, pero inmediatamente después de sonreír y hacer gestos amables, por alguna razón se apresuraban a cambiar de acera o se volvían a meter en los patios interiores de los edificios. No pudieron acercarse a menos de treinta pasos de los habitantes locales. Nadie buscó camorra con los dos atrevidos héroes, ni los provocó, ni intentó quitarles el dinero. Al cabo, Godunov —cuya osadía era conocida por todos— se atrevió a proponer comprar una botella de vino para bebérsela entera a la vista de la gente en un lugar público. Empezaron a buscar un punto de venta, se extraviaron y en uno de los patios casi se dieron de bruces con un tipo demacrado de aspecto absolutamente salvaje. Apenas les había dado tiempo de asustarse cuando el rostro del desconocido, muy pálido, casi gris, hizo una mueca de alegría mezclada con sorpresa, a la que siguieron sonrisas, guiños y la visión de un pulgar apuntando hacia arriba, como indicando que todo va bien, pero simultáneamente ese tío raro empezó a recular hábilmente, marcando una distancia poco cómoda para el diálogo.

Tenía aspecto como de haber ganado un millón a la lotería. Se movía como bailando despacio y le brillaban los ojos. Canturreaba algo entre dientes, y cada dos por tres sacudía bruscamente la cabeza, miraba al cielo y entornaba los párpados. Estaba sucio, sin afeitar y despeinado, y llevaba los pies amarillentos metidos en unas decrépitas zapatillas manchadas de grasa.

—¡Eh! —lo llamó en voz alta el valiente Godunov—. ¿Qué tal?

—¡Estupendo, de puta madre! —exclamó el desconocido, sonriendo y moviendo la cabeza al son de una música que no oía nadie más que él—. Sencillamente estupendo, putamadre.

—¿Dónde está la tienda más cercana por aquí?

Sin dejar de recular, el tío se encogió de hombros e hizo una mueca cómica. Godunov avanzó decididamente unos cuantos pasos, pero el aborigen, echándose a reír, le dio la espalda y se alejó sin prisas y sin mirar, demostrando una absoluta indiferencia hacia sus posibles interlocutores.

—Un drogadicto —supuso Saveliy.

—No —dijo Godunov—, es un herbívoro. Aquí son todos herbívoros. Me lo habían contado pero yo no me lo creía. Y ahora me he convencido. Dicen que lo son casi la mitad de los moscovitas.

—Bah, deja de mentir. Es la primera vez que veo a un tipo tan original.

—Y éste no es normal —explicó Godunov—. Éste ya es un terminal. También es la primera vez que veo a un herbívoro terminal, que sólo se mete hierba y nada más. Me han hablado de tíos adultos como ése. Al herbívoro terminal no le interesa nada y no necesita a nadie. Por eso aquí está todo vacío. Todos ellos están metidos en casa…

—¿Y qué hacen? —preguntó Saveliy, sintiéndose incómodo y mirando de reojo.

—Nada —contestó Godunov—. ¿Para qué tienen que hacer algo? Se sienten bien así.

—Entonces es una drogadicción.

—No —respondió Godunov en tono autoritario—. Las drogas son malas para la salud. Hay gente que muere por consumir narcóticos. Sobredosis, destrucción y otros horrores. Pero la pulpa de tallo es inofensiva. Lo han demostrado los científicos. Yo tengo un amigo que le quitó a su padre un informe secreto e hizo una copia, me la dejó leer y lo hice en una noche. Ningún efecto nocivo, ¿comprendes? Bastan diez gramos de pulpa natural de tallo para que una persona reciba su dosis diaria de energía. La pulpa contiene de todo: proteína vegetal, vitaminas e hidratos de carbono. Es como alimentarse de pan, nueces y aceite de oliva, sólo que en forma más concentrada. Me tomé una cucharadita y estuve todo el día satisfecho. Aparte de tener una sensación de euforia. Alegría en su más pura esencia, ¿entiendes?

—Entiendo —respondió Saveliy con aire sombrío, deseando volver a casa—. Lo que yo digo, una droga.

—Te repito que no es una droga —replicó Godunov algo acalorado—. Hasta las drogas más blandas destruyen el sistema nervioso. Consumes droga, te sientes bien. Dejas de consumir y te sientes mal. Si consumes drogas constantemente, el organismo deja de producir la hormona natural del placer, la endorfina…

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