Saveliy miró a su alrededor en estado de pánico y farfulló:
—¿De dónde….?
Godunov mostró una sonrisa repulsiva.
—Déjalo, Hertz. Tengo ojos en la cara. ¿Hace mucho que comes pulpa?
—¿Y tú?
—Yo me desenganché hace quince años. La última vez que consumí tenía treinta y siete. En ese momento acababan de aprender a hacer la tercera destilación. Todos cuchicheaban: «¡Ah, el tercer número, el no va más!». Yo me quedé en el segundo. Probé el tercero y me dije a mí mismo que era el momento de dejarlo…
—¿Y cómo fue? —preguntó Saveliy en voz baja—. Dicen que es imposible desengancharse de la pulpa.
—Se puede. Vas y te desenganchas. Yo, por ejemplo, comía carne. Cinco veces al día. Vomitaba y perdía el conocimiento. Me obligaba a tragar. Tocino, carne de cordero grasa… Y bebía vodka hasta emborracharme… Así continué durante casi dos años, y luego me resultó más fácil.
Hertz guardó silencio y luego preguntó:
—¿Tú crees que los chinos dejarán de pagar?
—El que quiera sobrevivirá. Por ejemplo, ese estúpido de Pruzhinov sobrevivirá fácilmente. Es un hombre difícil, incluso puede ser que hasta malo. Es envidioso. Pero sabe trabajar. Sobrevivirá. El joven Filippok está locamente enamorado de sí mismo, pero también sobrevivirá. Valentina también, sin ninguna duda. Es dura como el hierro. Incluso a tientas es dura…
—Viejo sentimental —musitó Hertz con amargura.
Godunov sonrió y dio un trago a su bebida.
—Sobrevivirán muchos, pero no todos. Tampoco una mayoría.
—Sobrevivirán los fuertes —apuntó Saveliy en un murmullo.
—Se da por hecho —asintió Godunov—. Sobrevivirán los mejores, los que saben aguantar y adaptarse. Pero de ésos, querido jefe, hay pocos. Es necesario que sobrevivan otros también. Los peores. La sociedad los necesita también a ellos. Vagos, tontos, débiles, dóciles, todos ellos son necesarios. Así está escrito en la Biblia: «Bienaventurados los mansos de corazón, porque ellos heredarán la tierra…». De ellos hay que compadecerse especialmente, de los débiles y mansos. Ante cualquier cataclismo es precisamente la enorme masa de débiles la que recibe el mayor impacto..
—Garri —lo interrumpió Saveliy—, y yo, ¿cómo soy, según tú? ¿Fuerte o débil?
—¿Qué piensas tú de ti mismo?
—No, Godunov, eso no vale. Me interesa tu opinión. Un compañero mío de escuela, con las mismas aficiones, desaparece durante treinta años. Después lo encuentro, lo lavo y le quito la suciedad, le limpio los mocos, le ofrezco un trabajo interesante, y él, ya lo ven, no puede contestar a una sencilla pregunta. Vamos, habla. ¿Cómo soy ahora, fuerte o débil? Pero sin mentir.
El genio estalló en carcajadas. En algún tiempo Hertz veía a Garri Godunov como un tío valiente, buscador de la verdad. Ahora sus juicios se habían convertido en una mezcla demoledora de cinismo y demagogia.
—La fuerza masculina —dijo el genio— se mide por la cantidad de tías que has tenido. Tantas tías, así de fuerte eres. Pero no te preocupes, no te guíes sólo por el número. No sólo importa la cantidad, sino también la calidad.
