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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (24 page)

BOOK: Clorofilia
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—No fue digitalizado —repitió Hertz, soltando un taco entre dientes—. Por motivos… Pero cómo… ¿Y el dinero? ¿El depósito chino?

—Le traía sin cuidado el depósito chino —dijo Iván Ivánovich con voz monótona—. Una persona como Pushkov-Riltsev jamás tocaría el dinero chino.

—Sinceramente lo creo —musitó Saveliy—. Escuche, ¿y si el viejo simplemente ha perdido la chaveta? Ciento diecinueve años… ¿Qué sabe usted de los escapistas?

—Todo —respondió con seriedad el benevolente alzando la voz—. Nosotros los llamamos «corredores». En los últimos tres años han desaparecido de la corporación veinticuatro empleados. Algunos de los corredores tenían cargos de responsabilidad. Los buscamos y los encontramos. A casi todos. Quince en total. Estaban escondidos…

—… en los pisos de abajo —interrumpió Hertz, satisfecho de que por fin se le presentara la ocasión de demostrar sus cualidades profesionales—. Viviendo en guaridas, abrazados a tías herbívoras.

—Ha acertado.

—¿Y los demás?

—No hay rastro de ellos. Creemos que se fueron a Siberia. A trabajar de peones para los chinos.

—¿Y eso es posible?

Iván Ivánovich encogió sus fornidos hombros:

—Se ha dado el caso. Pero la posibilidad de que hubiera ido a los niveles inferiores ya la estudiamos. En primer lugar, el viejo no se parece en nada a un corredor potencial. No es ese tipo de psicóticos. En segundo lugar, en los niveles inferiores tenemos… a nuestra gente. Un viejo rico en una silla de ruedas habría llamado demasiado la atención. Lo hubiéramos descubierto en tres días, aunque se hubiera comprado el mejor neutralizador de señales de vídeo. Y en tercer lugar, el desaparecido nunca ha consumido pulpa de tallo. ¿Qué iba a hacer ahí, entre herbívoros sucios?

A Hertz le quedó claro. Ese cínico sabelotodo hablaba de un gran hombre, fundador de la mejor revista de Moscú, como si se tratara de un adolescente disoluto que se fuga de casa por un impulso momentáneo.

—Escuche —pronunció enfáticamente Hertz—. Mijáil Evgráfovich Pushkov-Riltsev es un genio en acción. Un genio, ¿me entiende? Esté donde esté, él siempre sabrá lo que debe hacer.

Iván Ivánovich escuchó atentamente. «Yo sí que te voy a enseñar lo que es un psicótico», pensó Saveliy, y continuó hablando:

—Está usted cometiendo un error tratando de presuponer qué va a hacer. El que jamás en su vida haya consumido hierba y el hecho de que despreciara a los herbívoros no significa nada. Mañana me entero de que se mete pulpa a cucharadas y le aseguro que no me voy a sorprender. Puede tener la certeza de que si se ha instalado en una guarida, se la va a dar con queso a todos sus informadores sin levantarse de la silla de ruedas… Realmente, yo tampoco creo que sea un escapista. Nuestra revista, ¿sabe?, escribió sobre los escapistas. Además, hace poco desapareció mi mejor amigo. Un tal Gueorguiy Degot. Por tanto, yo, referente a este tema… Todos los escapistas tienen un rasgo en común: no se van así como así. Desaparecen no por la pulpa ni por encontrar mujeres fáciles. Ellos huyen de los problemas. Incluso hasta de sí mismos, si les da por ahí. Y nuestro anciano, por lo que yo sé, no tenía problemas.

—Tenía uno —dijo Iván Ivánovich.

—¿Cuál?

—Todos los viejos tienen un problema: la vejez.

—Déjelo. Hace veinticinco años que lo conozco, y todo ese tiempo ya era viejo. A mi entender, de la vejez él sólo sacaba ventajas…

—En lo más bajo —lo interrumpió Iván Ivánovich—, en los segundos y terceros pisos, hay laboratorios y clínicas secretas.

