Read Clorofilia Online

Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (27 page)

BOOK: Clorofilia
6.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Hombrecillo? —repitió Saveliy, mirando a su mujer a la cara—. ¿De dónde sacas la idea de que vas a dar a luz a un hombrecillo? Vas a parir una planta. Un pequeño tallo. En cuanto le corten el cordón umbilical, el recién nacido se olvidará de que existes…

Lo miró con furia.

—Me da igual. Tallito, planta, lo que sea. Será hijo mío, y tal como nazca así será, mío.

—Nuestro —la corrigió Hertz en voz baja.

—¿Qué?

—Que será nuestro hijo.

—Por fin lo has dicho.

—¿Creías que no lo iba a decir?

—No lo creía, lo temía.

—No tengas miedo. Tú y él sois todo lo que tengo.

—Pero tú también tienes miedo. Puedo verlo en ti.

—En cuanto nazca nos lo quitarán.

—No se lo entregaré.

—Difundirán la noticia de que es un ser peligroso.

—Me da igual.

—¡Dirán que es un mutante!

—Que digan lo que quieran. No se lo entregaré. Estoy dispuesta a hacer lo que sea. Yo misma me convertiré en mutante, en una planta, en hierba, musgo, liquen, me da igual.

Pronunció esas frases con tanta tranquilidad que Saveliy se avergonzó de su reciente ataque de histeria, de su desesperación, del temblor de sus rodillas. Sentía una sed horrorosa, pero la sensación de sequedad en la laringe le parecía ahora algo repugnante. No era Saveliy Hertz quien tenía necesidad de agua, sino la planta que había echado raíces en el interior de Saveliy Hertz. La que quería beber esa parte suya que ya no quería ser humana.

Ser persona es difícil. Uno se cansa de eso.

—Tal vez todo salga bien —dijo él, inseguro—. ¿Cuántos idiotas consumen la octava destilación? ¿Medio millón? ¿Un millón? Y sólo hay unos cientos de niños verdes. Significa que no todos los hijos de los que consumen el concentrado purificado hacen así. Tenemos una oportunidad. Nosotros no merecemos…

—Déjalo —le ordenó —. Eso no importa. Debemos tranquilizarnos…

—¡Estoy de acuerdo! —dijo Hertz con entusiasmo, a sabiendas de que no podría tranquilizarse—. Además, sabemos muy poco de eso. Para qué apresurarnos a sacar conclusiones, ¿verdad? Tengo que ir una vez más a ver a ese médico para aclararlo todo. No trabaja solo. Y es una persona tremendamente rara. Aquí hay algo que no cuadra. —Saveliy se levantó de la silla y empezó a pasearse por el dormitorio—. ¡Sí! ¡Algo no encaja! Los chinos dejan de pagar, la gente desaparece sin dejar rastro, nacen niños verdes… ¡Demasiadas cosas! Eso no es posible. Tal vez tú y yo nos estamos volviendo locos. O no, a lo mejor soy sólo yo el que se está volviendo loco.

—Hace tiempo que todos hemos enloquecido. Ven aquí, siéntate a mi lado. Necesitas dormir.

Saveliy rompió a reír.

—¿Dormir? Estás loca. No podría dormir ahora. Los he visto. Son pequeños, están vivos, son verdes…

Salió corriendo al balcón y se secó las lágrimas. El viento otoñal le pegó fuerte en la cara. La esfera del arco iris que contenía el anuncio del agua Baikal se movía de norte a sur rozando las nubes. Saveliy entornó los ojos. Hasta un hombre adulto de más de cincuenta años que empezaba a envejecer, tenía a veces deseos de cerrar los ojos para abrirlos después y descubrir que todo había cambiado para mejor por sí solo, de forma milagrosa.