«Respecto a las tías, qué bien que me lo hayas recordado», pensó Saveliy, y con mucha dignidad dijo:
—Según la cantidad, estoy en la media. Sobre la calidad, eso ya es otra cosa… Bueno, no importa. Vete al diablo, Godunov. Un caballero nunca hace recuento de sus mujeres…
—¡Ja! —Godunov cambió la postura. De estar sentado pasó a estar medio tumbado—. Yo no soy un caballero. Yo escribo libros, estoy fuera de los sistemas y de las valoraciones. Soy un borracho, grosero, extremista, rastrero, vivo en un quinto piso…
Saveliy asintió y se dispuso a marcharse:
—Quédate aquí sentado, borrachín. Yo me voy, pero no por mucho tiempo. Tengo una reunión urgente. Volveré dentro de tres horas.
—¿Para qué me necesitas? —preguntó Ilona entre suspiros—. Soy una chica de un piso veintiuno. Nunca he hecho nada y no pienso hacerlo. No sé nada. No he estado en ninguna parte. Pero tú tienes trabajo, piensas… Eres un tipo serio, rico…
—… caníbal —añadió Saveliy.
—Sí, un caníbal. Y ésos no tienen trato con los herbívoros.
—Yo tampoco tengo tratos contigo. Contigo me acuesto y punto. Y además durante el día. Y además, no soy un caníbal de verdad.
—Sois todos iguales —dijo Ilona desperezándose—. No genuinos.
—¿Qué significa «todos»?
—Pues… ¿Crees que eres el único hombre con el que estoy?
—Sí —farfulló Hertz—. Polinización cruzada.
—¿Qué?
—Nada. Sólo espero que no seamos demasiados.
Ilona abrió los ojos, se acercó la palma de la mano a la cara y empezó a doblar los dedos. Cuando tuvo los cinco convertidos en un puño, a Saveliy le empezó a resultar desagradable.
—No sigas.
—Tú has empezado primero.
—¿Para qué quieres que… seamos muchos?
La chica sonrió.
—Tonto. Muchos es mucho. Es bueno. Es mejor que poco. Y pocos es malo. ¿Entendido? Y encima dicen que los caníbales son listos… —Cerró los ojos—. Son más lentos, sí. Tú eres un buen caníbal, pero tonto. Probablemente bebes poca agua. ¿Te sientes bien?
—Muy bien.
—Entonces contesta a mi pregunta.
—Ya la he olvidado.
—Que para qué me necesitas.
—Te lo diré más tarde.
—No, dímelo ahora.
Saveliy se puso a pensar qué responderle. Pero no tenía ganas de pensar.
Precisamente para eso había ido allí, para no pensar. Aquí nadie se lo exigía. Aquí eso se consideraba una ocupación de idiotas.
Era una vivienda barata, de paredes delgadas, y oyó cómo al lado, en el piso vecino, alguien tocaba la armónica.
Ilona estaba magnífica, con una magnificencia absolutamente vegetal. Estando junto a ella (cuanto más cerca, mejor), él sentía alegría y calidez. En el mundo de ella no existían las ideas como tales, y cuando se inclinaba sobre él, o él sobre ella, era demasiado sentir cómo crujían en su cabeza sencillos pensamientos pensados por ella, normalmente uno o uno y medio. Además, por lo general, cada pensamiento se manifestaba en voz alta.
Alegría y calidez, sí. Entre ellos todo estaba acoplado de una manera simple y segura. ¿Para qué ir a algún sitio si puedo no ir? ¿Para qué acostarme para dormir si no quiero? ¿Para qué apagar la televisión? Que siga funcionando. ¿Da pena o qué?
No existían los medios tonos, las excepciones a las reglas, las dudas, los malos entendidos, los dobles sentidos. Tampoco existían las palabras de más de cuatro sílabas. Si Saveliy se pusiera a hablar con la chica de «malos entendidos» o «dobles sentidos», ella, sencillamente, no entendería nada.
Hasta que no asimiló su vocabulario de bisílabos y trisílabos —bueno, malo, gusta, disgusta— siempre chocaba con su visión indefensa-jocosa.
Si Ilona no entendía lo que él decía, en ese mismo instante lo llamaba tonto. Y Saveliy lo aceptaba encantado. Era un verdadero tonto. Todo en él era complicado, largo, retorcido, mientras que en ella todo era sencillo, exacto y breve. ¿Cuál de los dos era el tonto?
