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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (7 page)

BOOK: Clorofilia
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Estaban en una esquina. A la derecha había un patio que en tiempos estuvo cubierto de césped. Ahora aquel césped se había convertido en una calva polvorienta en cuyo centro se erguía un imponente tallo de cuatro metros de anchura, una superficie brillante de color verde negruzco con pequeñas escamas y una altura que llegaba hasta las nubes. A medio metro de tierra, el tallo tenía varios cortes. Variaban un poco de color, más marrones en los extremos, de color esmeralda en el centro. A la izquierda discurría una calle oscura y vacía por la que de vez en cuando cruzaba alguna que otra figura solitaria (por cualquier lugar, ya que tampoco había coches), y volvía de nuevo la extraña sensación de irrealidad.

—… y la pulpa de tallo —continuó Godunov— actúa de distinta manera en el ser humano. ¿Cómo?, nadie lo sabe. Los científicos se pierden en conjeturas. Es la auténtica píldora de la felicidad, ¿entiendes? Te tomas una cucharadita de pulpa y estás todo el día saciado, satisfecho, alegre, te sientes bien, y todo eso sin efectos secundarios.

—Eso no es posible —dijo Saveliy negando con la cabeza—. Tú, Godunov, eres, por supuesto, un tipo inteligente, escribes cuentos y en general… Pero yo también sé algo. En la naturaleza todo está equilibrado. Hay que pagar por el placer, y más aún por la euforia. Todo el reino animal está ordenado de forma que necesita no sólo el placer, sino también el estrés, el miedo, la rabia… Si el hombre se dedica sólo a gozar y no sufre, dejará de autoperfeccionarse y desaparecerá de la faz de la Tierra.

—Ya. —Godunov se frotó la nariz rota—. Tú, hermano, le podrías haber dicho todo eso al idiota que hemos visto. Deberías haber corrido tras él, agarrarlo de la manga y hablarle del sufrimiento. Sólo que antes tendrías que sacarle la mugre de las orejas.

Una vez más echaron un vistazo a su alrededor y se pusieron en camino en dirección a la estación de metro más cercana.

—Esa porquería —dijo Saveliy, pensativo— habría que prohibirla bajo pena de muerte.

Godunov asintió con un movimiento de cabeza.

—Ya lo han prohibido. Diez años de cárcel por posesión de un solo gramo de esa sustancia. Pero de todos modos se consume. ¿Has visto los cortes secos en el tallo? Salen por la noche, arrancan la corteza con un hacha y recogen la pulpa. El gobierno hace la vista gorda. De lo contrario tendrían todas las cárceles a tope y sería necesario construir otras nuevas. Entiéndelo, los herbívoros son inofensivos. No cometen delitos. En eso se diferencian radicalmente de los drogadictos. El drogadicto es capaz de matar por una dosis, pero el herbívoro sólo tiene que esperar a que oscurezca. No muestra disconformidad, ni siquiera es necesario alimentarlo. Vive en su casa, ve la televisión y duerme. O folla. Dicen que la pulpa es un afrodisíaco.

—¡Entonces habría que envolver cada tallo con un alambre de espino y poner un soldado de guardia con ametralladora!

—Así lo hicieron los primeros años. Después dejaron de hacerlo. Adivina el porqué.

Saveliy se quedó pensativo y dijo:

—Los soldados se comían la pulpa.

—¡Sí! —exclamó Godunov—. No eres un caso incurable. Escucha, vengamos aquí una noche. Arrancaremos un poco para nosotros.

—De eso nada.

—Tienes miedo.

— No, simplemente no lo necesito.

—Tienes miedo —rió entre dientes Godunov—. Bueno, era una broma. De todos modos, yo pienso probar.

—¿Para qué?

—¿Qué significa «para qué»? Me resulta interesante. Tengo que saber qué es eso.

