Read Clorofilia Online

Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (25 page)

BOOK: Clorofilia
9.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Encontró al distribuidor a quien compraba la pulpa de tallo. Encontró a Musa. También a un adusto ayuda de cámara de la residencia del millonario Glybov. Encontró al relaciones públicas de la estrella de cine Angelina Lollobrigida. Encontró al novio de la escritora Mashi Pots, que se había hecho famosa hacía poco con el súper bestseller
Cómo casarse con un chino siberiano
. Encontró al dueño del popular club nocturno Soma. Encontró al secretario de prensa del conocido parlamentario Iván Evrópov. Encontró al magnate de la explotación forestal Stepan Prosloiko.

Y en una de las últimas páginas descubrió una antigua fotografía de aficionado del doctor Smirnov.

Capítulo 6

—… y después me advirtió de que todos los retratos se borran solos de la memoria.

—Ya —exclamó indiferente Godunov tirando el álbum por encima de su hombro al asiento posterior del coche—. Puede que a ti se te borren, pero yo soy un ser superior. El noventa y nueve por ciento de mí está compuesto de coñac de marca. Su tecnología tipo Gestapo no me influye para nada. Y además, conozco personalmente a la mitad de los personajes de ese librucho.

—No me habías dicho nada de eso —repuso Saveliy resentido.

—¡Lo que faltaba! Puede que yo sea tonto, pero no un suicida. Tú eres periodista, llevas un dictáfono en cada oreja… ¿Adónde vamos tan de prisa?

—A ver a tu vecino de las páginas de la revista. En el número de aniversario, el artículo que se publicó sobre ti estaba al lado del artículo sobre él. Por cierto, el dictáfono no lo llevo en la oreja, sino en el dedo índice.

—Recuerdo a mi vecino —dijo Godunov—. Es el antiguo director de un internado para niños sin talento.

—El doctor Smirnov.

—¿Para qué vamos a verlo?

—Es un antiguo amigo de nuestro viejo.

Godunov se quedó pensativo y añadió:

—Vamos en vano. No encontraremos al anciano. ¿Puedo fumar?

Saveliy ignoró la petición del genio y con aire taciturno dijo:

—Lo encontremos o no, al menos hay que intentarlo. El viejo es el dueño del cien por cien de las acciones de la revista. Y, ¿sabes una cosa?, no quiero despertarme un día y enterarme de que la revista pertenece a algunas personalidades oscuras del segundo piso.

En el rostro de Godunov se dibujó un gesto de profundo desprecio.

—Lo que yo pensaba. Eres como todos los demás. No quieres encontrar a una persona desaparecida. Simplemente te pones a temblar sólo de pensar en perder tus chorradas.

Hertz aumentó la velocidad. El ordenador de a bordo ya había informado al dueño del coche de que se había descontado de su cuenta bancaria una cantidad sustancial en concepto de multa por superar el límite de velocidad, y al cuarto de hora amenazó al infractor con una segunda multa tres veces superior a la primera. Pero no importaba. Su empleador, gracias a cuyo dinero el periodista Saveliy Hertz había vivido veinticinco años (y con el que esperaba vivir otros tantos), había desaparecido sin dejar rastro. ¡Al cuerno las multas!

Antes de salir había llamado tres veces al número personal de Musa, pero el abonado no respondió, y eso puso aún más nervioso a Saveliy.

—¿Chorradas? —repitió—. Cierra la boca, Godunov. Será mejor que fumes, sí, pero calladito. Yo estoy a cargo de un gran negocio, y tú te dedicas simplemente a ser genio, un personaje del mundo artístico. Un alcohólico irresponsable, grosero e infantil.

El alcohólico infantil se sacó el cigarrillo de su boca torcida, soltó una bocanada de humo y dijo:

—Cuando me llaman genio, me falta fuerza de voluntad para negarlo.

—Escucha, genio, ¿cuántos libros has escrito?

—Uno y medio.

—¿Y cuántos ejemplares has vendido?

