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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (9 page)

BOOK: Clorofilia
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—¿Y más o menos, a qué?

El millonario cruzó las manos detrás de la cabeza.

—Probablemente me iré. A la periferia.

—¡Oh! —musitó respetuosamente Saveliy—. ¿Ha estado alguna vez en la periferia?

—He estado en todas partes, incluso en la Luna. Con más razón en la periferia. Alquilas un tanque tres por cuatro, te llevas un guardaespaldas, y adelante. Pero es mejor en helicóptero.

—¿Y cuál fue su impresión?

El vendedor de sol se levantó, se metió las manos en los bolsillos del albornoz y miró a Saveliy como a un viejo enemigo. Ahora ya no parecía el ricachón satisfecho de sí mismo, y además se esfumó la ensoñación. Saveliy sintió la amenaza a su comodidad psicológica personal.

—Si tú —dijo Glybov, apuntando al periodista con un dedo— eres buen periodista, y a juzgar por tus preguntas lo eres, entonces sabes de sobra qué es la periferia. Y me preguntas a mí, Petr Glybov, cuál es mi impresión de la periferia. ¿Me preguntarías también qué impresión me produce la tumba de mi padre? ¿Qué mierda de impresiones puedo tener? He visto ese enorme espacio vacío, ciudades abandonadas, campos inmensos plagados de malas hierbas. Allí hay de todo: bandadas de salvajes, osos que se comen a la gente, paganos que adoran un cartucho de ametralladora, una ubre de cabra, o, por ejemplo, una Gran Careta Antigás de Goma…

Saveliy recordó que en los bosques de las afueras de Nizhni Nóvgorod había realmente una comunidad en la que se adoraba a la Gran Careta Antigás de Goma (un espectáculo con disfraces para los ricos turistas aventureros que aterrizaban en sus helicópteros particulares), y con eso recuperó su comodidad personal.

Al mismo tiempo, Glybov continuaba seriamente:

—Mi abuelo fue militar, coronel. Con frecuencia decía que nos hemos cargado nuestro país. Lo único que me queda ahora es repetir sus palabras. Hace tiempo que murió mi abuelo. Y está bien, murió a tiempo. De lo contrario habría visto cómo los chinos en la fría Siberia cultivan diez veces más grano del que cultivaban los rusos en los mejores años y en las mejores tierras negras. Comemos manzanas chinas y carne china. Somos una nación acabada. Tuvimos una oportunidad, podíamos haberlo encauzado todo, incluso después de que medio mundo quedara sumergido en el agua. ¡Incluso después de haber permitido la entrada de chinos! Pero la hierba nos ha destruido. Ahora la gente no necesita nada en absoluto. Se comen la pulpa de tallo y ven Vecinos. ¿Has estado hace tiempo en los pisos inferiores? ¿Allí donde la oscuridad es eterna? ¿Donde salen de casa sólo para comprar agua y broncearse en mis cabinas? ¿Donde las mujeres no tienen hijos porque les da pereza?

Saveliy guardó silencio.

—Ayer —continuó Glybov, paseándose despacio ante el periodista sentado— me llamaron unos antiguos conocidos. Crecimos juntos. Me contaron que, cerca de la casa en la que yo nací, unos bandidos estaban cortando un tallo. La multitud se llevó trescientas toneladas en media hora. Arrestaron a cincuenta personas. Y además allí hay ahora una nueva moda entre los jóvenes más pálidos. Se llama alpinismo criminal. Por la noche suben por el tallo hasta la misma punta para cortarla, ya que en ella está la más dul…

—Lo he oído —lo interrumpió Saveliy—. En el último mes cinco personas han muerto al estrellarse contra el suelo por culpa de eso . Y usted, según veo, no olvida a sus colegas de los años jóvenes.

Glybov asintió y pronunció las siguientes palabras con desgana:

—A todos los que han querido, hace tiempo que los instalé en los pisos cuarenta.