Saveliy preguntó irónicamente a su amigo si lo que quería era probar el gusto de los excrementos humanos. Después de haber encontrado con dificultad la entrada del metro, se fueron a su casa discutiendo y regañando como sólo pueden discutir y regañar los verdaderos colegas.

• • •

Eran amigos desde los seis años. En el tándem que formaban, Godunov llevaba el juego, generaba las ideas. Saveliy era el acompañante, el que criticaba, el que desechaba las propuestas inútiles, el que se encogía de hombros. Garri era el que se lanzaba, Saveliy era prudente. Garri era revolucionario, Saveliy precavido. Incluso cuando aún eran unos mocosos, cuando jugaban a los partisanos siberianos, Garri Godunov estaba siempre del lado de los chinos; si lo cogían prisionero, siempre se suicidaba tragando una ampolla con veneno que llevaba escondida en el pico del cuello de la camisa, y cuando sus compañeros gritaban diciendo que eso no valía, él discutía acaloradamente hasta quedarse sin voz y traía de casa unos libros de papel destrozados, de más de cien años de antigüedad, donde realmente estaba escrito, de forma clara y precisa, acerca de la ampolla escondida en el cuello de la camisa.

Con los años Garri fue cambiando poco a poco, pero no a mejor. Para cuando acabaron la secundaria, su sólida amistad de la infancia ya era una relación sin compromiso. No se pelearon, simplemente se fueron enfriando. Godunov se apartó de todo el mundo, se volvió nervioso, intolerante, desagradablemente burlón. Podía montar un escándalo incluso estando en compañía de las personas más cálidas e íntimas. Le había dado por beber e importunar a las novias ajenas. A veces le decía a Saveliy que estaba escribiendo una novela que iba a volver loco a todo el mundo. Saveliy razonablemente observaba que una novela del joven escritor Garri Godunov antes que nada sacaría de quicio al mismísimo Garri Godunov. En respuesta, salían disparados improperios y aforismos sarcásticos.

Al cabo de un año, Saveliy, con dieciocho años cumplidos, entró en la universidad. Instantáneamente tuvo acceso a su depósito personal, a su parte de los miles de millones que cada año transferían los chinos a cambio de vivir y trabajar en territorio ruso.

Con antelación ya había pasado por la digitalización. Un tío amable vestido con una bata blanca, en un gabinete médico de níquel deslumbrante, le había introducido el microchip bajo la piel, invisible a simple vista. Ahora Saveliy podía entrar en cualquier tienda y coger todo lo que se le antojara; la suma se descontaba de su depósito a la salida de la tienda, sin producir la más mínima molestia a su portador.

El depósito consistía en una suma considerable, pero la gran mayoría de los ciudadanos prefería economizar. Era imposible comprarse un helicóptero con el dinero chino, o un apartamento situado en el piso setenta. Pero instalarse en algún lugar con la categoría de rentista pacífico, comer bien, comprar buena ropa no muy cara e ir al cine, era absolutamente posible. Con un poco de maña, el depósito chino daba para vivir holgadamente sin tener que complicarse la vida teniendo que trabajar.

La juventud ahorraba desesperadamente en lo más indispensable para gastarlo alguna vez en algo grandioso, como por ejemplo en un coche antiguo con motor de gasolina. Las chicas, por lo general, pasaban por la ardiente atracción de la cirugía plástica (por cierto que en los años de juventud de Saveliy se puso de moda la silicona de espuma), pero se les pasaba más o menos a los veinticinco años. Los más sensatos y mejor educados, ávidos de vida, elegían una profesión, buenos salarios, y con el tiempo acababan mudándose a los pisos setenta y ochenta.

Pero este tipo de personas no abundaban.