Abrió los párpados. No. Los tallos de color verde negruzco seguían estando allí. Veía el mundo como a través de un peine. Ahora le quedaba claro que este mundo tenía las horas contadas. Ese mundo amarillo-grisáceo-lila, heterogéneo, sembrado de sonrisas, pulido hasta darle brillo, dispuesto a asegurar a todos los que lo deseaban una cantidad ilimitada de comodidad psicológica. A ese mundo apacible, ordenado, insoportablemente seguro, omnívoro, planificado hasta el más mínimo detalle, construido sencilla y hábilmente, estaba a punto de llegarle su final.

Arriba sonaba música, un disco clásico. Alguien estaba celebrando algo. Fin de la celebración, pensó Hertz. Si todo alrededor es sólo alegría en su forma más pura, eso ya es una fiesta, ¿o no? Todavía ayer suponíamos que la fiesta era nuestro estado diario habitual. Nos quejábamos unos a otros de la rutina, los problemas, la falta de tiempo, de dinero, de fuerzas. Incluso de la escasez de ropa cómoda, de la carencia de un ambiente comprensivo, la falta de mujeres guapas y de viviendas suficientemente espaciosas. Ahora resulta que la vida de ayer, con todos sus defectos y carencias, era un regalo del destino envuelto en un lazo blanco. Hoy se ha acabado la fiesta, los problemas de ayer resultan ridículos, las preocupaciones de ayer merecen en el mejor de los casos una mueca de risa amarga. El ayer aterciopelado se ha convertido en un hoy áspero.

Extraño. Esto se podía entender con la cabeza, pero imposible entenderlo con el corazón. Y como no éramos tontos, vivíamos el día a día. Trabajábamos, nos esforzábamos. Nos considerábamos seres previsores e inteligentes. Estábamos convencidos de que nuestro mañana, de cualquier forma, sería más confortable que nuestro hoy. De lo contrario, ¿qué sentido tiene esforzarse? Para que mañana todo sea más limpio, más fácil, más tranquilo. Creábamos y nos cansábamos. Intentábamos tener siempre dispuesto un montón de paja en previsión de una caída. Y he aquí el resultado: caemos volando desde las alturas sin caer en la paja, sin caer en nada. Los pronósticos son errados, los cálculos no son fiables. Ayer éramos superpersonas y hoy envidiamos a los insectos.

Cientos de veces nos elevamos hacia arriba y otras tantas caímos hacia abajo. Cada vez que nos elevábamos hacia la luz, nos jurábamos a nosotros mismos que siempre sería así, que las guerras, el hambre y la necesidad han quedado atrás para siempre. Pero no habían quedado atrás.

Respirando con dificultad, Saveliy observó haciendo visera con la mano cómo del centro de la ciudad se desplazaba una hilera de helicópteros de la policía. Eran muchos. No podía imaginar que en Moscú hubiera tantos helicópteros policiales. La visión de esa armada de ruidosas hélices despertaba respeto y temor. Precisamente así es como suele reaccionar el ruso cuando contempla el poderío de las técnicas que utilizan los órganos de protección de la ley, con esos potentes rugidos, esos cegadores proyectores vomitando fuego. Hertz empezó a contarlos, pero se perdió en la quinta decena.

El doctor Smirnov no había metido. Moscú se preparaba seriamente para una nueva vida de detenciones y represión. Todo empezaría más o menos así. O quizá ya había empezado. En la hiperpolis había veinticinco tipos de milicias y policías que competían brutalmente entre ellas y estaban equipadas con lo último en tecnología. Si se les daba poderes absolutos, y por casualidad se hacía la vista gorda al hecho de que hace doscientos años a eso se le llamaba «dobletes», entonces todos los herbívoros desaparecerían en unos cuantos días.