Y ahora comprendía que sólo lo más primitivo era lo más sexual.
Ella no se ponía ropa interior erótica, no quemaba incienso, no apestaba a perfume. Le daba pereza maquillarse y coquetear. Le daba pereza vestirse, y Hertz, cuando llamaba a la puerta, normalmente la encontraba totalmente dispuesta para uso y disfrute. A veces en el dormitorio se hallaba sentada su amiga Elena, venida para cumplir con el único ritual higiénico observado en la casa: el peinado. En primer lugar, Ilona ponía en orden el pelo de Elena, y luego Elena el de Ilona. A las dos les llegaba el pelo a la cintura, y les daba pereza peinarse.
Mientras se peinaban veían Vecinos en la televisión. A la dueña de ese piso medio en penumbra, su «amigo» Moisés la conectó de forma pirata al cable general. Podía verlo todo, pero no se podía transmitir nada desde su piso. A decir verdad, a Ilona no le interesaba demasiado Vecinos.
A ella no le interesaba nada. Hacía algún tiempo, al empezar a ir a la escuela, aprendió a leer y escribir. Después lo olvidó todo por falta de práctica. Los trapos de moda no la entusiasmaban, y le daba pereza ir de tiendas y mirarse y dar la vuelta delante de un espejo.
Las cápsulas de pulpa —de todas las destilaciones, empezando por la cuarta del pueblo llano y acabando con la elitista décima, incluyendo complicados cócteles con coñac y alucinógenos— estaban tiradas por todas partes. Pero Ilona prefería ante todo la sustancia cruda. Lo único que podía sacarla de casa era la posibilidad de conseguir el escaso producto natural. Incluso a Moisés, que era, a juzgar por lo poco que le había contado de él, un tipo muy influyente, la pulpa cruda no se la suministraban todos los días.
Con diecinueve años, la jovenzuela herbívora nunca había subido más alto del piso treinta y siete, y cuando Hertz le propuso una vez darse una vuelta por los pisos setenta e ir a un buen restaurante, ella lo rechazó de plano, incluso se asustó.
—Allí hay sol —le dijo con gran pena a Saveliy.
—¿Y qué? —preguntó él.
—Tengo miedo de acostumbrarme y no querer volver abajo.
Él le hizo muchas preguntas hasta que se enteró de una de las reglas principales de la vida de Ilona: para el herbívoro pálido terminal no es aconsejable recibir los rayos directos del sol. El que vive en penumbra no debe cambiarla por una luz intensa. Si un herbívoro pálido del piso doce sube desde la oscuridad y se expone a un sol intenso, aunque sólo sea unas cuantas horas, después, al volver a bajar a su nivel, experimenta unas depresiones muy dolorosas. Era verdad que la tentación de subir a los niveles superiores y exponerse a los rayos directos era muy grande. Formalmente, todos los ciudadanos del país tenían diferentes derechos, incluida la libertad de movimiento. Cientos de herbívoros, especialmente de los primeros pisos, se paseaban de día por las terrazas de la parte superior de las torres, se sentaban modestamente en ellas, disfrutaban del sol en cafés no muy caros de los pisos sesenta e incluso setenta. Pero el retorno a la oscuridad se convertía para ellos en una verdadera tortura. A veces, lo único que salvaba al herbívoro del suicidio era una visita urgente a un solario barato.
A pesar de esa forma de vida tan salvaje, de las manchas de moho en el rincón del dormitorio, de las enormes pantallas de televisión (como todos los pobres, Ilona prefería los televisores grandes); a pesar de la terrible música (grupo Stoki Blue), a pesar de la amiga Elena, que nada más conocer a Saveliy le preguntó bostezando: «¿Quieres follar conmigo?» («No». «Pues tú te lo pierdes»), a pesar de ese feo exotismo, Hertz sabía exactamente que iba allí en busca de alegría y calidez.