—¿Y hubo quienes no quisieron?

—Sí. Mi madre, hasta el momento, sigue sin querer. Dice que allí está bien.

—Comprendo.

—No tienes ni puta idea —refunfuñó el millonario—. Ahí abajo, especialmente en las afueras, existe una vida propia. Todos son pálidos, todos son divertidos. Los jóvenes, sobre todo los tíos, son absolutamente «amigos». Los más mayores son Vecinos. Comen pulpa por kilos. Lo más chic es la materia prima, sin ninguna destilación. La echan en un plato y se la comen a cucharadas… Yo voy a casa de mi madre una vez a la semana. Oscuridad, suciedad, moho, y todos duermen catorce horas al día. Las tiendas de alimentación están tapadas con tablas. La canalización no funciona porque no se necesita. Nadie come nada. Ni siquiera toman té, sólo agua, gratis, del Estado, del grifo. Sobre eso es lo que tienes que escribir. Si es —masculló Glybov con una mueca de desprecio— «una revista seria, sobre temas importantes…».

—En los pisos inferiores al veinticinco —contestó tranquilamente Saveliy— no ocurre nada. Usted mismo ha dicho que la gente duerme catorce horas. ¿Sobre qué hay que escribir? Un conocido mío, en algún momento de su juventud, decidió escribir una novela,
Gente pálida
. Se instaló en el séptimo piso y se puso a escribir.

—¿Y escribió?

—No. Fui a verlo una vez medio año después de que se mudara. Su principal preocupación era tragar una vez al día una cucharada de pulpa. Estaba satisfecho, feliz, le brillaban los ojos… Su rostro tenía el color gris del cemento; el cabello grasiento… No he vuelto a saber de él.

—Pues encuéntralo —le aconsejó el millonario—. Y escribe sobre él.

—Primero sobre usted —dijo Saveliy—. Perdone, pero sus palabras acerca de la nación y el país que nos hemos cargado no se van a incluir en el texto de la entrevista. Es demasiado. En mi opinión, no todo está tan mal. Sí, trabajamos poco, nos hemos quedado en cuarenta millones. Sí, el modo de vida de los herbívoros es asqueroso. Pero somos felices. Rusia es un país muy rico. Sí, hemos perdido San Petersburgo, dejamos que entrara un pueblo extraño en Siberia, pero tenemos un territorio colosal en la Luna.

—Estupideces —suspiró con tristeza Glybov—. En Siberia fluyen los ríos. Allí crecen pinos, las ardillas saltan de rama en rama. Pero en tu Luna, desde hace diez millones de años, sólo hay cenizas heladas. Y nada más. Yo voy allí todos los años. Vuelo en una lanzadera china. Me paseo por el Océano de las Tormentas metido en una escafandra china…

—¿Y qué tiene eso de malo? Ellos producen, nosotros utilizamos. Ellos están en deuda con nosotros, pero nosotros no debemos nada a nadie.

El millonario hizo un movimiento despectivo con la cabeza.

—Claro, por supuesto. ¿Sabes una cosa? Lo que tú necesitas es meterte en la cama elástica.

—¿Para qué? —preguntó Saveliy, sorprendido.

—Da un salto y lo entenderás —dijo Glybov con rabia—. En el punto más alto del salto te sientes imponderable. Quedas suspendido en el aire un instante y piensas: «Aquí está lo que la gente llama felicidad». No pesas nada y no debes nada a nadie. No debes nada, ni siquiera estás agobiado con tu propio peso. Está muy bien, ¿verdad?

—Me parece notar cierta ironía en sus palabras.

Glybov se enderezó y suspiró:

—Sólo te lo ha parecido. ¿Más preguntas?

—Preguntas hay muchas, pero…

—Sí —interrumpió el millonario—. Basta por hoy. Quédate a comer. Van a venir chicas. El grupo Derrames Blue (Stoki Blue) al completo.