En una de las fiestas de estudiantes, Saveliy Hertz (que ese año también había adquirido un antiguo y potente Chevrolet que andaba con dificultad pero de prisa y que además gustaba a las chicas) probó por primera vez la pulpa de tallo. Cuando el dueño del apartamento —para ser más exactos, su hijo— lanzó encima de la mesa, con una gran exclamación, una bolsa de celofán llena de una gelatina verdosa, los invitados se callaron, tras lo cual se oyeron unos cuantos suspiros exigiendo que quitaran de inmediato esa porquería y frases como: «No es para mí». La bolsa desapareció, pero a las dos horas un Saveliy borracho vio que la sustancia prohibida pasaba de mano en mano. Para entonces el grupo de compañeros de juerga disminuyó en número y apagaron las velas. Los más resistentes jugaban a bajar la graduación alcohólica (después del vino se pasaron a la cerveza), mientras que las damas, o bien salieron huyendo o se quedaron a solas con los bienafortunados en las habitaciones del fondo.

—Dadme a mí también —rogó Saveliy.

—No —le contestaron—. Estás borracho, y la pulpa no se puede mezclar con el alcohol. Te sentirás mal. Vómitos y todo eso. Los herbívoros son abstemios.

—Yo no soy un herbívoro —replicó Saveliy.

—Entonces no te metas en esto —le dijeron.

De madrugada, cuando todos dormían, incluidos los más resistentes, Saveliy se levantó a duras penas para ir al cuarto de baño y descubrió la bolsa casi vacía en el suelo. Después de unos cuantos vaivenes, el estudiante metió un dedo dentro, lo olió, lo miró, y se pasó el dedo por la lengua. No entendió nada. La pulpa no tenía olor ni sabor. El osado neófito miró de reojo a sus colegas mientras roncaban, llevó la bolsa a la mesa, la volvió del revés y, rebañando, consiguió juntar casi una cucharada colmada. Se la tomó. Sintió un zumbido en la cabeza, pero no había bebido cerveza después del vino, y de éste no había tomado más de dos copas. Su estado era normal, la cabeza le funcionaba bien. Se sentó en el alféizar de la ventana, pegó la frente al cristal y se dispuso a esperar.

Al otro lado de la ventana, en medio de una espesa penumbra, se mecían los tallos, y entre ellos se divisaba el edificio vecino. Se veía luz en dos o tres ventanas. Incluso en las horas más silenciosas de antes de amanecer, en cada edificio hay siempre unas cuantas ventanas iluminadas. «¿Qué hace la gente tras esas ventanas? ¿Por qué no duermen? ¿Qué les impide entregarse a las alegrías naturales, de las cuales el sueño es la más sencilla, barata y asequible?», pensó.

Se puso a reflexionar en por qué no dormían aquellos que podían hacerlo. Después se cansó. De repente apareció una comprensión increíblemente exacta de toda la carencia de perspectiva del proceso mismo de reflexión. Le entró sed.

«Es la resaca —pensó—. Eso quiere decir que ayer de todos modos me pasé. ¿Cómo se llamaba esa impertinente menudita que intentaba ofenderme riéndose a carcajadas y diciéndome que estaba “pálido”? ¿Acaso estoy pálido? Tengo un color de rostro estupendo.»

Encontró a tientas una botella de agua medio vacía. Bebió hasta agotarla, echó hacia atrás la cabeza para agitarla sobre la boca abierta y con la lengua capturó la última gota. Experimentó una ligera y original sensación de placer. Quizá la pulpa empezaba a hacer efecto. Se sentía despierto y al mismo tiempo lo invadía una gran pereza, y además las dos sensaciones buscaban el mismo fin. No tenía ganas de moverse ni de romperse la cabeza pensando. Quería ponerse en posición vertical, quedarse inmóvil y escucharse a sí mismo. En su interior ocurría algo interesante: el corazón palpitaba, los pulmones se expandían y se contraían, el estómago y el intestino también enviaban señales, pero sin insistir. Saveliy bajó del alféizar y anduvo por la habitación. El proceso de andar era divertido, le recordaba alguna atracción. Muy divertido, extraño, un poco tontorrón. Algunas veces, yendo de una pared a otra, se cansaba, pero apenas se quedaba inmóvil, todo a su alrededor —paredes, aire, la realidad misma— lo llenaba de energía. Algo agradable fluía por su cuerpo, de arriba abajo, y otra corriente parecía correr en dirección opuesta, desde las plantas de los pies hasta la coronilla.

