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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (10 page)

BOOK: Clorofilia
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—¡Encontrará respuesta a las preguntas que turban su alma!

—Nada turba mi alma.

—El diablo corroe las raíces del árbol del Señor. Prepárese porque se acerca el momento. Busque la felicidad siguiendo los rayos directos de la estrella amarilla.

—Aleluya.

El hombrecillo lanzó al periodista una mirada malévola. Saveliy lo compadeció mentalmente, apuró su cerveza y se puso en pie. Durante dos mil años los predicadores callejeros estaban obligados a resolver siempre el mismo problema: era más rentable reclutar a la gente adinerada, aunque su mente estaba protegida. Era más fácil convencer a los que tenían poco, los hambrientos y los insatisfechos, pero también tenían poco que sacrificar. «Por cierto, este tonto ha dicho que el cuartel central de los fanáticos está, ¡ah!, en el piso noventa y siete, en el complejo Prosperidad, uno de los edificios más prestigiosos de Moscú. Está claro que el Templo del Mascatallos no lo visitan solamente los ciudadanos pálidos. Hay que presentarle la idea al viejo Pushkov-Riltsev. Un buen artículo analítico. Mejor aún, una serie de artículos, con reportajes documentales sobre el método de inculcación que utilizan. Y lo más importante: no profundizar demasiado para no perder el seso, como le pasó a Gosha Degot… O a Garri Godunov.

»Es extraño —pensó Saveliy—, casi me había olvidado de Garri. En veinticinco años no me he acordado de que un tío que vivía en un piso cincuenta y cinco decidió escribir un relato sobre los tipos del quinto piso. Y hoy me he acordado, y dos veces en medio día. El vendedor de sol tiene razón: hay que dar con Godunov. Es imposible que la hierba acabara con una persona tan resuelta. Por cierto, Glybov tiene razón en otro tema: es estúpido pensar que ahí abajo no pasa nada. No todas las personas son capaces de llevar un estilo de vida vegetal. Allí tienen su propia fermentación, sus “amigos”, sus vicios, sus iglesias de hierba divina. Cientos de temas para un periodista. Investiga, divulga…»

—El que ha leído el Cuaderno —anunció a toda prisa el hombrecillo, mirándolo de arriba abajo— se salvará.

—Yo ya estoy salvado —respondió Saveliy.

El predicador se puso de pie rápidamente.

—Que Dios lo acompañe —dijo en voz baja—. Adiós.

Saveliy observó la estrecha espalda del adepto del Templo del Divino Tallo mientras se alejaba, su corta nuca afeitada, y miró el libro. «Sin duda se puede coger, hojear en momentos de ocio, pero probablemente tiene incrustado un microchip. Lo rozas, aunque sólo sea con el dedo meñique, y te descuentan dinero de tu cuenta personal. Por unos cuantos rublos… Pero de todas formas te vas a sentir como un tonto…»

Saveliy vaciló unos instantes y salió del establecimiento dejando el regalo en la mesa.

• • •

El día no iba muy bien. Había ido a visitar a un rico joven para escuchar fanfarronadas y lemas horteras, y sólo había oído un monólogo sobre los problemas de los ciudadanos pálidos. Se había sentado en un bar acogedor, intentando reflexionar sobre el fracaso de la entrevista, y tuvo que soportar a un misionero medio loco.

Dudó un momento y luego dio media vuelta y se dirigió hacia las puertas suavemente iluminadas del hotel-express más cercano, tomó una cámara individual con aislamiento sonoro, se desvistió, se dio un baño con sales y durante media hora permaneció inmóvil en una cama de algas casi vivas, en silencio, relajado, en un estado especial soñadorsomnoliento. Era su estado preferido, como que no se quiere nada pero al mismo tiempo se quiere algo, aunque no está claro qué en concreto, porque querer, querer, en realidad no se quiere absolutamente nada.

No se consideraba una persona excesivamente llena y satisfecha con su vida. Siempre quería algo, ya fuera Bárbara, o mudarse a un piso ochenta y cinco, o irse de vacaciones a la Luna. Ayer, por ejemplo, pasó todo el día con el deseo confuso de realizar alguna acción especial o sublime, y de experimentar alguna sensación nueva y original… Por la noche, antes de meterse bajo el edredón con su novia, se tomó un té caliente y cargado con limón, y de repente comprendió que a lo largo del día no había deseado realizar algo especial o experimentar nuevas sensaciones, sino que por encima de todo había deseado un té fuerte con limón para meterse después en la cama con su novia.

De una u otra forma intentaba orientar su vida no en base a los deseos o sueños de lo que vendrá, sino alegrándose de lo que ya tenía.

Pero le encantaba soñar: con el sol, con una vida larga y feliz, con los hijos que le daría Bárbara. Sueños sanos y honrados de un hombre modesto, realista y práctico.

Cuando empezaba a soñar, sus sueños siempre giraban en torno a las cosas más sencillas y siempre alcanzables. Soñar con lo posible era una actividad digna de un hombre del siglo XXII. Era cómodo y no alteraba en nada su comodidad psicológica personal.