—Se lo agradezco. —Saveliy negó con la cabeza—. No soy uno de sus admiradores.

—Yo tampoco. Pero las chicas son divertidas. Las tres tienen los ligamentos y la laringe sintéticos. Una como los de María Callas, otra como Liubov Orlova, y la tercera como Christina Aguilera. Cantan bien. Pero lo más interesante empieza cuando no cantan. Dos de ellas nacieron en un sexto piso, y la otra en un séptimo. Son muy divertidas. Totalmente tontas. Comen pulpa tres veces al día. Décima destilación…

—¿Décima?

—Sí, o undécima.

Saveliy hizo un gesto con la cabeza.

—Perdone, pero para levantarme el ánimo no necesito chicas con laringes sintéticas.

—Yo sí.

—Usted no da la impresión de ser una persona feliz.

—Has acertado —dijo Glybov mostrando una amplia sonrisa—. ¿Sabes por qué? Porque no soy una persona feliz. A diferencia de ti.

—¿Demasiadas preocupaciones?

—Muchas —respondió el millonario con voz cansada—. Imagínate, en mi empresa han empezado a desaparecer personas. Sin dejar huella. Tres en medio año…

—Es un fenómeno conocido —afirmó Saveliy—. Escapistas. Nuestra revista ha escrito sobre eso. Cortan todos los lazos sociales, abandonan a su familia, se mudan a los pisos inferiores, crean un harén de mujeres pálidas y se dedican a comer hierba sin control.

—Éstos no son escapistas —replicó Glybov—. A ésos se los puede contar por las señales del microchip. Pero los míos desaparecen como si nunca hubieran existido. Desaparecen sus señales.

—Eso no es posible.

—Lo es si uno se sale de los límites de Moscú, hacia la periferia.

Saveliy sonrió y se puso de pie.

—Un moscovita —aseguró— no es capaz de vivir fuera de los límites de Moscú. A cada uno de nosotros en la periferia sólo nos espera la muerte por inanición.

• • •

Al volver de la entrevista sintió que estaba enojado. Salió del ascensor en el democrático piso cuarenta y nueve, entró en el bar, bien iluminado (en los niveles medios se cultivaba escrupulosamente el llamado «positivo», y estaban de moda las alfombras rosadas y los muebles de color zanahoria), se tomó una cerveza china de frutas y empezó a reprocharse a sí mismo:

«Mal trabajo. No establecí una buena comunicación. No le caí bien, y él a mí tampoco. Un mocoso de cuarenta años ha estado jugando con un experimentado reportero. No le hice ni la mitad de las preguntas que había preparado. Ni siquiera le pregunté por su vida personal: si hay una novia oficial Glybova, una estrella de cine, una incomparable Angelina Lollobrigida. El vendedor de sol se ha comportado como si indudablemente lo hubiera comprendido todo de mí. Sin embargo, yo no he entendido nada. Solamente he dejado claro que es muy rico, que está muy cansado y carece de toda comodidad psicológica personal».

—¿Me permite?

Saveliy levantó la cabeza y vio a un hombrecillo menudo y flacucho vestido con un traje centelleante. Con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, el hombrecillo sonrió con exagerada cordialidad. La mesa de la derecha estaba libre, la de la izquierda también.

—¿Viene usted a vender o a dar un sermón? —preguntó Saveliy.

—Ni lo uno ni lo otro. Pero si quiere hablar de Dios…

—No quiero. Pero puede sentarse. Con una condición: sólo yo juego a las adivinanzas. ¿Es usted de la Iglesia de la Hierba?

El hombrecillo se desplazó al sillón de enfrente, con tanta habilidad que no se hizo ninguna arruga en la chaqueta. Por otra parte, el traje era de plástico.

—No ha acertado —respondió.

—Entonces de la Iglesia del Divino Tallo. O de la Divina…

—No.

—No me diga que he tenido suerte y es usted de ésos… de los Seguidores de Juan Mascatallos.