—Incubadoras —apuntó Saveliy.

—Sí, incubadoras. Allí, por un precio asequible, pueden trasplantar a quien lo desee un corazón, riñones, estómago, ojos…, médula espinal y hasta los órganos genitales. Cualquier joven pálido del que nadie se preocupa desaparece de repente, y al cabo de un mes sus huevos ya están colgando de un viejo jubilado del piso noventa y nueve…

—Sandeces —manifestó Hertz con un gesto de repugnancia—. Usted habla de cosas abominables. El viejo es capaz de donar su corazón voluntariamente. Y los ojos y todo lo demás. A quien lo necesite. Incluidos sus huevos. Espero que un psicótico así pueda ser detectado por sus analistas.

—Por supuesto —respondió con aire práctico Iván Ivánovich—. Se lo llama «noble idealista».

—Exactamente. Yo en su lugar supondría lo contrario.

—Continúe.

—Quizá —Saveliy hizo una pausa teatral— lo han secuestrado. ¿Para qué necesita el depósito chino si ya es rico por sí solo, sin él? A lo mejor está ahora sentado en una cueva de bandidos en un tercer piso, o quizá más abajo, incluso. Tal vez pasó en algún momento por la digitalización y ahora quieren arrancarle el chip…

El benevolente sonrió con malicia.

—Me temo que ha leído usted muchas novelas de detectives, señor Hertz. Es imposible arrancar un chip. En términos concretos, el concepto mismo de chip es inadecuado. Con la autorización escrita de una persona se le pueden insertar de un solo pinchazo cuatro microesquemas. Uno del gobierno, otro fiscal, y dos secretos elaborados por el Ministerio de Defensa. Cada uno de los cuatro chips funciona autónomamente y graba su información. El microesquema gubernamental sigue los movimientos; el fiscal, todos los ingresos y gastos… Sobre los de defensa guardaré silencio, no tengo derecho a difundir… Nada más introducir los chips debajo de la piel, se desplazan hasta ubicarse en los lugares menos accesibles, allí donde no llega ni el escalpelo de un cirujano. Por ejemplo, en la zona de la aorta. O en el bulbo raquídeo. Pero esto no es todo. Simultáneamente a la implantación de estos cuatro microchips auténticos, se introducen unos cuantos falsos. Sí, y los criminales de los primeros pisos tienen sus especialistas y su propia técnica, pero para encontrar entre quince chips uno solo, el fiscal, imagínese, hay que matar a la víctima y literalmente cortarla en trocitos.

—Entonces —supuso Saveliy—, ¿es posible que esté ya… cortado?

—No está cortado —respondió secamente Iván Ivánovich—. Está vivo. Ayer el señor Golovanov recibió un videocomunicado. Su padre tenía un aspecto vivaracho e incluso divertido. Se estaba despidiendo. Pide que no lo busquen. No pudimos localizar de dónde venía la señal. Todo estaba hecho de una manera muy profesional. Está clara la firma de los «amigos»…

Saveliy recordó a Musa y se ordenó a sí mismo permanecer en silencio. Antes de marcharse Evgráfo había dado instrucciones muy precisas con relación a Musa. Jamás mencionarlo a nadie, nada, nunca, ni una palabra.

—El viejo —continuó sin prisas el jefe del departamento de seguridad— tenía contactos entre los «amigos». ¿Sabe usted algo de esto?

—¡Dios mío! —respondió alarmado Hertz—. Sé de los «amigos» lo que puede saber cualquier persona común y corriente. O sea, prácticamente nada. Como comprenderá, palabras tales como «amigo» o «amistad» ni siquiera se pronuncian en los círculos en que yo me muevo… Encogemos los hombros con aire significativo y hacemos como que lo tenemos todo claro.. ¡Pero en realidad no entendemos nada de nada! Yo soy un periodista con experiencia, sé mucho de esta ciudad, pero de los «amigos»… Sólo puedo suponer que se trata de una organización criminal clandestina, pero mis suposiciones…