—Unos… Casi ocho mil.

—En veinte años.

—¿Y qué?

—Eso supone aproximadamente cuatrocientos libros al año.

—Digamos que sí.

—La revista
Lo Más
sale doce veces al año con una tirada de ciento cincuenta mil ejemplares. Y así durante treinta años. ¿Y para ti eso son chorradas?

—Típico —respondió al instante Godunov, y poniendo un poco cara de idiota empezó a tocar los botones para abrir la ventanilla lateral—. Eres tonto, Hertz. No cabrees al viejo Garri. Mis ocho mil lectores son gente de lo mejor. Elegidos. Pensadores fuera de lo común. La lumbrera del país, perdona… Yo siento a cada uno de ellos, me enorgullezco de ellos, me comunico con ellos mentalmente. Son ocho mil hilos de energía que me atraen hacia ellos. Ocho mil cerebros que recuerdan mis palabras, y ocho mil bocas que están dispuestas a repetirlas en cualquier momento. ¿Y quiénes son tus lectores, Hertz? ¿Quiénes son los seres que forman esa horrible multitud de cientos de miles? ¿Qué sabes de ellos?

—Sé —dijo Saveliy— que ahora mismo todos ellos están leyendo con placer tus artículos.

—Eso me asusta —rugió Godunov, encendiendo el segundo cigarrillo con el primero. Como todos los genios, era fácilmente irritable—. Esperar placer de mis textos me resulta insultante. Que te den por saco a ti y a tus placeres. Sigue conduciendo.

—Ya hemos llegado.

—Vaya —dijo Godunov mirando a su alrededor—. Menudo agujero. Respetable. ¿Qué piso?

—Treinta y nueve.

—Estupendo. Tu médico parece un tío interesante.

—Yo también lo creía. Y ahora resulta que está en la lista de «amigos». Jamás me lo hubiera imaginado…. Tiene aspecto de ser un mago bueno.

Medio quejándose y resoplando, Godunov fue sacando del coche las desgarbadas partes de su cuerpo —manos como rastrillos, piernas con forma de compás—, después se enderezó y dijo:

—Significa que lo es. La primera impresión es la que cuenta… ¡Espera! ¿Lo sientes?

Saveliy se asustó.

—¿Qué?

—Nos están observando. Son muchos…

—Vete a la porra. Vamos.

El genio echó atrás la cabeza y estiró brazos y piernas con todas sus fuerzas.

—¡Es mi sensación preferida! Angustia diluida en el aire. Finales de otoño, hace frío, penumbra, una casa lúgubre, un patio vacío. Descargan a dos polloperas de un coche, y en ese instante se descubre un gran secreto. Después, seguramente los descuartizan… El viejo Garri luchará desesperadamente, pero todo será en vano… Oye, tenemos que encontrar en seguida una taberna y beber algo.

—Ya he tenido bastantes secretos por hoy —replicó groseramente Saveliy—. Y tabernas también. Estoy desbordado de secretos y noticias por el estilo. Odio las novedades.

Godunov soltó unas risitas.

—Hazme caso, hay que beber. ¡Mira qué ascensor! Un auténtico basurero automotriz. El retrete que siempre va contigo. Un título estupendo para un libro…

• • •

El doctor Smirnov los dejó sorprendidos: a Hertz le dio la mano amablemente pero sin emoción, mientras que al medio borracho de Godunov lo miró como si se tratara de una curiosidad. Lo obsequió con una amplia sonrisa y, palmeándole respetuosamente la espalda, le dijo:

—He leído su libro.

—Yo también —respondió Godunov apartándose un poco.

En el despacho del doctor todo estaba impecablemente limpio. Él mismo, vestido con una especie de camisola suelta de algodón sin bolsillos y blanca como la nieve, parecía un tipo de persona de la cual se alejaban por sí solos los microbios y la suciedad.

—Por desgracia —dijo cortésmente— dispongo de poco tiempo…

—Mejor aún —respondió Hertz con su carácter práctico.