El hombrecillo dejó de sonreír y lo corrigió:

—Juan Cometallos.

—¿Cuál es la diferencia?

—Hay diferencia —dijo significativa, casi ceremoniosamente, el interlocutor de Saveliy, enderezando su estrechos hombros—. Mascatallos es un personaje de tebeo. Pero Juan Cometallos, o mejor dicho, el Comedor de Tallos, realmente existió. El padre de mi preceptor espiritual fue discípulo suyo. Recibió la enseñanza, por así decirlo, de los primeros labios.

—Interesante —declaró Saveliy—. Y usted, ¿tiene intención de proponerme que me una al número de Seguidores de Juan el Comedor de Tallos?

—No, yo represento al Templo del Tallo del Señor. Los Seguidores de Juan Cometallos formalmente pertenecen a nuestro Templo, pero, en realidad, son una confesión aparte. Existe… eh… cierta, por así decirlo, división teológica… Pero no esencial…

El flacucho daba la impresión de ser un personaje astuto, aunque agradable.

—¿Por qué se queda callado? —preguntó Saveliy—. Predique a sus anchas. Dispongo de diez minutos.

—Yo no soy un predicador importante —respondió tristemente el flacucho—. Por cierto, ¿no le estaré quitando el sol?

—No.

—Una sola palabra suya y me aparto inmediatamente.

—Relájese.

El hombrecillo se inclinó y miró fijamente a los ojos de Saveliy.

—¿Qué piensa usted de la hierba?

—Que es una planta.

—Estupendo. ¿Y de los que la consumen, así, como comida?

—Cada persona consume lo que tiene.

—Es usted extraordinario —declaró el flacucho, asombrado, y se acomodó mejor en el sillón—. Eso sí que es dicha, y no se le puede censurar. Nuestro Templo no condena el consumo de hierba, pero sí a los que censuran su consumo. Nuestra fe es sólida, pero digamos que también es libre. Yo mismo, por ejemplo, no consumo; pero así, entre nosotros, a mi mujer, a veces… cómo decirlo… le gusta.

—¿En qué piso viven ustedes?

—¿Qué?

Saveliy esperó la respuesta. El flacucho hizo una pausa y respondió dignamente:

—Nosotros, los fieles del Templo, somos doscientos mil. Y nuestro Templo, así como el santuario del Gran Cuaderno y las residencias de los primeros discípulos están situados en la torre Prosperidad, en el piso noventa y siete. En cuanto a mi esposa y a mí..

—Vale, vale —le cortó Saveliy—. No era mi intención ofenderlo.

—No tiene importancia —respondió educadamente el hombrecillo—. ¿Qué sabe usted del Gran Cuaderno?

—Casi nada.

En ese momento Saveliy se arrepintió de haberlo dicho, porque el Cuaderno, que por fuera tenía el aspecto de un librito grueso en miniatura, parecía haber salido casi de la manga del predicador y estaba impecablemente dispuesto encima de la mesa.

—Aquí está escrito —explicó con toda dignidad el flacucho— que Dios es una planta, y el mundo que nos rodea es el resultado de su crecimiento. Todos somos esencia de las hojas que se encuentran en las ramas del árbol del Señor. Del mismo modo que un pino libera oxígeno, así Dios irradia amor y felicidad.

—Sí —asintió Saveliy—. Y el planeta Tierra es la esencia de una baya.

El predicador hizo un aspaviento muy femenino con las manos:

—De ninguna manera. Pensar que los planetas son bayas es una herejía peligrosa. Por lo que yo veo, usted se encuentra, por así decirlo, atrapado en su confusión. Espero que estudiando el Cuaderno…

—Eh, no —lo interrumpió Saveliy—. Así no. No nos hemos puesto de acuerdo sobre el Cuaderno.

—Lo único que tiene que hacer es leerlo, y toda su vida cambiará.

—Pero es que yo no quiero cambiar nada —explicó Saveliy, complacido.

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