—Escuche atentamente —lo interrumpió a media voz el hombre del servicio secreto—. A mediados del siglo XXI, el gobierno de Putin-Medvédev, el llamado «gobierno efectivo», agotó todas sus posibilidades. Para reemplazarlo hubo otro gobierno. Ustedes, los periodistas, a veces lo llaman «de alta tecnología», o «nanogobierno». El nanogobierno controla a sus ciudadanos con ayuda de los microchips. Los controla total y absolutamente. El proyecto Vecinos no es más que la punta del iceberg… Lo que más se vigila, básicamente, es el movimiento de dinero, las transacciones fiscales. Pero nuestro gobierno no sólo sabe aplicar la nanotecnología. Es un gobierno inteligente y comprende muy bien que no hay que presionar demasiado… Las personas no son ángeles, y las personas tienen vicios. Las personas a veces quieren soltar presión: prostitución, juegos de azar, alcohol, drogas… Hasta cierto límite, el gobierno está dispuesto a cerrar los ojos. Así ha sido siempre, desde la antigua Roma hasta la totalitaria Unión Soviética. Por eso nuestro gobierno de alta tecnología sigue conservando un rudimento como es el dinero en metálico. Es precisamente con ese dinero con el que se paga a las prostitutas o a los corredores de apuestas.

—Yo, personalmente, no pago a prostitutas —manifestó Hertz con dignidad.

—Eso no importa —refunfuñó Iván Ivánovich—. Usted es un ciudadano de orden, y en relación con sus prostitutas el gobierno está dispuesto a hacer la vista gorda. Yo no hablo de eso.

—Perdone.

—Pues no me interrumpa —ordenó el visitante en voz baja, casi con amabilidad—. No he venido aquí a dar un discurso. Busco al padre de mi jefe. Tengo a mis órdenes mil quinientas personas. Y otros tantos androides. Hay carniceros, matones, verdugos… Si me da la gana, lo cogen a usted en un callejón oscuro y le sacan toda la información en treinta segundos…

—Comprendo —interrumpió Hertz—. Por cierto, ¿por qué demonios hizo que me siguieran? ¿Qué clase de provocación es ésa?

—Eso no es una provocación —dijo tranquilamente el benevolente—. Es nuestro trabajo. Usted se comportó de maravilla, es un tío valiente. Pero tenga en cuenta una cosa: la próxima vez el androide puede ofenderse y cortarle una mano.

—Los androides no pueden ofenderse.

—Pueden. No sabe hasta qué punto pueden ser rencorosos. Pero nos hemos desviado del tema. Así que una vez nuestro nanogobierno, a pesar de ser inteligente, hizo una estupidez. Se entusiasmó demasiado con las nanotecnologías. Decidió que era necesario conocer también el movimiento del dinero en metálico, y empezaron a insertar microesquemas en cada billete de papel. Esto fue un error de bulto. El mundillo de los delincuentes no tardó en darse cuenta, y eso no les gustó. En su intento de escapar del control idearon un sistema de intercambio natural de bienes y servicios. Un sistema genial y sencillo. ¡Nada de dinero! Yo te consigo una chica y tú, a cambio, me pones dinero en el totalizador de apuestas. Yo te doy un crédito ilegal y tú me regalas una botella de coñac. El sistema se llama «amistad». Todo él está basado en las relaciones personales. Todo el que haya hecho algo por «amistad», aunque sólo sea una vez, se queda atrapado en el torbellino del intercambio y obligado al encubrimiento solidario. Es inútil luchar contra el sistema. Pillar a un malhechor con las manos en la masa no es posible porque, externamente, ninguno de los participantes en el sistema tiene ganancias materiales demostrables…

—¡Diablos! —exclamó Saveliy, y sintió que la sangre se agolpaba en su rostro—. Qué sencillo. ¿Y por qué a nadie se le ocurre investigarlo?

—Por una razón muy simple: los diletantes del grupo de intelectuales siempre lo complican todo.

Hertz suspiró.