La pálida muchacha sabía, con la precisión de un segundo, cuándo levantar la pierna, o arquear la espalda, o poner la palma de la mano en el cuello o el pecho de Saveliy, o cambiar de postura y tumbarse boca abajo. Saveliy iba allí todos los días desde hacía dos meses. En resumidas cuentas, había pasado en su cama decenas de horas, y ella ni una sola vez hizo un movimiento de más. Podía en el momento más decisivo deslizarse por debajo de él y sin ninguna advertencia o disculpa decir: «Quiero beber agua», y Saveliy, en lugar de enfadarse o sentirse despechado, experimentaba gratitud. Después de beber el agua barata Baikala light, ella volvía exactamente a la misma posición anterior, y sin ningún esfuerzo, acogiéndolo de la manera más sencilla, llevaba a Hertz a tal grado de agotamiento que como resultado de las convulsiones se le encajaba la mandíbula inferior.
Era aburrida, más bien fea, sucia, ignorante, nada interesante. Era perfecta y maravillosa.
Al principio la tomó por una perfecta idiota. De esas que al oír: «Ábrete de piernas», preguntan: «¿A qué anchura?». Pero ella no hacía cosas propias de los idiotas, y no decía frases propias de las mujeres tontas. Hacía tiempo que se había convertido en un pequeño tallo, teniendo debajo de sus pies el polvo de sus antepasados y encima de la cabeza la luz transparente. No existen plantas tontas o inteligentes, están más allá de estas categorías.
No sabía nada de ella. Y ella era incapaz de contar nada sobre sí misma, incluso si quería hacerlo. El único acontecimiento de su biografía que merecía respeto era su propio nacimiento. Después ya no hizo nada más, solamente crecer.
Era la primera vez que Saveliy tenía contacto con un ser herbívoro de la segunda generación. En algún lugar de por aquí, en el enorme edificio barato llamado Grandeza, unos cuantos niveles más abajo vivían una pálida mamá herbívora y un pálido papá herbívoro. A la hija le interesaba el destino de sus padres tanto como a una manzana el destino de un manzano.
La armónica expulsaba gangosamente unos trinos melancólicos.
«¿Qué va a hacer esta chica —pensó Hertz— cuando empiece
Güey Tsia
y los chinos dejen de pagar? Pensemos: no necesita comida. Puede beber agua del grifo. Encontrar pulpa, puede hacerlo sin problema. Pero todo esto en verano. ¿Y en invierno? Nadie ha cambiado los largos y fríos inviernos de Moscú. Ahora todos los gastos de comunidad son gratuitos para toda la población. Nuestro generoso gobierno calienta los hogares de los ciudadanos, pone luz en todas partes y continuamente recoge las basuras. Pero la generosidad se acabará en cuanto se seque el manantial del que mana.»
Saveliy, desnudo, sudoroso y apretando contra su cuerpo algo más cálido, inmóvil y obediente, sintió náuseas. Le parecía que yacía en la cama con una difunta. La generosidad absoluta por cuenta ajena le parecía el colmo del cinismo. «Todos los gastos de comunidad gratuitos serán eliminados y así se acabará el chollo chino. ¿Qué le quedará a Ilona? ¿Y a los treinta millones de otras Ilonas y Elenas? No van a trabajar, y no porque no quieran, sino porque ofrecer trabajo a ese tipo de personas es como ofrecérselo a una lapa o a un racimo de grosella.
»El invierno siguiente todas estas personas morirán en silencio, tranquilas, sin protestas. Se dormirán y no volverán a despertarse.»
—¿Por qué me miras así? —preguntó ella.
—¿Cómo?
—Como si quisieras llorar.
—¿Y eso es malo?
—Es una estupidez. No hay que llorar, hay que estar feliz.
—Seguramente no has llorado nunca.
—¿Para qué llorar? —dijo Ilona, sorprendida y divertida—. Sólo lloran los tontos.
Saveliy sonrió.