Hertz decidió que había que tirar las cápsulas inmediatamente. Mañana diría que se encontraba mal, confiaría la revista a Valentina, encontraría unos médicos condescendientes para que lo curaran mediante goteo, para desintoxicar la sangre. Tenía que hablar urgentemente con Godunov, para que el genial borracho le enseñara a desengancharse de la hierba. Había que dejar de beber agua por decenas de litros. De alguna manera había que quitarse la costumbre de hacer gestos de enfado cuando alguien te quita el sol. Había que llenar el frigorífico de carne grasa y comer sólo carne, nada más que carne, cinco veces al día… Y obligar a Bárbara…

Sintió náuseas. Tenía un gran deseo de beber, pero más aún le hubiera gustado despertarse y saber que el día de hoy no había sido más que un mal sueño. «¿Y el libro? —recordó, temblando de pánico—. ¿Dónde está el Cuaderno Sagrado? Hay que deshacerse de él inmediatamente. Además, no servirá de nada. Si van a destruir todos los templos y comunas de los herbívoros, todos sus archivos electrónicos irán a parar a manos del gobierno. Harán una lista de todos los dueños de un Cuaderno. Hasta es posible que arresten a los que lo hayan leído. Peor todavía, se ha grabado en mi memoria y soy capaz de citar cada una de sus páginas.» Especialmente el último capítulo: «Biografías de los apóstoles Gavriil y Gleb y de sus compañeros de lucha».

Y de forma más especial aún, el final del último capítulo.

Y anduvieron durante mucho tiempo, pues las llanuras de esta tierra eran amplias, y los caminos malos. Y al ver una ciudad se dijeron uno a otro:

—He ahí la ciudad de las ciudades, la ciudad más pura, donde se concentran enormes fortunas. No hay un lugar mejor para el que desea purificarse y meditar.

Después miraron a su alrededor y dijeron:

—He ahí la ciudad de las ciudades. Aquí uno crea y diez gastan. ¿A quién debemos acercarnos, al que crea o al que gasta?

Y se respondieron uno a otro:

—No nos acercaremos ni a uno ni a otro, ya que ni el uno ni el otro están en la verdad, sobre todo el que crea. Pues aguantar a tu lado a los que gastan es una estupidez. ¿Y qué tonto es creador?

Así pues, no se acercaron ni a los unos ni a los otros, sino que se asentaron en la ciudad como independientes y empezaron a crecer.

Unos crecieron en silencio, elaborando oxígeno.

Otros se pusieron a buscar a qué dedicarse, y decidieron purificarse y meditar. Y dijeron: «¡He ahí una ocupación digna de nosotros!». Y sonrieron y empezaron a llamar a todos: «¡Purificaos y meditad!».

Purifícate y concéntrate, pero ten cuidado.

El opio puro y concentrado se convierte en heroína.

El trabajo puro y concentrado se convierte en papeles llenos de filigranas.

El amor purificado y concentrado se convierte en prostitución.

La voluntad purificada y concentrada se convierte en asesinato.

Dios purificado y concentrado se convierte en el diablo.

Purifica todo lo que puedas purificar. Concentra todo lo que puedas concentrar. Pero has de saber en qué momento detenerte.

No se debe confiar en lo demasiado puro, ya que lo más limpio es también lo más sucio.

No se debe aumentar la concentración indefinidamente, pues al concentrar todo lo que quieras, concentrarás antes que nada el mal.

Capítulo 8

Menos de una hora después de la pelea, Bárbara se envolvió en la sábana y se quedó dormida tranquilamente. Saveliy le reprochó mentalmente su superficialidad, pero un poco más tarde se estaba haciendo reproches a sí mismo por ser tan tonto. Su mujer había actuado correctamente. Para el pequeño ser que crecía en su vientre no era bueno el estrés.

Hertz no se acostó. Pasada la medianoche salió de casa sin hacer ruido, bajó siete pisos y se sentó en el primer bar que encontró. Se tomó unas cuantas copas. A su alrededor se reían unos alegres trasnochadores. Alguien contaba algo sobre la Luna, otro repetía con aplomo que nadie debe nada a nadie, otro introducía en sus frases palabras chinas con total despreocupación, confundiendo el mandarín con el chino cantonés, y una mujer entrada en años con los hombros al descubierto y unos pechos pecosos apenas tapados lanzaba miradas desde un lejano rincón a través del humo del tabaco. Cuando Hertz clavó la mirada en sus ojos pintados como con grasa, ella se dio la vuelta lentamente.