—Es de locos. Ahora lo entiendo. Por ejemplo, un «amigo» paga a una chica pobre su apartamento y la mantiene, pero no se acuesta con ella. Pero luego vienen a visitar a esta chica los que tiene negocios con su «amigo»…

—Lo ha pillado —asintió con indiferencia el benevolente—. Pero hemos vuelto a salirnos del tema. Tengo motivos, señor Hertz, para suponer que su antiguo jefe, el padre de mi jefe, Mijáil Evgráfovich Pushkov-Riltsev, tiene deudas con los «amigos». En gran cantidad. Puede que sea fatal. Ayúdenos. Basta con recordar una palabra. Inténtelo. Probablemente habrá oído usted algún nombre, un apodo. Por ejemplo, Grisha Parovoz, o Xiusha Radisson, o Musa Chechen…

Hertz se quedó pensando y contestó con firmeza:

—No. Pero si me acuerdo…

—Intente recordar —le aconsejó Iván Ivánovich—. Y para que le resulte más fácil hacerlo, aquí tiene un álbum de fotografías. En él están todos los «amigos» conocidos por nuestro departamento. Son personas influyentes. Estúdielo en sus ratos de ocio. Yo lo llamaré mañana por la mañana.

El retorcido visitante se puso de pie y con un gesto muy militar se estiró la chaqueta.

—Espere un momento —dijo Saveliy, nervioso—. ¿Es posible que esto sea verdad?

—¿Qué, exactamente?

—Que el dueño de Vecinos sea hijo carnal de Pushkov-Riltsev.

—¿Qué le sorprende?

Saveliy apretó los labios.

—¡El viejo odiaba el proyecto Vecinos! ¡Y a toda su corporación!

Iván Ivánovich sonrió.

—¿Y qué? El padre tiene su camino, el hijo sigue el suyo. Cierto, no a todos les gusta nuestra empresa. Pero no hay que olvidar que gracias al proyecto Vecinos el nivel de delincuencia doméstica prácticamente ha desaparecido. Los degenerados, sádicos y pedófilos han sido arrestados y están en la cárcel. Las personas ya no se descuartizan unas a otras en mitad de una borrachera con los cuchillos de la cocina. Y continúan, por así decirlo, viviendo…

Hertz meditó un instante y preguntó:

—¿Para qué?

—¿En qué sentido?

—Nada. Es que soy así. Perdone.

—Por cierto —dijo como al azar el benevolente—, hablando de odio. Le puede resultar curioso saber que el señor Golovanov hace muchos años ayudaba a su padre. Económicamente. Su revista ha sido creada prácticamente con el dinero del señor Golovanov. Es decir, gracias a los ingresos del proyecto Vecinos.

—¡Eso es mentira! ¡Yo he visto la contabilidad entera de los cuatro últimos años! La revista rinde beneficios.

Iván Ivánovich asintió.

—Lo creo ciegamente, señor Hertz, pero no siempre ha sido así. Más le vale comprobar la contabilidad no de los cuatro últimos años, sino de los cuatro primeros… Tengo que irme. A propósito, si ha intentado grabar nuestra conversación en el dictáfono…

—No lo he intentado —respondió Saveliy, enojado—. No necesito hacerlo, tengo muy buena memoria profesional.

—Me alegro por usted —dijo el visitante con amabilidad—. Pero señor Hertz, no se haga ilusiones. Todo se puede borrar.

—Estoy seguro de ello.

—Por favor, mire el álbum, hoy mismo. Y llámeme en seguida. En cuanto a la memoria, me veo en la obligación de advertirle que ese pequeño álbum tiene truco, por así decirlo, para uso interno. Cuando pase la última página le dolerá un poco la cabeza. Y unas horas después habrá olvidado por completo todo lo que haya visto.

• • •

Casi una hora tardó Hertz en hojear el abultado álbum con los retratos de los «amigos». Vio cerca de doscientas fotografías. Rostros poco agradables, la mayoría feos, pero de alguna manera tenían grabado el sello del poder. Las caras de las mujeres y de los hombres se veían abrumadas por las preocupaciones y el conocimiento del lado oscuro de la naturaleza humana. Agotados, viejos, surcados de arrugas.

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