Ahora entendía que deseaba ardientemente almorzar, y decidió convertir inmediatamente su sueño en realidad.

• • •

Saveliy no soñaba con la riqueza, el poder y la gloria. Entre sus amigos y conocidos nadie se rebajaba a semejante corrupción. En la época de prosperidad general, cuando hasta el último herbívoro pálido tenía un piso con siete u ocho habitaciones con televisor y sin gastos de comunidad, la riqueza era considerada un capricho. Los capitalistas y hombres de negocios como Petr Glybov tenían fama de ser originales y sus motivos eran difíciles de entender. Había pocos ricos, los compadecían como si de enfermos incurables se tratara. Todo niño sabía que ganar dinero y multiplicarlo iba acompañado de la ruptura de la comodidad psicológica personal. ¿Para qué servía la riqueza si nadie debe nada a nadie y todos prosperan?

Lo mismo pasaba con el poder. El control policial total, las videocámaras cruzadas instaladas en los despachos de los altos funcionarios, la escucha de conversaciones telefónicas y la censura de la correspondencia habían acabado con la corrupción mucho antes de que Saveliy naciera. Ser administrador o funcionario estatal —desde el más simple inspector hasta el primer ministro— significaba estar bajo observación las veinticuatro horas del día, rendir cuentas de cada contestación inocente dada por sus propios hijos. El Estado lo dirigían personas de sangre fría, flemáticas y carentes de fantasías, que controlaban meticulosamente todos los aspectos de su vida, empezando por la expresión del rostro y acabando por que la cantidad de comida ingerida en el almuerzo se correspondiera aproximadamente con la cantidad excretada por el ano. Los administradores entraban a ejercer sus funciones a los treinta años, y a los cuarenta y cinco se jubilaban con gran alivio. El poder judicial lo usurpaban los científicos: las leyes se creaban en instituciones especializadas y durante años eran escrupulosamente probadas en modelos de ordenador. La política interna desapareció por sí sola. Los demagogos, populistas, los amantes de dar discursos en público y otros diletantes tenían un acceso ilimitado a la máxima audiencia. Les habían dejado en exclusiva un canal de televisión que, por cierto, tenía un índice de audiencia vergonzosamente bajo. El juego de la política hacía tiempo que no interesaba a nadie. La política de tiempo inmemorial se consideraba el arte de lo posible, pero en un Estado donde todo lo posible ya estaba hecho, la política era algo degenerado.

Respecto al amor a la fama, esa conocida pasión la canalizaba completamente el proyecto Vecinos. Si la supermegaestrella del proyecto, Anastasia Valyáeva, de dieciocho años, llamaba a la pedicura para que viniera a su casa, al día siguiente escribían sobre este particular ciento cincuenta revistas con una tirada total de diez millones de ejemplares, y el público estaba encantado de conocer los detalles de la vida no sólo de Anastasia —que hacía poco había accedido a poner videocámaras en su casa— o de su pedicura, sino de la pedicura de su madre, de la pedicura del chófer particular, o incluso de la pedicura del perro del peluquero.

Cualquier amante de la fama podía conectarse a Vecinos, y bastaba que el marido pegase a la mujer para que el índice de audiencia de la transmisión desde su casa subiera bruscamente, por no hablar de los casos en que la mujer zurraba al marido.

El antiguo lema de Warhol, de que todos tienen derecho a sus quince minutos de fama, había pasado de moda. Ahora todos podían en cualquier momento hacerse tan famosos como quisieran, alcanzar una fama de primera clase y hacerla pública. Hacía tiempo que todos los que la desearon se habían hartado de ella. Cada Gerostrato había disfrutado hace mucho tiempo de todo lo que quería. La fama se había depreciado y se había convertido en un entretenimiento para la inculta juventud de los pisos inferiores. El público con sentido común de los niveles setenta, la burguesía de los ochenta y la élite de los pisos noventa habían borrado la fama de su escala de valores. Al fin y al cabo, un poeta ruso había cerrado el tema antes de Warhol diciendo que ser famoso no era elegante.

Las estrellas de dieciséis años, vecinos y vecinas, rodeadas de
paparazzi
y de seguidores que iban a la caza de un autógrafo en la penumbra de los pisos treinta, se sentían reinas del universo, pero si iban a parar a los pisos setenta, se comportaban con modestia; en cualquier momento podían ponerlas en su lugar e incluso no dejarlas entrar en algún club o restaurante respetable. El mismo Saveliy observaba a veces estos casos e incluso les dedicaba unas columnas irónicas. La revista
Lo Más
era respetada por los lectores precisamente por su mordaz crítica a la vanidad de algunos personajes.

La sociedad respetaba las cosas más sencillas: el humor, un estilo de vida saludable, pasatiempos inofensivos como la cría de peces en acuario. Se consideraba estupendo dedicarse al arte, coleccionar cosas raras y apoyar los planes del gobierno para la colonización de la Luna.

Cierto que también los chinos eran los primeros en la lista. La colonia china era diez veces más grande que la americana y la rusa juntas.