«Desde hoy mismo —decidió Saveliy— me voy a emborrachar todos los días. No sólo pasarme con la bebida, sino beber hasta perder la conciencia. Pero no en casa, obligatoriamente tengo que hacerlo en locales, sentado frente al objetivo más cercano de la policía. Los herbívoros no beben. Si una persona se emborracha, significa que no come pulpa. Empecemos a tramar la coartada. Nunca más me va a volver a ver nadie sobrio y divertido. Si algún interlocutor me pregunta si me tapa el sol, le voy a contestar groseramente, con desprecio: me importa un bledo su sol. Me importa un carajo el sol. Métase su sol por donde…

»Ser hombrecillo verde es una desgracia, pero no una catástrofe. La vida continúa. Garri Godunov se desenganchó, y yo me desengancharé también. Y haré que Bárbara también lo deje. Y tendremos un hijo más, sano. Todavía no soy viejo. ¿Que los chinos dejan de pagar el alquiler por los terrenos de Siberia?, pues que lo hagan. Yo soy un profesional bien pagado, no desapareceré. No hay que exagerar la importancia que tienen los chinos en la vida de los ciudadanos rusos. Los ciudadanos rusos también son capaces de hacer cosas. Les enseñarán de nuevo a trabajar, y no pasará nada, se acordarán. La historia conoce períodos en que los rusos trabajaban bien y se alimentaban a sí mismos.»

El camarero androide quiso informarse de si debía rellenarle el vaso, pero Hertz lo mandó a la mierda en dos palabras. La multa por insultar a un ser mecánico con aspecto humano le sería descontada de su cuenta (hay una ley especial que prohíbe dirigirse en términos vulgares a los androides de los restaurantes), pero hasta eso le parecía bien ahora. A partir de ese momento, Saveliy Hertz, periodista y redactor jefe de la revista
Lo Más
, se iba a hacer famoso por los colosales escándalos que pensaba montar. «El redactor jefe va a empezar a hacer el gamberro, a ser impertinente y a destrozar sin compasión la comodidad psicológica personal del prójimo.

»Y ustedes sigan mamando agua, caliéntense bajo los rayos de la estrella amarilla, elévense hacia la luz transparente. Purifíquense y concéntrese.»

Hacia el alba hizo intento de controlar sus nervios. El alcohol tenía un efecto extraño: quitaba el miedo, pero aportaba enojo y un baboso resentimiento infantil hacia el orden de las cosas. Hertz pagó la factura con aire taciturno y decidió irse al trabajo. Las cuatro de la mañana era una hora estupenda para empezar la jornada laboral. Consiguió llegar al garaje sin problemas, pero el coche no le obedeció, sino que anunció que su dueño estaba ebrio y le advirtió que si intentaba de nuevo arrancar el motor iba a ser multado, además de dar parte a la policía. Saveliy se rió. Idiota, a partir de hoy la policía tiene asuntos mucho más importantes que atender. Ahora a la policía no le interesan los borrachuzos insociables, sino los herbívoros ebrios y vivarachos.

Llamó un taxi. Llegó un robot en un electromóvil diminuto. Olía a sudor y a perfume de mujer dulzón. Olía a sexo. A la juventud del siglo XXII le encantaba estar a solas en los taxis sin piloto, lo encontraban divertido y romántico. «Vamos, chicos, dadle. Copulad. Parid pequeñines verdes que no quieren mirar nada ni a nadie incluso cuando están despiertos, y que maman doce litros de agua al día.»

Moscú de madrugada sorprendía por el ruido y la enorme cantidad de coches. En las ciudades grandes nunca pasa de moda el insomnio, se dijo a sí mismo, sonriente, el redactor jefe. Abrió la ventanilla y escupió, y vio cómo sobresalían los tallos entre la penumbra gris lechosa.

BOOK: Clorofilia
6.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Straw Into Gold by Gary D. Schmidt
Dirty by Gina Watson
This Christmas by Jane Green
The Bedlam Detective by Stephen Gallagher