A veces andaba, otras se quedaba inmóvil. Bebió agua varias veces. No tenía noción del tiempo. Después se tumbó y se quedó profundamente dormido. Aquella noche no soñó.

Esta nueva experiencia básicamente no le gustó. Cierto que durante todo el día siguiente no quiso comer nada y se sentía muy animado, pero no daba pie con bola. Decidió incluso hacer novillos. La sensación de animación existía por sí sola, era imposible utilizarla para algún fin. Mientras permanecía inmóvil disfrutaba, pero apenas decidía ir aunque sólo fuera al cuarto de baño para lavarse la cara, todo lo que lo rodeaba se convertía de inmediato en una absurda película de dibujos animados. Su padre, que ese día llegó temprano de trabajar, le preguntó algo. Saveliy se limitó a guiñar un ojo y sonreírle, en el sentido de que todo está bien, yo estoy bien, y tú también estás bien. Después se volvió, dándole la espalda, y regresó a su cuarto.

Todo aquello no terminó hasta el segundo día. Sentía un vago deseo de tomarse una dosis más, mayor y en condiciones más cómodas, no en una casa ajena, en medio de botellas vacías, sino en su habitación, en silencio y sólo para poder procesar las sensaciones. Sin embargo, Saveliy apartó esa idea de la cabeza. La pulpa le parecía algo similar a la marihuana. Pero mientras lo único que hacía la marihuana era relajar los nervios, la pulpa de tallo actuaba de otra manera, cambiaba la propia personalidad y sugería la posibilidad de vivir una vida especial, en la cual no había necesidades, problemas, hambre, prisas, tan sólo una inactividad alegre y silenciosa.

«Sea como fuere, esto no es para mí», resolvió Saveliy.

Hacia los veinte años ya sabía todo sobre él y también sobre los demás. Todo era muy sencillo: la persona nace para disfrutar de la vida en todas sus múltiples manifestaciones. Para ello, tiene que desarrollarse de tal forma que aprenda a sentir la vida en su máxima plenitud. Ante ti y ante la vida hay una puerta, le enseñaron a Saveliy. El débil puede abrirla lo justo para recibir el bienestar y las sensaciones más elementales. El fuerte y culto abre la puerta de par en par y se apodera de toda la diversidad de la vida.

El examen sobre los principios fundamentales de la teoría de la prosperidad absoluta lo aprobó con matrícula de honor.

Más tarde vio en la televisión a un amigo suyo, compañero de diversiones infantiles, llamado Garri Godunov. A los veintidós años Garri había publicado una novela y se había hecho famoso. Todo Moscú estuvo hablando del nuevo genio durante tres días por lo menos. Después, otros héroes lo desplazaron de la pantalla. En ese año y en el mismo mes empezó la colonización activa de la Luna. Los valientes cosmonautas tenían un aspecto mucho más fotogénico y pintoresco que el joven escritor enjuto y sombrío, y todos se olvidaron de él.

Pero Saveliy no se había olvidado, ni de Garri Godunov ni de la pulpa de tallo.

Capítulo 4

El multimillonario Petr Glybov, conocido por el apodo de «Vendedor de sol», tenía treinta y nueve años. El periodista Saveliy Hertz, cincuenta y dos. Este hombre adulto iba a hacer una entrevista al mocoso advenedizo. Elevándose al piso noventa en un excelente ascensor fabricado al estilo «pseudoneohightech», el periodista se imaginó sonrisas burlonas, miradas despectivas y otros caprichos de nuevo rico. «Por otra parte —pensaba Saveliy—, se le puede dar la vuelta a esto, organizar el material con un matiz de desprecio sutil, permitir cierta burla intelectual.»

BOOK: Clorofilia
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