• • •

… A la salida del hotel-express, al lado de una enorme pantalla publicitaria en la que unas letras bailantes ofrecían agua del Baikal, a Saveliy lo esperaba una chica agradable vestida de color lila claro.

—Perdone —balbució—, olvidó esto en nuestro bar.

Y le enseñó el tomo miniatura que le había regalado el predicador, el cuaderno santo.

Saveliy soltó una risita. No tenía sentido rechazarlo, el libro le pertenecía, y probablemente lo había comprobado una cámara de observación.

Asintió y metió el librito en un bolsillo de su chaqueta.

Capítulo 5

Saveliy hubiera podido aceptar la invitación del millonario Glybov y almorzar con el protagonista de su entrevista. Quizá esto añadiría algún detalle interesante al material. Pero el periodista rechazó la invitación. En primer lugar, porque no sabía qué preparaba un cocinero para millonarios. ¿Y si fuera carne grasienta? En segundo lugar, no le faltaba más a un tío maduro que ir a comer de la mano de un advenedizo de cuarenta años procedente del piso noveno. Y en tercer lugar, y lo más importante: siempre que podía Saveliy comía solo. Le encantaba comer y no le gustaba distraerse.

Cierto que el apetito había desaparecido en los últimos años. Pero existía una opinión según la cual el comer menos en la sexta década de vida, cuando el organismo y su dueño hacía tiempo que se habían puesto de acuerdo en todo, ya no era motivo de preocupación.

Unos cuantos pisos más abajo encontró un restaurante que le gustó. No era demasiado caro, pero los camareros eran de carne y hueso. Saveliy, como toda la gente de su entorno, por razones ideológicas no frecuentaba lugares en que el personal de servicio estaba compuesto de androides. Cualquier ciudadano razonable de Moscú pensaba que el lugar de un androide no está en un restaurante, sino allí donde no puede actuar una persona: en medios agresivos, en el cosmos, en las profundidades marinas. Un androide, hasta el más barato, no debería quitar el puesto de trabajo a una persona. La humanidad llevaba doscientos años creando androides, y de ningún modo los creaba para convertirlos en lacayos.

Para estimular la agradable sensación de hambre, Saveliy entró quince minutos en la sala de oxígeno, donde había una temperatura de veinte grados Fahrenheit, y allí aspiró fuertemente y quedó aterido de frío (la persona que viene del frío come con más apetito). Mientras se congelaba e inhalaba, eligió el menú. Se supone que hay que abstenerse de las grasas. Hertz suspiró. Hacía poco Bárbara le había lanzado comentarios mordaces sobre su figura. Sin grasas, por supuesto, la comida no es comida. ¿Cómo pasar de la grasa si todo a tu alrededor viene a recordarte magistralmente una sopa de tres pescados cocidos y presentados en un plato de porcelana fina o de madreperla dorada? ¿O supongamos una sopa ácida de ganso, de esas que queman los labios, con aceitunas negras y un gajito de limón flotando en ella?

Pero a Bárbara había que escucharla y tener en cuenta su opinión. Saveliy sabía desde hacía tiempo que no iba a encontrar una mujer mejor que Bárbara. En esencia se sabía, incluso si no lo decía Bárbara, que la comida con grasas es perjudicial para el organismo del hombre del siglo XXII.

Lo condujeron a una sala aparte, y después de haberse refrescado con un vaso de agua del Baikal, empezó por unos cuantos trozos de ternera ahumada con mostaza dulce. El conocido secreto chino: el dulce en combinación con lo picante produce una mayor salivación, mucho más que el picante solo. Y es importante preocuparse de la salivación. Hay una relación directa entre la salivación y la comodidad psicológica personal; esto lo enseñan ya en el quinto curso escolar.

Tras una breve pero necesaria pausa, continuó con un suflé de gambas con trocitos de pan salado. Cuando acabó de comérselo, al otro lado de la pared, en el apartado contiguo, resonó de repente una carcajada de mujer desesperantemente chillona. Evidentemente todo el grupo se divertía y estaba muy alegre. Saveliy decidió que, precisamente ese día, no quería masticar y tragar en solitario. Llamó al camarero y le dijo que quería cambiarse a la sala grande. El joven, muy serio, respondió «Se entiende» y se dispuso a cumplir su cometido. «¿Por qué “se entiende”?», pensó Saveliy, quedándose de pie delante de su sitio nuevo y mirando a su alrededor. Todos comían, de forma activa y elegante. Especialmente le llamó la atención una desconocida que estaba sentada en diagonal a él, portadora de un carísimo maquillaje alucinante: tan pronto era una rubia platino metiéndose unas fresas con un flan de caramelo, como una castaña oscura llevándose a los labios un cóctel Ultramarino, que estaba de moda esa temporada. «He hecho bien saliendo del apartado —pensó resuelto y satisfecho Saveliy—. Allí estaba sentado como un búho en un desván polvoriento. Aquí todo está lleno de sonrisas y rostros nobles. Huele a puros y a perfumes.»

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