—Doctor, hemos venido a verlo —dijo Godunov en tono teatral— por un asunto…

Smirnov asintió y se sentó en un estrecho y ruidoso taburete, una auténtica pieza de anticuario de madera natural.

—Tenemos un problema —intervino Hertz—. Mejor dicho, nosotros no. Lo tiene Mijáil Evgráfovich.

El doctor afirmó con la cabeza.

«Es el típico “amigo” —pensó Saveliy—. La palabra “problema” no lo asusta. Inalterable, correcto, sonriente. Con gran fuerza interior. ¿Dónde tenía yo antes los ojos?»

—Mijáil Evgráfovich —repitió lentamente el doctor—. Ah, Misha. ¿Y qué problema tiene Mijáil Evgráfovich?

—Ha desaparecido.

—Ya veo. —El rostro del doctor pareció volverse triste, cambiando la forma del entrelazado de arrugas de su frente.

—Ayúdenos —suplicó Saveliy—. Por favor.

—¿Ayudar? —preguntó el doctor, sorprendido—. Pero ¿cómo?

—Queremos encontrarlo.

Smirnov se sentó más cómodamente en el taburete y preguntó con aire bondadoso:

—¿Y por qué están seguros de que es necesario buscarlo?

—No estamos seguros de nada —contestó al instante Godunov—. En realidad no tenemos ni idea de lo que debemos hacer.

«Y tú, querido “amigo”, probablemente lo sabes todo», pensó Hertz.

El doctor suspiró.

—Estimados caballeros, ¿no se les ha pasado por la cabeza que Mijáil, un hombre ya muy anciano, puede haberse ido a algún lugar lejano, para sencillamente… cómo explicarlo… diñarla en paz?

—Lo hemos pensado —respondió inmediatamente Godunov—. Precisamente con esas mismas palabras. No morir, sino diñarla. Así hablan las personas que llevan ya tiempo preparadas para morir de forma natural. Le pido perdón por ser tan directo…

—Alto —interrumpió Hertz mirando a Godunov y después al doctor—. ¿Qué significa marcharse para diñarla en paz? ¿Ir adónde?

—Alejarse de todos —aclaró Smirnov.

Saveliy no pareció estar de acuerdo.

—Para empezar —dijo—, Mijáil Evgráfovich no tenía intención de morir, y mucho menos de diñarla…

—¿Cómo lo sabe usted?

—Siempre fue un tío despierto. Bromeaba y hacía planes…

El doctor Smirnov sonrió ligeramente.

—… y en segundo lugar, —continuó Saveliy—, ¿quién no lo dejaba diñarla tranquilamente en su confortable piso del nivel noventa?

—Eso mismo era lo que no lo dejaba —contestó tranquilamente Godunov—. Su confortable piso en el nivel noventa.

—Su amigo lo entiende todo muy bien —dijo el doctor dirigiéndose a Saveliy.

Hertz recordó el retrato del álbum secreto y se enfadó.

—Querido doctor, yo tengo otra versión, mucho menos romántica. Sospecho que con la desaparición del anciano están relacionadas personas conocidas como «amigos».

En el rostro de Smirnov no se movió ni un solo músculo.

—El anciano —continuó Saveliy— es rico, está solo y prácticamente indefenso. Una víctima ideal para un secuestro.

El doctor bajó la mirada y preguntó con curiosidad:

—¿Sabe usted quién es su hijo?

—Hace poco que me he enterado —respondió Hertz, desafiante, y se sirvió un poco de agua.

Smirnov observó tristemente cómo el vaso lleno se quedaba vacío y dijo:

—Ni un solo secuestrador querría tener nada que ver con el servicio de seguridad de Primo Hermano.

—Para usted es más que evidente.

El doctor permaneció inmutable.

Saveliy enderezó los hombros, se decidió, y habló sin disimulo.

—Háblenos de los «amigos», doctor. Es usted un antiguo camarada de Pushkov-Riltsev. Sabe que él tenía intención de apartarse de todos para, como usted mismo ha manifestado, «diñarla en paz». ¡Esas cosas sólo se cuentan a las personas más íntimas! Me parece que el anciano y usted tenían y tienen «amigos» comunes. Háblenos de ellos.

Garri Godunov apretó la mandíbula, como dando a entender que se unía a la petición. Sin embargo, el doctor, que había levantado las cejas en señal de asombro, ahora sonreía.

—Jóvenes, eso es una estupidez. ¿De verdad han pensado que yo tengo relación con la mafia?

—Nosotros no afirmamos nada —replicó Saveliy con voz firme—. Y no somos jóvenes. Tenemos razones de peso para apoyar nuestras sospechas.

—Convénzanos —dejó caer Godunov.

El doctor mostró una sonrisa aún más amplia.

—¿En virtud de qué? ¿Acaso trabajan ustedes para la policía encargada de la moral?

—¡Ja! —exclamó Godunov—. Esto no es serio. Saveliy es periodista, yo soy literato, somos personas famosas, tenemos nuestra reputación. Nuestra palabra tiene cierto peso. Además, usted ha leído mi libro… Le juro que todo quedará entre nosotros… Queremos saber si podemos creerle o no. Queremos entender por qué desaparece gente. Y usted se comporta como si supiera mucho, si no todo, pero se queda callado…

—Jóvenes —repitió lentamente el doctor—, el silencio también es una actitud. Y no la peor, por cierto, especialmente en nuestra época. —Se levantó—. Vengan conmigo, les voy a mostrar mi mafia, quiénes son mis «amigos» y «amigas». Todo lo que van a ver les va a impactar. Pero han hablado de confianza… y veo que son ustedes personas con nobles intenciones. La mejor forma de crear confianza es permitirles saber lo que yo sé, ¿no es cierto?

Smirnov dejó de sonreír, se dio la vuelta y pasó a la habitación contigua. Estaba llena de armarios y estanterías, en las cuales había muchas hileras de enormes contenedores de agua potable. Saveliy percibió un extraño olor muy fuerte.

—Lavanda —reconoció al instante Godunov.

—Aquí guardamos la ropa de cama —explicó el doctor en voz baja—. Y se entiende que también el agua. Gastamos agua en grandes cantidades.

Apretó un botón y uno de los armarios se deslizó hacia un lado dejando ver una sólida puerta metálica.

—Síganme, por favor. Manténganse en silencio y no toquen nada.

Salieron a un pasillo. Avanzaron varios pasos sobre una gruesa moqueta blanca. Detrás de un cristal enorme que iba del suelo al techo vieron una habitación amplia y bien iluminada. Pegada a las paredes se veía una hilera de diez pequeñas camas de niño. Parte de la barrera de cristal se deslizó a un lado.

Hertz entró.

Allí había un aire limpio y refrescante, como el de un bosque de pinos, y sin duda la humedad era casi del cien por cien.

En la cama más próxima a él, Saveliy vio un niño pequeño, un chico, desnudo y durmiendo acostado de lado.

Era un niño normal, más bien regordete, como de un año o quizá menos. Movió ligeramente los dedos de una mano. Respiraba profundamente y a veces movía las cejas; parecía estar soñando.

Su piel tenía un matiz de bronce verdoso.

Los tallos que había al otro lado de la ventana cambiaron de posición. Se abrió un claro y penetró un sol preinvernal de color amarillo espeso, y bajo sus rayos el niño se tornó totalmente verde.

Era verde como un abeto, como una hoja de abedul.

Saveliy se inclinó para mirar más atentamente, y le pareció que su vista lo engañaba hasta que comprendió que no estaba equivocado: el suelo empezó a separarse lentamente de sus pies. Unas manos lo sujetaban agarrándolo por los hombros y la cintura.

BOOK: Clorofilia
9.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Heaven's Touch by Jillian Hart
Bride Of The Dragon by Georgette St. Clair
So 5 Minutes Ago by Hilary De Vries
Hopelessly Broken by Tawny Taylor